Perfil Dominical - REVOLUCIONES BLANCAS 17-II-2019

“Afortunados los que sois pobres porque de vosotros es el reino de Dios. Los que lloráis, porque reiréis. Afortunados cuando os odien y os excluyan; os insulten y proscriban vuestro nombre como infame por causa del Hijo del Hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo porque vuestra recompensa será grande en el cielo… Es lo que hacían vuestros padres con los profetas” (Evangelio de san Lucas, 6, 17)
A nadie, medianamente familiarizado con el Evangelio de Jesús, le ha de caber duda, al asomarse a las “Bienaventuranzas”, de estar ante una gran novedad. Ante una serie como ésta, de puntos programáticos, categóricos y rotundos, proclamados con solemnidad, me invade una doble sensación: de un lado, la de asistir a una proclama insólita, a una monumental paradoja, sorprendente cuando menos, desconcertante incluso; y de otro la de verse ante una de las claves del “nuevo orden mundial”, “nuevo tipo de hombre”, “nuevo modo pensar y de vivir lo humano”, anunciados como plan de Dios sobre la Humanidad..
¿Una revolución? Por supuesto. ¿La mayor de todas las que han sacudido la Historia universal? Indiscutiblemente. Pero maticemos: una revolución blanca.

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Llamo “revoluciones blancas” a las revoluciones sin “guillotina” ni “robespierres”.
“Revoluciones”, porque de golpe cambian el curso de la Historia.
“Blancas”, porque no precisan de “guillotinas” para imponerse por el terror y corte de cabezas, ni de “robespierres” o “fouchés” gesticulando para enardecer a los secuaces tibios o dubitativos. Se llaman “blancas” porque se imponen por el propio peso de su verdad y su acomodo a las aspiraciones más profundas, y más coherentes incluso, de la condición humana; herida y muchas veces hundida o desnortada, pero nunca del todo exánime y, menos aún, insensible ni sorda a la voz de la naturaleza que llama, desde sus fondos más profundos e insobornables , a posibilidades de ser “alguien” y no solamente “algo”. Tan profundas e indelebles las ansias de Absoluto en el ser de todo hombre o mujer que jamás, en el correr de la historia, nada ni nadie han podido borrar del todo. Ni los Atila o Gengis Khan, ni los bárbaros de Alarico, ni los Robespìerre o Danton, Hitler o Stalin han logrado con su barbarie otra cosa que cohibirlas, pero no borrarlas del corazón y el alma humanos.

He leído varias veces y siempre con fruición ese libro de Stefan Zweig que se titula Momentos estelares de la humanidad. Es de todas sus obras –magníficas por su fijo instinto ideático y la belleza de sus construcciones- la más sonada y popular de todas. Hoy la repaso porque la veo en la trayectoria de este perfil dominical.
Al mostrar la idea de su obra, anota cómo –en el gran libro abierto que es la Historia humana-, hay, aunque raros, “momentos sublimes, inolvidables”, “irrevocables para cientos de generaciones”, determinantes en la vida de los individuos, de pueblos enteros, “e incluso del destino de toda la humanidad”; que “marcan el rumbo de la historia durante décadas y siglos”. “Los he denominado ‘Momentos estelares’, porque son resplandecientes e inalterados como las estrellas, brillan como estrellas sobre la noche de lo efímero” (cfr. Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad, Acantilado Barcelona 2002, pp. 9-10).
Lo vuelvo a hojear y, como la primera vez, me resulta fascinante ir siguiendo las 14 filigranas que el autor escoge como vectores ascendentes; en personas, cimas, relatos que él considera culminantes en la historia del hombre civilizado. Cicerón, por ejemplo; la caída de Constantinopla en el s. XI; el Mesías de Haendel; o la derrota de Napoleón en Waterloo son algunos de esos momentos a los que el autor otorga rango de cumbres mayores.
Aunque nunca me han decepcionado estos relatos, hoy sin embargo, al cerrar su repaso y contrastarlo con las lecturas de este domingo, noto la sensación agridulce de un olvido que reputaría injusto; ha dejado de señalar el más cimero, seguramente, de todos los momentos estelares de la Humanidad: el representado por la figura de Jesús de Nazareth y su mensaje. Y, dentro del mensaje, algo –una de las cosas- que lo hace llamativo por provocativo y paradójico, como muestra soberbia de la nota de sana rebeldía que abanderan las revoluciones “blancas”.

Las bienaventuranzas.
Llamar “dichosos” o “afortunados” a los pobres de todas clases; a los que lloran; a los que reciben a diario pagos o patadas de odio y desamor; a los discriminados de cualquier manera; a los que son insultados o proscritos con infamia o hasta la infamia…¿No sonará este lenguaje a quimera, locura o desvarío? ¿No serán proclamas de utopías descabelladas? Ocurrencias de un momento de euforia o contento? O por el lado contrario: de ser cierto el pregón, ¿no rozará lo sublime, lo divino, lo incomprensible de “tejas-abajo”?

Momento estelar? Revolución? Utopía? Paradoja? Cuento? Rebeldía en cuanto forma de decir que “no” aunque en ello –en decir que no- se contradiga eso que se da en llamar “lo políticamente correcto” y que no es otra cosa que llamar a las cosas por el nombre que les han puesto cuantos a sí mismos se llaman “progres”, y para los demás –todos los que no piensan del mismo modo o disienten- se les reservan los de “facha” o “carca”, suponiendo además que, al hablar así, aciertan sólo ellos? Pensemos que un rebelde no es un revolucionario en el sentido “guillotinesco” de la palabra. “Un rebelde –anota Albert Camus en El hombre rebelde (cap, 1º)- es un esclavo que ha recibido órdenes durante toda su vida y que juzga de pronto inaceptable una nueva orden”.

