Yo también confieso haber vivido
“Tempus fugit” – El tiempo se va de las manos con prisa de fugitivo. Un fugitivo redomado que no tiene asiento jamás, ni se compadece con las esperas y no da reposo. Aunque no sepamos definirlo, lo percibimos como algo nuestro cuando pasa. Lo vemos al mirarnos al espejo, en las arrugas de la frente, en esa cana inesperada y prematura. Lo sentimos en el peso de las piernas al subir una pendiente… Tampoco vemos el viento cuando agita las hojas pero vemos el árbol que se agita y dobla por sus embates… “Tempus fugit”. El tiempo pasa como fugitivo pertinaz que es y con él va cada uno de nosotros, de la mano, hacia metas sin tiempo…
Los libros de Memorias son, para mi gusto, la parte noble de esa literatura intimista que, si acierta y sabe conjuntar la humildad con la sinceridad y la verdad, alivia de los excesos de ficción o retórica de otros géneros literarios. Desde San Agustín a Rousseau y otros redactores de “memorias”, es posible asomarse al alma de los hombres y entrever sus entretelas sin quedarse en retóricas o ficciones, tan al uso. El fondo del alma no lo marcan con tanta verdad los libros de ciencia o de técnica ni los cantos épicos o los juegos florales sobre cualquier especie de belleza como ese volverse de cada uno hacia sí mismo y hacia sus pasos por la vida para encontrarse con lo que ningún otro ha visto y ni siquiera vislumbrado. Los libros de Memorias son los libros de huellas frescas de los pasos de cada hombre por su propia vida y eco veraz y no engañoso de sus vivencias o modos de apañar esa vida al ser de cada cual.
Para titular mis reflexiones de hoy, evoco unas Memorias célebres. Las repaso con frecuencia y me placen. Pablo Neruda titula el relato de su vida interior con la frase “Confieso que he vivido”. Allí mismo, en la Isla Negra de sus recogimientos y sensaciones profundas, sentí de cerca las vibraciones de un alma que, como todas las almas, al volverse ermitaña y contemplativa, sobrevuela las arideces de todos los páramos y las vulgaridades de los tópicos y los caminos trillados. El rótulo que encabeza estos apuntes de mi vida va a ser este día el vector proyectivo de mis reflexiones de hoy-
Unos pocos hitos de una vida.
* Mi pueblo. Nací -un día como hoy- en mi querido pueblo berciano. Mis primeros pasos los di por sus calles y caminos.
No es que sea un don especial ni un privilegio ser de pueblo, como tampoco lo es ser de ciudad. Prefiero de todos modos ser de pueblo si lo otro, ser de ciudad, diera bula para mirar a los demás por encima del hombro y creerse mejores, más listos o más venturosos por el hecho de haber nacido en tal o cuál urbe.
Mi pueblo, para mí, es el mejor de los pueblos; pero sin que desdeñe ni tenga a menos la bondad o belleza de cualquier otro pueblo o ciudad. Mi pueblo no tiene palmeras como el de Nino Bravo, ni tiene grandes almacenes o grandes avenidas o rascacielos gigantes. Tiene –como casi todos los pueblos- aires puros, fuentes claras, un río que entonces bajaba negro por el carbón de las minas; tiene castaños, robledales, encinares y chopos erguidos poblando a millares la ribera del Boeza; y tiene también un gran convento de monjas cistercienses que le da nombre y alcurnia. Pero tiene para mí, sobre todo, la gracia sin par de ser mi pueblo
* Mis padres y familia. Ellos han sido lo mejor que me han deparado Dios y los hombres. Mi familia y, en ella, mis padres. De mis padres, hay un dato curioso que creo ha de merecer un primer realce: a mi madre siempre de tú la tratamos mi hermano y yo, y a mi padre, siempre de usted, aunque los dos, al unísono, fueron siempre cariño puro hacia nosotros. Hay cosas que no se saben explicar y este curioso detalle puede ser una de ellas.
