José de Segovia Umbral y la pérdida de un hijo
El más singular columnista del tardofranquismo y la transición sigue siendo un misterio. Después de escribir miles de artículos, no se sabía cómo se llamaba en realidad, ni cuándo había nacido.
| José de Segovia José de Segovia
El personaje se confunde a veces con la persona. “Nunca se sabía si hablaba en ficción o hablaba de verdad, lo mezclaba todo”, dice Raúl del Pozo respecto a Francisco Umbral (1935-2007) al principio del documental Anatomía de un Dandy –estrenado en las salas en plena pandemia y ahora disponible en la plataforma Filmin–. El más singular columnista del Tardofranquismo y la Transición sigue siendo un misterio. Después de escribir miles de artículos, fundamentalmente sobre sí mismo, no se sabía cómo se llamaba en realidad, ni cuándo había nacido. Y aún hay todavía gente que se sorprende cómo algunos pueden ocultar una doble vida. La verdad es que no conocemos a nadie.
Amparado por el Premio Nobel de Literatura Camilo José Cela (1916-2002), Umbral compartía con él ese sentido belicoso de la literatura. Era uno de los pocos escritores que no criticaba. Su imagen friolera con abrigo y bufanda incluso en pleno verano, cuello de cisne y siempre con pelo largo, crea un personaje muy bien descrito en el documental. En una de esas magistrales entrevistas que hacía Joaquín Soler Serrano en TVE se le ve tal y como era, evasivo, pendiente de la cámara y comiendo una manzana. Reconoce que no bebe alcohol, ni fuma, porque le “interesan otras cosas, que generalmente están prohibidas”. Me fascinaba la imagen que daba en televisión y le pedí en 1977, de regalo a la tía con la que me solía quedar temporadas en su casa, un libro que acababa de publicar Umbral, La noche que llegué al Café Gijón.
Enamorado de su madre, descubre los libros con ella en medio de las inmensas privaciones que sufre en una Valladolid dominada por la Falange y el catolicismo-romano. Aprende a escribir a máquina con dos dedos a una velocidad increíble, como hacían los periodistas entonces. Era tan prolífico que, como dice, parecía que escribiendo “disfrutaba casi pecaminosamente”. En su obra se une el periodismo y la literatura, ya que sus novelas son prácticamente libros de memorias, que abarcan desde la guerra civil hasta la Transición, formando una completa crónica de la vida en España el pasado siglo.
Mortal y Rosa
Siempre ocurrente, cínico y provocador, su carácter se fue haciendo cada vez más amargo, pero no todo en él era pose. Rosa Montero le recuerda con cariño en el documental como alguien que vio “como una persona muy herida, necesitado del amor y reconocimiento de los demás”. Uno de sus libros más honestos es Mortal y rosa. En él encontramos un relato escalofriante y conmovedor, que nos desvela la muerte de su único hijo. Esta tragedia marcó toda su vida. Ahora sus cenizas están junto a los restos de su hijo en el Cementerio Civil de Madrid
Bajo el título de estos versos de Salinas, en Mortal y rosa, Umbral hace una obra íntima y extraña, que es quizás la más sorprendente de su larga y prolífica carrera. Se trata de una novela lírica, casi un poema en prosa, que forma un diario atípico, incluso un ensayo filosófico, que narra su desgarrador viaje introspectivo hacia el sentido de la existencia, tras enterrar a su hijo. En este estremecedor recuerdo, Umbral se libera de todo artificio, en un relato desnudo que nos enfrenta a su verdadera persona.
Vivir en el vacío
“¿De qué he posado yo en la vida? De quinqui, de dandy, de golfo, de revolucionario, de todo”, confiesa. “Y eso es lo que quieren que uno haga su papel”. Porque “estamos todos aquí tan perdidos, tan sin destino”, que “la humanidad necesita el ejemplo de los grandes, de los decididos, de los triunfadores, de los gloriosos, de los que parece que tienen destino, aunque tampoco lo tengan”. Es “por eso”, que “cuando vienen a verme o me llevan a que me vean, procuro dar sensación de seguridad”. Ya que “lo que más fascina a esa humanidad indecisa es la decisión, aunque sea fingida”. Porque “mueve más una mentira firme que una verdad pensativa”.
Ante la muerte, el escritor cree que “lo que nos aterra de la calavera es descubrir que es también una máscara, la máscara que se pone la nada”. Así que si la vida “no cuesta nada” es “porque no sirve para nada”. Para él, “la única verdad posible” ha sido la vida y la muerte de su hijo. Y ante ella ha optado “por el autoengaño” de ser “inauténtico para siempre”. Por eso nos dice: “No creáis nada de lo que diga, nada de lo que escriba: soy un farsante”. Para Umbral, “la vida es mala porque está hecha sobre una farsa fundamental, que es el presupuesto para seguir viviendo”. ¿Significa eso que hay un vacío en su vida? No, porque “vivimos en el vacío”.
La soledad de la muerte
¿Y Dios? Bueno, “a veces necesitaría a Dios”, dice Umbral, “para culparle de lo que me pasa, del dolor de mi hijo”. Pero eso sería “otra forma de fe”. Ya que para él, “los dioses viven en gran medida de la indignación de los hombres”. El autor cree que “el dolor humano parece una negación de Dios, pero en realidad es su más firme sustento”. Puesto que “sin el dolor, Dios no sería tan necesario como consuelo, y sobre todo como indignación”. Así que “la indignación superada, asumida, sublimada, es ya la fe”. Pero Umbral dice: “Yo, de momento, no he necesitado a Dios para desesperarme”. Ya que “he llegado a esa edad”, escribe, “en que todo está tan claro que ya no cabe seguir engañándose”. Puesto que “todos sabemos dónde está el bien y cómo tendría que ser el mundo para resultar menos indigno y menos injusto”. No tenemos excusa, “ya no hay de por medio ideologías confusas ni teologías complicantes, como en el pasado”. Así que “si esto no se arregla es porque al hombre no le da la gana”.
Su sinceridad te lleva a las lágrimas al leer las últimas páginas, que dirige a su hijo: “Eras, eres, la única verdad que encuentro en mí, sólo me queda tu recuerdo, para no serme totalmente despreciable a mí mismo”. Ahora, “el universo no tiene otro argumento que la crueldad, ni otra lógica que la estupidez”. Pero “lo más desolador es que ni en la muerte nos encontraremos”, porque “cada cual se queda en su muerte para siempre”. Ya que solo hay un reencuentro posible. Es cuando salimos de nosotros mismos para encontrar nuestra vida en Cristo. Entonces el morir es ganancia (Filipenses 1:21).
Libres de toda máscara, estaremos ante Aquel que ya no nos ve tal y como somos, sino en el amor del Padre por su único Hijo, que se entregó una vez por nosotros, sufriendo el abandono de una muerte terrible en la que clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Lejos del amor del Padre padeció su ausencia para que aquellos que vivimos por Él nunca volvamos a estar solos.