José de Segovia La amenaza invisible
El cine muestra muchos ejemplos de virus que afectan al ser humano invadiendo el organismo y produciendo epidemias devastadoras que nos recuerdan nuestra fragilidad y vulnerabilidad.
| José de Segovia José de Segovia
“Nada se expande como el miedo”. Así se anunciaba Contagio (2011), una de las películas que predice una pandemia como la del coronavirus. Hace tiempo que el cine imagina el pánico que produce una amenaza invisible, por lo microscópica, ya que mata desde dentro. Son historias que muestran el temor ancestral a la debilidad y muerte dolorosa, que viene por el contagio.
Es cierto que la mayoría del cine de epidemias víricas está relacionado con mutaciones aberrantes, como los relatos de zombis o de terrorismo con armas biológicas y químicas, pero otras películas tienen más que ver con la que está pasando ahora con el COVID-19. Pestes y epidemias han acompañado al ser humano a lo largo de toda la Historia. El cine así lo refleja, como muestra el estudio de Monserrat Hormigos sobre el Apocalipsis encarnado: De pandemias y bioterrorismo en el libro sobre El cine del fin del mundo: Apocalipsis ya, coordinado por Carlos Arenas (Sendemá, Valencia, 2011).
Muchas de estas historias hacen referencia a la obra de Camus, La peste (1947), que se desarrolla en la prefectura francesa de la costa de Argel en los años cuarenta, pero clásicos como El séptimo sello (1957) nos llevan incluso a la peste negra en la Suecia del siglo XVI, cuando el caballero que interpretó el ahora fallecido Max von Sydow regresa de las Cruzadas. La presencia de la muerte es tan real en ambas historias, que adquiere incluso forma física en la partida de ajedrez rodada en la playa de Hovs Sallar –donde ahora una placa de la Academia de Cine Europeo recuerda la película de Bergman–.
En apenas seis años, entre 1346 y 1352, se calcula que murieron veinte millones de personas en Europa, como consecuencia de la peste negra o bubónica, que aparece en el cine hasta en mitos vampíricos como el Nosferatu de Murnau (1922) –ya que el conde va en la bodega del barco con ratas con pulgas como las que transmiten la enfermedad, que se alimentan de sangre y produce muertes aparentes– pero hay peste neumónica –que provoca la muerte en 48 horas y se transmite por el aire de persona a persona– hasta en el cine negro de Pánico en las calles (1950) de Kazan. Aunque más amenazas biológicas hay en la ciencia-ficción que nace de la “guerra fría”, que lleva a Estación 3 ultrasecreto (1965) de Sturges y La amenaza de Andrómeda (1971) de Wise.
Hay enfermedades reales y ficticias en escenarios de catástrofe biológica, experimentación científica y guerra bacteriológica como en el libro de Stephen King, primero conocido como La danza de la muerte (1978), ahora Apocalipsis, que ha dado lugar a otra miniserie. Lo que da lugar a actos de terrorismo como el del tren del Puente de Cassandra (1976), que llegan hasta Código abierto (2017) y series como 24 (2001-2014). Son virus que afectan al ser humano invadiendo el organismo y produciendo epidemias devastadoras que nos recuerdan nuestra fragilidad y vulnerabilidad.
Cuestión de supervivencia
Uno de los primeros filmes de catástrofes pandémicas es El último hombre sobre la tierra (1964), basado en la novela de Richard Matheson, Yo soy leyenda (1954), que también colaboró en la redacción del guión. El protagonista es el único superviviente de una epidemia que ha asolado la humanidad y convertido el resto de la población en vampiros. “Sólo las bacterias podían explicar la fantástica rapidez de la plaga, el aumento geométrico de las víctimas… ¿Era posible que el germen que mataba a los vivos animase a los muertos?” (Minotauro, Barcelona, 2009, p. 85).
La película comienza con planos de calles sembradas de cadáveres y la voz en off de Vincent Price como alguien que ha sobrevivido ya tres años la pandemia que aparece en los recortes de periódicos (“Centenares de personas mueren por la plaga”; “El mal europeo se transporta por el aire”). El germen que ha provocado la enfermedad no se parece a ningún bacilo conocido, ya que se multiplica vertiginosamente y no puede ser destruido.
En esta situación, podemos tener fe en el Dios que se ha revelado en Jesucristo como el Buen Pastor.