Mi padre trabajó toda su vida en la Minero de Ponferrada lavando el carbón; y, al regresar del trabajo, seguía trabajando horas y horas para sacar adelante a la familia.
Mi madre, era en casa la jefa y, fuera de casa, una trabajadora más al lado de mi padre.
Otra curiosidad he de resaltar en ellos. Era frecuente verlos metidos en regaños y reproches mutuos y sin embargo nunca, ni un solo momento, podían prescindir el uno del otro.. Eso sí –como en el sabio consejo de El profeta- dejaban correr el aire entre los dos para no para seguir siendo personas a pesar de los vínculos. Ejemplo de todo lo bueno fueron para mí Santiago y Jacoba; sin ellos, mi vida y mi vivir no hubieran podido ser lo que han sido. Nunca entró la política en nuestra casa. Nunca vimos langosta en la mesa, pero no nos faltó el pan. Nunca soñamos con ser más que nadie, pero siempre aspiramos a ser lo más que pudiéramos ser con nuestro esfuerzo y dentro de nuestras capacidades y posibilidades.
Estos principios que nos inculcaron desde niños nos dieron esa felicidad suprema del que se contenta con lo que tiene, aunque sin dejar nunca de aspirar a ser más para tener más.
* Mis maestros de infancia. Tres referentes señalaría en este plano; tres puntales del futuro: don Alejandro, el párroco; sor Angelines, la abadesa del convento; y don Julio, el maestro de la escuela. De don Alejandro aprendí sobre todo el catecismo, varias lecciones de gramática parda y, más tarde, a jugar al tresillo. De sor Angelines –una gran mujer de acción en un convento de contemplativas- aprendí a ver cómo, hasta desde la sombra, los hombres y las mujeres pueden estar en todo el mundo. Y de don Julio, el recordado maestro de la escuela del pueblo, aprendí, con las primeras letras, a preferir el saber y a tomar conciencia de que, aún siendo de pueblo, se puede aspirar a lo mismo a que puedan aspirar los que son de ciudad.
* Mi seminario en Astorga. Duros fueron aquellos años, en todos los órdenes. Los años llamados del hambre y la post-guerra, de los sabañones en los dedos de la mano y a veces en las orejas, de la rígida disciplina y la vigencia literal del refrán de “la letra con sangre entra”.
Sin embargo, solo gracias he de dar a Dios por aquellos años en que la forja del cuerpo servía espléndidamente para forjar el alma y fajarse bien para no ir por la vida ni a salto de mata, ni a caballo de malandrines, y curtirse a modo para no ser tan cambiantes como las veletas ni tan quietos y parados como los tarugos.
Vistos desde mi vida entera, no me pesan nada aquellos años duros. Nos avezaron a vivir con poco y con mucho, con todo y con nada. Eso sí, nos enseñaron también a no resignarnos jamás ni a ser “carne de cañón” como suele decirse, ni a dejar de aspirar a cosas mejores.
* Comillas. Tres años en la villa cántabra para estudiar el Derecho canónico, hacer la licenciatura y preparar el doctorado.
Otro panorama. Por primera vez divisaron mis ojos el mar. Desde aquella “casona” de la universidad, cada mañana, al admirar su inmensidad y grandeza, nuevos horizontes se presentían desde los fondos del alma. Mirando al mar, se sueña sin querer; desde la espuma blanca de las olas apacibles, desde las arenas rubias de las playas o el erecto perfil de los acantilados; desde las galernas y las calmas... Estas insinuantes vistas y contemplaciones puras hacen soñar y andar. Años benéficos fueron sin duda los vividos allí.
* Sigüenza. Era en agosto de 1956. En el correo de la tarde hasta Madrid y desde Madrid -en el Taf de entonces- hasta Sigüenza, con dos maletas de cartón, una en cada mano, al modo de un explorador más y el trotamundos que fui desde entonces.