La revolución francesa pasa por ser el mito de todas las revoluciones; se la ha divinizado de tal modo, sobre todo por quienes no han profundizado en su verdadera historia, que asombra su hálito, Con luces sin duda, pero con más sombras que luces, con bienes indudables pero con excesos innegables, sería ingenuo negar que se impuso por la sangre y el terror. Es la de mayor fama y renombre; dudo que haya sido la más efectiva en la historia humana.
¿Revoluciones de verdad en la historia? Las que han cambiado su curso de arriba abajo; las que no se han quedado sólo en traer un cambio de época sino de era; las que imponen un ideario propio y distinto, no por la fuerza de las armas sino por el peso de sus principios y razones, de su coherencia con las innegables ansias de Absoluto del corazón humano, y de su razón también.

Una revolución, que sea roja y no blanca y que pretenda entrar bajo palio en la Iglesia, es –a parte de una infamia- una contradicción en los propios términos. Sería del mismo estilo que lo de predicar la violencia, el odio, la mentira, la guerra o la muerte poniendo por testigo a Dios o invocando su nombre. Y si en algún tiempo pudieron albergarse dudas e incluso certezas de lo contrario, hace tiempo también que, en la mayoría de los creyentes, crece la certeza de que el rojo no es el color de la paz, ni del amor siquiera aunque algunos se empeñen en vestir al amor de rojo al confundir seguramente la “fuerza del amor” con el “amor a la fuerza”, o sea, con las violencias –las que fueren- de acompañante.

El mensaje de Jesús en el Evangelio marcó, a mi ver, la mayor culminación de la historia humana, el momento quizás más estelar de la humanidad. Son muchos –historiadores y pensadores- los que se pasman y no aciertan a explicarse cómo un mensaje así -tan cuesta arriba, tan contra la corriente, tan aparentemente absurdo como cuando manda perdonar e incluso amar a los enemigos, fiarse de las obras y no tanto de las palabras, mirar con mejores ojos al óbolo de la viuda que a la munificencia del acaudalado, que no niega sitio en su reino a las prostitutas pero se lo pone duro a los fariseos- pudo imponerse, y sobre todo calar y durar-, en la granítica estructura del “orden romano”. Nadie se lo acierta a explicar mirando sólo desde la tierra…

¿Cabe mayor revolución en defensa de la libertad del hombre que la que marca ese mandato imperativo de “dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es suyo? Esto, refregado a las narices de unos emperadores que pretendían señorear la tierra y el cielo -todo junto-, manejar y controlar las conciencias como se manejan las cuentas corrientes o se cabildean las entretelas de los partidos políticos, ¿no suena a insólito, a desacostumbrado y, por tanto y puesto que históricamente ha cuajado, a estelar? ¿No sigue siendo acaso esa misma la voluntad de los modernos inventores de las religiones laicas, de las religiones sustitutorias, de querer manejar a su gusto la educación del niño o el joven, y no para que puedan ser hombres libres, sino adictos al partido a a la ideología de un lider, que quizás la tiene pero sin haberla digerido?

Ante la eterna dialéctica de las “revoluciones de guillotina” y las “revoluciones blancas”, siempre recuerdo la famosa frase de las Memorias de ultratumba, de R. de Chareaubriand, en que afirma con tajante rotundidad que Dios y la religión son el “único poder” ante el que doblar la rodilla “no envilece”.
No me cabe la menor duda de que el Evangelio de las Bienaventuranzas es parte esencial de la revolución, por supuesto blanca, que ha representado el mensaje cristiano en sus dos mil años de existencia y de rodaje. No me cabe duda, contando incluso con todos los fallos que -por culpa de los propios cristianos o de sus contrarios- ha podido tener el mensaje en su recorrido terrestre. Cosa lógica, por lo demás.
Revolución “blanca” y momento, el más estelar, de la humanidad. Dos mil años de rodaje, buscando en todo tiempo el buen rumbo y apoyando hasta lo imposible la fidelidad al mismo, dan fe de ello.

Este perfil es mi perfil dominical de hoy. La perspectiva desde la que visualizo esta mañana de domingo la lectura que la Iglesia de Cristo pone a la vista del creyente para incitarle a pensar, después de mirar y ver, de oír y escuchar, pero sobre todo de referir lo de ayer a lo de hoy y lo de ayer y hoy proyectarlo hacia un mañana que –estando a la vuelta de la esquina- reclama con urgencia dinamismo y no manos cruzadas.
Jean Guitton, en sus años de recluso en el campo nazi de Mailly primero y después en el de Joyerswerda, hombre de fe, dice cómo, para sobrellevar mejor las horas de infortunio e incertidumbre –de él y de los otros reclusos- no halló camino más directo que el de volcar su pensamiento e imaginación sobre el Nuevo Testamento, “un libro –como apunta él- que devalúa todos los demás libros del mundo”, a partir de su realidad y su circunstancia. De aquello nació –en papeles sueltos y borradores que más tarde repasaría- ese librito sugerente que se titula El Nuevo Testamento - Una lectura nueva” (Colección Alba. Ediciones Paulinas, Madrid, 1988). Privado de todo menos de su fe cristiana, “sin más luz que la de su pensamiento iluminado por la sensatez y por la fe”, sus “lecturas nuevas” -lejos de desmayarlo y menos adulterarlo- actualizan el mensaje de Jesús; el mismo de hace dos mil años, pero con la perenne urgencia de verlo con ojos de hoy para hombres y modos de vivir de hoy.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
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