El símbolo garantiza la presencia del Misterio

Lo que voy a decir aquí no es sino una derivación, una consecuencia de lo dicho en el escrito anterior. El símbolo no se limita a dar revestimiento y a acercarnos realidades inasequibles para nosotros, realidades que nos trascienden y escapan a nuestras posibilidades de percepción. Realidades que tanto pueden ser objetos, acciones, comportamientos, deseos, experiencias, aspiraciones y todo lo que pertenece a los niveles profundos de la existencia humana y del universo cósmico; y que, por otra parte, no son expresables a través del discurso racional o por vía de la conceptualización. Experiencias como la vida, la muerte, el sufrimiento, la alegría, el amor, el miedo, la esperanza, la fe, la compasión, el perdón, la reconciliación, la fraternidad, la felicidad, la confianza. Todo este mundo interior lo expresamos a través de los grandes símbolos que tejen la historia de la humanidad y están presentes en todas las culturas como el agua, el aire, el fuego, la tierra, el cielo, el abismo, el árbol, la montaña, la fuente, la luz, el sol y toda clase de constelaciones.

Pero, como decía, el símbolo no se limita a dar forma y cercanía a estas realidades profundas, inasequibles y, hasta cierto punto, indecibles. Además de eso, es decir, además del revestimiento, el símbolo hace presente ese mundo de realidades profundas y trascendentes. Refundiendo esto con lo dicho anteriormente lo que ahora pretendo afirmar es la fuerza del símbolo como presencia real. «El símbolo presencializa una ausencia y actualiza algo que no puede alcanzarse, que es imposible de percibir o no es conocido. Lo específico del símbolo es ser epifanía del misterio, manifestación de lo indecible. El símbolo nos abre a la trascendencia en el seno de la inmanencia, apunta a la presencia en medio de la ausencia, remite a la comunicación cuando se experimenta la soledad» ( J.J. Tamayo).

Salimos al paso, de este modo, a concepciones clásicas que, al referirse a los símbolos, solo les atribuyen una presencia efímera, imaginaria, inconsistente. En ningún caso una presencia real. Para poder hablar de una presencia real, desde los planteamientos tradicionales clásicos, el sujeto casi tiene que estrellarse frente a la rudeza descarnada y desnuda de los hechos o de las cosas reales; de las cosas que se pueden palpar, tocar, oler, medir. El realismo de la presencia casi se confunde con la presencia física.
Esta forma de entender la naturaleza del símbolo ha condicionado sobremanera y desde antaño la teología de la presencia real del Señor en la eucaristía.

Hasta el Concilio Vaticano II solo se venía reconociendo la presencia real de Cristo en el pan y en el vino consagrados. Solo en las especies sacramentales, -se decía-, está realmente presente el Señor. Esto es lo que se venía diciendo hasta que la Constitución “Sacrosanctum Concilium” (a.7) señaló otras nuevas formas de presencia del Señor en la Liturgia. Este artículo de la Constitución Litúrgica, en el que aún no se hablaba de presencia real, fue recogido y reinterpretado por Pablo VI en la encíclica “Mysterium Fidei”, (3 de septiembre de 1965), ampliando las formas de presencia del Señor en su Iglesia y aplicando a todas ellas el concepto de presencia real, sin dejarlo restringido de manera exclusiva a la presencia de Cristo en las especies sacramentales.

Los nuevos enfoques de la filosofía contemporánea, como estamos comprobando, nos permiten hoy afirmar que los símbolos aseguran una presencia verdaderamente real de hechos, experiencias y actitudes profundas y trascendentes que, de otro modo, escapan a nuestra percepción. Además el horizonte nuevo en que se desarrolla hoy la teología de los sacramentos debería alentar una superación del tratamiento hilemorfista de origen aristotélico, en el que se barajan los clásicos conceptos de materia y forma, sustancia y accidente, etc., para enganchar con las actuales pistas de interpretación que nos ofrecen las nuevas filosofías del lenguaje, la semiología y de la simbólica.
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