A media tarde, con el sol asaeteando las horas –como dice Ortega, me vi ante el entonces obispo de Sigüenza –al que ni de vista conocía- para sorprenderme ante un nuevo panorama: vicario general, secretario del obispo, profesor del seminario…
Comenzaba el Concilio y el primer año del mismo viví la experiencia de tener que hacer de obispo sin ser obispo. Quizás esa prematura experiencia me vacunó y curó de otros antojos que suelen acechar en casos así.
Sigüenza fue para mí un comenzar a vivir a tope los azares de un destete, lejos de los míos y de las raíces, a la mano de otras tierras y otros hombres, sin conocer a nadie pero a todos, con pocos años para tamaña tarea, pero sin faltar esa ilusión ingenua que da la poca edad y un plus de sueños de juventud. Me equivocaría muchas veces, seguro, pero los errores, como se sabe, si se reflexionan y auto-critican, sirven para andar más listos y no tropezar dos veces en la misma piedra.
En aquella Sigüenza de mi juventud, la enigmática mirada y apostura alabastrina del Doncel –idealismo y melancolía- se contrastaron en mí con la leyenda –a ras de tierra— que subtitulaba el rótulo de la farmacia Relaño, “las mejores vitaminas salen de las cocinas”. Eso fue Sigüenza para mí, un fugaz ideal servido en vasos de un realismo serio. Un buen aprendizaje vital.
* San Sebastián. Más a tope todavía y en nuevos escenarios. De la meseta a la costa de nuevo y la prevención por delante de que, allí, los de fuera no eran bien recibidos..
Bastantes años en Donosti me abrieron a otro modo de sentir y de ver, de pensar y de vivir. Me enseñaron mucho y me curtieron más. Movimientos de ideas para todos los gustos arribaron a mis orillas y eso me ayudó a no cerrar el paso a ninguna sin antes contrastarlas con mis principios. Aquel mar abierto, como ya en Comillas presintiera aunque de otro modo y en otras direcciones, me puso a la vista los cuatro puntos cardinales de la vida y de la historia y me propuse no dejar de mirar a todos ellos, valorarlos y decidir lo que mi saber y entender supusieran ser lo mejor.
Donosti fue maduración y aire de frontera. Aquellos avatares, en tiempos revueltos, jalonaron mi vida esos años, felices para mí, a pesar de todos los pesares, que también los hubo.
Como no es posible, en este recuento breve de mi vida, resumir en poco los cientos y quizá miles de anécdotas y vivencias nuevas y más vivas de lo que fueran todas las anteriores, dos recordaré tan sólo y de las primeras que salieron al paso nada más llegar. Queden otras para otros días.
La tarde de la toma de posesión del obispado en nombre del obispo que habría de entrar en la sede un mes más tarde, el canónigo don Bernardo Unanue Ulacia –maestrescuela- debió verme cariacontecido y temeroso o preocupado. Al entrar en la sacristía de los canónigos –finalizado el acto, me tomó a parte y, con sus manos en mis hombros y mirándome a los ojos con aquella hombría mayor que desbordaba sus ojos, me dijo rotundo “No tengas miedo, chaval, –tenía yo entonces muy poco más de 30 años- que aquí ladramos mucho pero mordemos bastante menos de lo que ladramos”. Nunca olvidé aquello y la experiencia me fue diciendo después que aquel amigo entonces desconocido entonces tenía bastante razón.
Aquellos días, hasta la entrada solemne del obispo, me hospedaba en las Reparadoras de la calle Easo. Una tarde, en que pasaba el reto leyendo un libro en la sala común de la hospedería, se acercaron dos señoras mayores a conversar conmigo. Hablando de mil cosas –yo era novato en casi todo lo de allí-, en un momento dado, una de ellas. como advirtiéndome del terreno que pisaba, me dijo esta frase que ya nunca dejaría de servirme para saber pisar ese terreno: “Mire usted. Nosotros, los vascos, como la lana; cuanto más apaleada, más hueca”. Para mí, que soy de pueblo, y de niño mil veces vi a mi abuela esquilar las ovejas, batanear la lana hasta dejarla blanca y limpia y apalearla después para que cogiera cuerpo y se esponjara, aquella nítida imagen nunca me ha dejado y –aún ahora- me sirve para catalogar algunos nacionalismos empeñados en hacer del ”victimismo” una coartada para sus delirios de superioridad.