El tema vampírico se ve en que las víctimas de la infección permanecen comatosas durante el día. Además, ¡son fotofóbicas y alérgicas al ajo! Los cadáveres son quemados en una inmensa fosa común para evitar que revivan y propaguen la pestilencia. El doctor Robert Morgan trabaja en el Instituto de Investigaciones Químicas en busca de una vacuna que ponga freno a la enfermedad que padece su hija y su esposa. La película de Ragona y Salkow muestra un mundo en desintegración, donde se cancelan las comunicaciones y se declara el estado de emergencia… ¿Se imaginan este confinamiento sin Internet y los soldados patrullando las calles? ¡Esa es la pesadilla de Matheson!
Visiones apocalípticas
En la siguiente adaptación del relato de Matheson, El último hombre vivo (1974) que hace Boris Segal, el origen de la plaga que mata al noventa por ciento de la población humana está en un conflicto entre Rusia y China, no lejos de las tramas conspiranoicas actuales que atribuyen el coronavirus a una creación de Wuhan contra Trump. Los supervivientes son mutantes albinos que no soportan la luz del sol y han formado una secta milenarista medieval con hábitos negros y rostros purulentos como estigmas sagrados. Odian la ciencia y la tecnología, que consideran culpable de lo que ha pasado.
El papel de Charlton Heston como el coronel Neville, salvado por una vacuna experimental del ejército, lo hace luego Will Smith en Soy leyenda (2011). Se desarrolla en un Nueva York deshabitado en 2012, donde la flora y la fauna campan a sus anchas en la Gran Manzana. Los “buscadores de sombras” muestran una total falta de humanidad, ya que se dedican a devorar al prójimo. Lo malo es que la versión de Francis Lawrence traiciona la historia original con un final feliz que no tiene nada que ver con el relato de Matheson y sus adaptaciones anteriores.
La obra seminal da lugar al cine zombi de La noche de los muertos vivientes (1968) de Romero –aunque la conexión con la enfermedad está ya en la literatura de Lovecraft–, que llega hasta el Londres desierto de 28 días después (2002) de Danny Boyle y 28 semanas después (2007) de Juan Carlos Fresnadillo. El virus que produce zombis reaparece lo mismo en un Tren a Busan (2016) hasta la Guerra Mundial Z (2013) que amenaza destruir la humanidad.
En el clásico de Romero el origen no se explica nunca, pero se baraja la posibilidad de una radiación causada por un satélite lanzado a Venus, que haya provocado la epidemia con sus mutaciones. En el caso de Boyle, la enfermedad viene de unos chimpancés infectados en un laboratorio, que son puestos en libertad por un grupo de animalistas. Fresnadillo no ahonda más que en las excrecencias, espumarajos y vómitos de sangre, así como en los abusos militares. Todo se vuelve en videojuego en Resident Evil (2002). Un cómic dará finalmente lugar a la serie The Walking Dead (2010), donde lo de menos es ya la explicación del fenómeno. Hay que volver al cine de pandemias reales para encontrar algo más reconocible.
Del estallido al contagio
La película del alemán Wolfgang Petersen, Estallido (1995) se basa en el virus de Ébola, un agente infeccioso real que tenía el nivel cuatro de bioseguridad, es decir de riesgo vital para los humanos, ya que tampoco de él se conocían vacunas. La película con Dustin Hoffman llama al virus Motaba, pero se refiere claramente al que se registró en 1976 en torno al hospital de Yambuku, al borde del río Ébola, aislado en un centro de control y prevención de enfermedades de Atlanta en 1995. La paciente que investigaron se había contaminado con chimpancés diezmados en Costa de Marfil por una extraña epidemia. Hoy se cree que venía por murciélagos.
La acción comienza en verano de 1967 en el valle del río Motaba en Zaire, donde se ha extendido una extraña enfermedad entre mercenarios, que militares estadounidenses quieren controlar haciendo volar por los aires el asentamiento. La historia se desarrolla cuando en 1994 un equipo médico del ejército americano es desplazado a la zona para investigar el virus que sigue matando a la gente. Su importación a Estados Unidos es por un mono capuchino que transmite ahora la enfermedad por el aire en un pueblo de California. El general que interpreta Donald Sutherland esconde el origen oscuro del virus, usado como arma biológica.
Ese Virus mortal (2006) se encuentra también en la gripe aviar que estalla en China, pero se extiende también a Estados Unidos, donde calculan que entre el cuarenta y el sesenta por ciento de los contaminados morirán. Millares mueren en todo el planeta con la economía al borde del colapso. La doctora que interpreta Joely Richardson viaja en la película de Richard Pearce a Angola con una colega y descubre que toda la población ha muerto. Esa Pandemia (2007) es todavía más terrible. En el film de Armand Mastroianni, una plaga que se origina en la costa del norte de Australia se extiende por Japón y Europa, llegando a Los Ángeles por un surfista. Así los virus viajan de un continente a otro en un solo día.