A distinguir los colores y a preferir el verde claro, a madurar, en una palabra, aprendí en mis años –muy gratos, por cierto-, de más gozos que pesares, vividos en Euskadi.
* La Rota española, a finales de 1975, supuso un nuevo hito en mi vida. La carta del nuncio Dadaglio no daba muchas opciones de resistencia a la propuesta de ser juez-auditor de dicho tribunal canónico. Al aceptar, se abría para mí una etapa nueva –larga esta vez de casi 35 años- para vérmelas con unos procesos –los de nulidad matrimonial en la Iglesia- tan dramáticos existencialmente como complejos y delicados jurídicamente.
Era entonces un auténtico “campo de minas” el de las “nulidades” matrimoniales. Fueron muchos los avatares, muchas las preocupaciones y no menores ni de menor empaque las vivencias de tantos años. No es posible en este momento detallar el porqué, Podrían escribirse libros sobre las razones y las sinrazones que operaban en aquella coyuntura histórica en que, a todas horas, lo mejor era enemigo de lo bueno y hasta lo bueno resultaba sospechoso.
Dejemos, pues, en el aire, por hoy, entrar más en el fondo de aquella circunstancia tan germinal y prometedora como efervescente y compleja de nuestra historia moderna. Sólo diré que el día en que, civilmente, fue aprobada en España la primera ley del divorcio, más de uno sentimos cierto alivio al pensar que ello pondría más verdad en las demandas de nulidad y menos hipocresía y mentira, porque los que pidieran la nulidad lo harían en conciencia y los que tuvieran dudas irían hacia el divorcio civil.
Fueron años y años de agobios procesales. Las críticas y censuras a los tribunales eran continuas y se les acusaba de todo, desde eternizarse las causas hasta de ser un coto al servicio de ricos y famosos. Nunca lo vi de este modo, en lo segundo especialmente y puedo decir, en honor a la verdad, que me pidieron muchos que se agilizasen los procesos (con toda razón), pero nadie –ni dentro ni fuera de la Iglesia- me insinuó siquiera que se diera la sentencia en uno u otro sentido.
En este ensayo, como vivencia única (entre las miles que pudiera reflejar) reseñaría la de aquel hombre que, al declarar judicialmente, dijo una frase de las que no se olvidan porque hacen pensar y adoctrinan ante la cruda realidad: “Lamento el día en que me casé. Reconozco que el matrimonio no es para mí”. Muchas veces, al rememorarla, me vuelvo a la idea de Chesterton según la cual no es el matrimonio lo que ha de considerarse atrasado o inservible para estos tiempos, sino la poca talla humana –y en los matrimonios canónicos, cristiana- lo que impide a muchos adaptarse a su grandeza y fines.
Amigos. Hoy, al cumplir años y mirar atrás, no es ni nostalgia ni sentimiento de pesar lo que bate mi alma. Es gana de gritar desde la cofia del barco –con Neruda y otros muchos que lo han hecho igual que él sin escribir sus “memorias”- “Yo también confieso que he vivido”.
Y lo de “vivir” lo tomo en este momento de mi vida como conciencia de ser alguien por ser hombre; de creer en algo por no ser bestia; de moverme por algo para no ser vegetal; y de seguir aún con ganas de atisbar la realidad y de rebelarme incluso para no ser piedra. Hasta de soñar incluso para que nadie pueda decirte que ya estás muerto.
“Tempus fugit” El tiempo nos lleva en volandas al paso de su incesante discurrir. ¿Hacia dónde? Esa es otra cuestión y no de hoy sino de cualquier día. ¿Hacia la nada, como tantos piensan y creen? No lo acepto porque no me resigno, siendo hombre, a ser “nada”. ¿Hacia Dios? Eso sí, lo creo. Y por eso, para mí, lo de “tempus fugit” no me destempla ni desespera sino que pone alas para ir de su mano hasta otros horizontes, en que ni las sombras ennegrezcan, ni las nubes corten la luz, ni las olas coarten las ganas de volar.
Los libros de Memorias son, para mi gusto, la parte noble de esa literatura intimista que, si acierta y sabe conjuntar la humildad con la sinceridad y la verdad, alivia de los excesos de ficción o retórica de otros géneros literarios. Desde San Agustín a Rousseau y otros redactores de “memorias”, es posible asomarse al alma de los hombres y entrever sus entretelas sin quedarse en retóricas o ficciones, tan al uso. El fondo del alma no lo marcan con tanta verdad los libros de ciencia o de técnica ni los cantos épicos o los juegos florales sobre cualquier especie de belleza como ese volverse de cada uno hacia sí mismo y hacia sus pasos por la vida para encontrarse con lo que ningún otro ha visto y ni siquiera vislumbrado. Los libros de Memorias son los libros de huellas frescas de los pasos de cada hombre por su propia vida y eco veraz y no engañoso de sus vivencias o modos de apañar esa vida al ser de cada cual.
Para titular mis reflexiones de hoy, evoco unas Memorias célebres. Las repaso con frecuencia y me placen. Pablo Neruda titula el relato de su vida interior con la frase “Confieso que he vivido”. Allí mismo, en la Isla Negra de sus recogimientos y sensaciones profundas, sentí de cerca las vibraciones de un alma que, como todas las almas, al volverse ermitaña y contemplativa, sobrevuela las arideces de todos los páramos y las vulgaridades de los tópicos y los caminos trillados. El rótulo que encabeza estos apuntes de mi vida va a ser este día el vector proyectivo de mis reflexiones de hoy-
Unos pocos hitos de una vida.
* Mi pueblo. Nací -un día como hoy- en mi querido pueblo berciano. Mis primeros pasos los di por sus calles y caminos.
No es que sea un don especial ni un privilegio ser de pueblo, como tampoco lo es ser de ciudad. Prefiero de todos modos ser de pueblo si lo otro, ser de ciudad, diera bula para mirar a los demás por encima del hombro y creerse mejores, más listos o más venturosos por el hecho de haber nacido en tal o cuál urbe.
Mi pueblo, para mí, es el mejor de los pueblos; pero sin que desdeñe ni tenga a menos la bondad o belleza de cualquier otro pueblo o ciudad. Mi pueblo no tiene palmeras como el de Nino Bravo, ni tiene grandes almacenes o grandes avenidas o rascacielos gigantes. Tiene –como casi todos los pueblos- aires puros, fuentes claras, un río que entonces bajaba negro por el carbón de las minas; tiene castaños, robledales, encinares y chopos erguidos poblando a millares la ribera del Boeza; y tiene también un gran convento de monjas cistercienses que le da nombre y alcurnia. Pero tiene para mí, sobre todo, la gracia sin par de ser mi pueblo
* Mis padres y familia. Ellos han sido lo mejor que me han deparado Dios y los hombres. Mi familia y, en ella, mis padres. De mis padres, hay un dato curioso que creo ha de merecer un primer realce: a mi madre siempre de tú la tratamos mi hermano y yo, y a mi padre, siempre de usted, aunque los dos, al unísono, fueron siempre cariño puro hacia nosotros. Hay cosas que no se saben explicar y este curioso detalle puede ser una de ellas.
Mi padre trabajó toda su vida en la Minero de Ponferrada lavando el carbón; y, al regresar del trabajo, seguía trabajando horas y horas para sacar adelante a la familia.
Mi madre, era en casa la jefa y, fuera de casa, una trabajadora más al lado de mi padre.
Otra curiosidad he de resaltar en ellos. Era frecuente verlos metidos en regaños y reproches mutuos y sin embargo nunca, ni un solo momento, podían prescindir el uno del otro.. Eso sí –como en el sabio consejo de El profeta- dejaban correr el aire entre los dos para no para seguir siendo personas a pesar de los vínculos. Ejemplo de todo lo bueno fueron para mí Santiago y Jacoba; sin ellos, mi vida y mi vivir no hubieran podido ser lo que han sido. Nunca entró la política en nuestra casa. Nunca vimos langosta en la mesa, pero no nos faltó el pan. Nunca soñamos con ser más que nadie, pero siempre aspiramos a ser lo más que pudiéramos ser con nuestro esfuerzo y dentro de nuestras capacidades y posibilidades.
Estos principios que nos inculcaron desde niños nos dieron esa felicidad suprema del que se contenta con lo que tiene, aunque sin dejar nunca de aspirar a ser más para tener más.
* Mis maestros de infancia. Tres referentes señalaría en este plano; tres puntales del futuro: don Alejandro, el párroco; sor Angelines, la abadesa del convento; y don Julio, el maestro de la escuela. De don Alejandro aprendí sobre todo el catecismo, varias lecciones de gramática parda y, más tarde, a jugar al tresillo. De sor Angelines –una gran mujer de acción en un convento de contemplativas- aprendí a ver cómo, hasta desde la sombra, los hombres y las mujeres pueden estar en todo el mundo. Y de don Julio, el recordado maestro de la escuela del pueblo, aprendí, con las primeras letras, a preferir el saber y a tomar conciencia de que, aún siendo de pueblo, se puede aspirar a lo mismo a que puedan aspirar los que son de ciudad.
* Mi seminario en Astorga. Duros fueron aquellos años, en todos los órdenes. Los años llamados del hambre y la post-guerra, de los sabañones en los dedos de la mano y a veces en las orejas, de la rígida disciplina y la vigencia literal del refrán de “la letra con sangre entra”.
Sin embargo, solo gracias he de dar a Dios por aquellos años en que la forja del cuerpo servía espléndidamente para forjar el alma y fajarse bien para no ir por la vida ni a salto de mata, ni a caballo de malandrines, y curtirse a modo para no ser tan cambiantes como las veletas ni tan quietos y parados como los tarugos.
Vistos desde mi vida entera, no me pesan nada aquellos años duros. Nos avezaron a vivir con poco y con mucho, con todo y con nada. Eso sí, nos enseñaron también a no resignarnos jamás ni a ser “carne de cañón” como suele decirse, ni a dejar de aspirar a cosas mejores.
* Comillas. Tres años en la villa cántabra para estudiar el Derecho canónico, hacer la licenciatura y preparar el doctorado.
Otro panorama. Por primera vez divisaron mis ojos el mar. Desde aquella “casona” de la universidad, cada mañana, al admirar su inmensidad y grandeza, nuevos horizontes se presentían desde los fondos del alma. Mirando al mar, se sueña sin querer; desde la espuma blanca de las olas apacibles, desde las arenas rubias de las playas o el erecto perfil de los acantilados; desde las galernas y las calmas... Estas insinuantes vistas y contemplaciones puras hacen soñar y andar. Años benéficos fueron sin duda los vividos allí.
* Sigüenza. Era en agosto de 1956. En el correo de la tarde hasta Madrid y desde Madrid -en el Taf de entonces- hasta Sigüenza, con dos maletas de cartón, una en cada mano, al modo de un explorador más y el trotamundos que fui desde entonces.
A media tarde, con el sol asaeteando las horas –como dice Ortega, me vi ante el entonces obispo de Sigüenza –al que ni de vista conocía- para sorprenderme ante un nuevo panorama: vicario general, secretario del obispo, profesor del seminario…
Comenzaba el Concilio y el primer año del mismo viví la experiencia de tener que hacer de obispo sin ser obispo. Quizás esa prematura experiencia me vacunó y curó de otros antojos que suelen acechar en casos así.
Sigüenza fue para mí un comenzar a vivir a tope los azares de un destete, lejos de los míos y de las raíces, a la mano de otras tierras y otros hombres, sin conocer a nadie pero a todos, con pocos años para tamaña tarea, pero sin faltar esa ilusión ingenua que da la poca edad y un plus de sueños de juventud. Me equivocaría muchas veces, seguro, pero los errores, como se sabe, si se reflexionan y auto-critican, sirven para andar más listos y no tropezar dos veces en la misma piedra.
En aquella Sigüenza de mi juventud, la enigmática mirada y apostura alabastrina del Doncel –idealismo y melancolía- se contrastaron en mí con la leyenda –a ras de tierra— que subtitulaba el rótulo de la farmacia Relaño, “las mejores vitaminas salen de las cocinas”. Eso fue Sigüenza para mí, un fugaz ideal servido en vasos de un realismo serio. Un buen aprendizaje vital.
* San Sebastián. Más a tope todavía y en nuevos escenarios. De la meseta a la costa de nuevo y la prevención por delante de que, allí, los de fuera no eran bien recibidos..
Bastantes años en Donosti me abrieron a otro modo de sentir y de ver, de pensar y de vivir. Me enseñaron mucho y me curtieron más. Movimientos de ideas para todos los gustos arribaron a mis orillas y eso me ayudó a no cerrar el paso a ninguna sin antes contrastarlas con mis principios. Aquel mar abierto, como ya en Comillas presintiera aunque de otro modo y en otras direcciones, me puso a la vista los cuatro puntos cardinales de la vida y de la historia y me propuse no dejar de mirar a todos ellos, valorarlos y decidir lo que mi saber y entender supusieran ser lo mejor.
Donosti fue maduración y aire de frontera. Aquellos avatares, en tiempos revueltos, jalonaron mi vida esos años, felices para mí, a pesar de todos los pesares, que también los hubo.
Como no es posible, en este recuento breve de mi vida, resumir en poco los cientos y quizá miles de anécdotas y vivencias nuevas y más vivas de lo que fueran todas las anteriores, dos recordaré tan sólo y de las primeras que salieron al paso nada más llegar. Queden otras para otros días.
La tarde de la toma de posesión del obispado en nombre del obispo que habría de entrar en la sede un mes más tarde, el canónigo don Bernardo Unanue Ulacia –maestrescuela- debió verme cariacontecido y temeroso o preocupado. Al entrar en la sacristía de los canónigos –finalizado el acto, me tomó a parte y, con sus manos en mis hombros y mirándome a los ojos con aquella hombría mayor que desbordaba sus ojos, me dijo rotundo “No tengas miedo, chaval, –tenía yo entonces muy poco más de 30 años- que aquí ladramos mucho pero mordemos bastante menos de lo que ladramos”. Nunca olvidé aquello y la experiencia me fue diciendo después que aquel amigo entonces desconocido entonces tenía bastante razón.
Aquellos días, hasta la entrada solemne del obispo, me hospedaba en las Reparadoras de la calle Easo. Una tarde, en que pasaba el reto leyendo un libro en la sala común de la hospedería, se acercaron dos señoras mayores a conversar conmigo. Hablando de mil cosas –yo era novato en casi todo lo de allí-, en un momento dado, una de ellas. como advirtiéndome del terreno que pisaba, me dijo esta frase que ya nunca dejaría de servirme para saber pisar ese terreno: “Mire usted. Nosotros, los vascos, como la lana; cuanto más apaleada, más hueca”. Para mí, que soy de pueblo, y de niño mil veces vi a mi abuela esquilar las ovejas, batanear la lana hasta dejarla blanca y limpia y apalearla después para que cogiera cuerpo y se esponjara, aquella nítida imagen nunca me ha dejado y –aún ahora- me sirve para catalogar algunos nacionalismos empeñados en hacer del ”victimismo” una coartada para sus delirios de superioridad.
A distinguir los colores y a preferir el verde claro, a madurar, en una palabra, aprendí en mis años –muy gratos, por cierto-, de más gozos que pesares, vividos en Euskadi.
* La Rota española, a finales de 1975, supuso un nuevo hito en mi vida. La carta del nuncio Dadaglio no daba muchas opciones de resistencia a la propuesta de ser juez-auditor de dicho tribunal canónico. Al aceptar, se abría para mí una etapa nueva –larga esta vez de casi 35 años- para vérmelas con unos procesos –los de nulidad matrimonial en la Iglesia- tan dramáticos existencialmente como complejos y delicados jurídicamente.
Era entonces un auténtico “campo de minas” el de las “nulidades” matrimoniales. Fueron muchos los avatares, muchas las preocupaciones y no menores ni de menor empaque las vivencias de tantos años. No es posible en este momento detallar el porqué, Podrían escribirse libros sobre las razones y las sinrazones que operaban en aquella coyuntura histórica en que, a todas horas, lo mejor era enemigo de lo bueno y hasta lo bueno resultaba sospechoso.
Dejemos, pues, en el aire, por hoy, entrar más en el fondo de aquella circunstancia tan germinal y prometedora como efervescente y compleja de nuestra historia moderna. Sólo diré que el día en que, civilmente, fue aprobada en España la primera ley del divorcio, más de uno sentimos cierto alivio al pensar que ello pondría más verdad en las demandas de nulidad y menos hipocresía y mentira, porque los que pidieran la nulidad lo harían en conciencia y los que tuvieran dudas irían hacia el divorcio civil.
Fueron años y años de agobios procesales. Las críticas y censuras a los tribunales eran continuas y se les acusaba de todo, desde eternizarse las causas hasta de ser un coto al servicio de ricos y famosos. Nunca lo vi de este modo, en lo segundo especialmente y puedo decir, en honor a la verdad, que me pidieron muchos que se agilizasen los procesos (con toda razón), pero nadie –ni dentro ni fuera de la Iglesia- me insinuó siquiera que se diera la sentencia en uno u otro sentido.
En este ensayo, como vivencia única (entre las miles que pudiera reflejar) reseñaría la de aquel hombre que, al declarar judicialmente, dijo una frase de las que no se olvidan porque hacen pensar y adoctrinan ante la cruda realidad: “Lamento el día en que me casé. Reconozco que el matrimonio no es para mí”. Muchas veces, al rememorarla, me vuelvo a la idea de Chesterton según la cual no es el matrimonio lo que ha de considerarse atrasado o inservible para estos tiempos, sino la poca talla humana –y en los matrimonios canónicos, cristiana- lo que impide a muchos adaptarse a su grandeza y fines.
Amigos. Hoy, al cumplir años y mirar atrás, no es ni nostalgia ni sentimiento de pesar lo que bate mi alma. Es gana de gritar desde la cofia del barco –con Neruda y otros muchos que lo han hecho igual que él sin escribir sus “memorias”- “Yo también confieso que he vivido”.
Y lo de “vivir” lo tomo en este momento de mi vida como conciencia de ser alguien por ser hombre; de creer en algo por no ser bestia; de moverme por algo para no ser vegetal; y de seguir aún con ganas de atisbar la realidad y de rebelarme incluso para no ser piedra. Hasta de soñar incluso para que nadie pueda decirte que ya estás muerto.
“Tempus fugit” El tiempo nos lleva en volandas al paso de su incesante discurrir. ¿Hacia dónde? Esa es otra cuestión y no de hoy sino de cualquier día. ¿Hacia la nada, como tantos piensan y creen? No lo acepto porque no me resigno, siendo hombre, a ser “nada”. ¿Hacia Dios? Eso sí, lo creo. Y por eso, para mí, lo de “tempus fugit” no me destempla ni desespera sino que pone alas para ir de su mano hasta otros horizontes, en que ni las sombras ennegrezcan, ni las nubes corten la luz, ni las olas coarten las ganas de volar.