“Nada se expande como el miedo”
La película de Soderbergh, Contagio (2011) oscila entre el documental y la ciencia-ficción, pero su enfoque divulgativo muestra una vocación más realista que fantástica, aunque se mueve con ambigüedad en un terreno indefinido. Tiene un ritmo implacable, pero le falta peso dramático a los personajes. Narra el contagio masivo, las medidas de prevención y la búsqueda urgente de un antídoto. En el numeroso reparto, aunque alguna de las estrellas mueren nada más empezar la película, como Gwyneth Paltrow, Matt Damon no hace mal papel, pero el de Jude Law bordea la caricatura. Su personaje lleva una web que se presenta como la fuente de verdad, pero lo que hace es extender rumores de conspiraciones de la industria farmacéutica en la propagación y control de la enfermedad. Lo interesante de su charla mesiánica es que se aprovecha económicamente del miedo que generan sus comentarios.
Como otras películas de Soderbergh, es con el tiempo que empezamos a apreciar el valor de filmes como Contagio. Su denuncia de la falacia de la globalización que trae el caos a una sociedad hiperconectada y sin filtros, es evidente en crisis como la del coronavirus. El miedo aquí no es sólo a una infección global, sino a la desinformación por la hiperinformación que causa un “ruido” generalizado. En un momento como este, vemos hasta qué punto no sólo están bien documentadas en la película las formas de contagio (primeros planos de manos, cuerpos en contacto e individuos respirando un aire infectado), sino las múltiples reacciones de personajes tan diversos y complejos. Todo ello, “sin recurrir al efectismo del cine de desastres ni a las obligadas esclavitudes del cine comercial al uso”, como observaba Ángel Sala en Dirigido Por.
El director despoja a la ciencia-ficción de sus estereotipos, para conseguir la inquietud de lo creíble. Muestra la realidad perturbadora de una crisis como la que estamos ahora viviendo. Presenta la cotidianidad con la que se hacen reconocibles espacios, situaciones y personajes, que acabamos siendo nosotros mismos. Su génesis casual, aterradoramente mínima, muestra la inevitabilidad de la situación presente. Nos da una lúcida visión de este orgulloso mundo global en toda su fragilidad.
¿Apocalipsis ya?
La lista de escenarios postapocalípticos a los que estas historias nos conducen sería interminable. Desde los 12 Monos (1995) de Terry Gilliam, donde un virus ha matado a cinco millones de personas y los supervivientes tienen que vivir bajo tierra. Los científicos mandan al criminal que hace Bruce Willis a recabar información sobre el ataque terrorista, para poder descubrir una cura. Son experimentos como los de V de Vendetta (2006), que prueban primero con homosexuales, para mostrar la gran conspiración entre el ejército, la ciencia y la iglesia. Los fantasmas no han cambiado mucho. En La hora fría (2006) una guerra de religión enfrenta a la humanidad y los supervivientes de la película de Elio Quiroga llevan hasta nombres bíblicos. El final es desesperanzador.
La Biblia muestra a un Diosque ha entrado en un mundo afectado por un virus mayor que el coronavirus, el pecado.
En Doomsday: El día del juicio (2008) Escocia está bajo cuarentena, aislada por un muro de contención con Inglaterra, pero el virus ficticio rebrota en el film de Neil Marshall y la ciencia no tiene cura. En El Incidente (2008) de Shyamalan las toxinas venenosas vienen de las plantas por un posible ataque terrorista, pero el ser humano acaba siendo la verdadera alergia del planeta. Lo que provoca el virus es una serie de suicidios masivos. En la adaptación del libro de Saramago, A ciegas (2008), la epidemia lleva a la ceguera. Los afectados son puestos en cuarentena. Tras huir de su hacinamiento, descubren que viven en un país de ciegos. “Sin futuro, el presente no sirve para nada, es como si no existiese” (Alfaguara, Madrid, 2005, p. 327).
El mal no puede ser vencido. Como en la obra de Camus, el doctor Rieux “sabía que esta muchedumbre ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás” (Edhasa, Barcelona, 1983, p. 285). Lo que estas películas nos muestran es que el ser humano es una especie en peligro de extinción. Sea por agentes infecciosos y patógenos, o por armas biológicas, desapareceremos de la faz de la tierra. Lo que choca con el optimismo con el que se enfrenta una crisis como la del coronavirus. Cuando le preguntan ahora al profesor de historia de la medicina de Yale Frank Snowden si nuestro futuro está escrito, dice en una entrevista a The New Yorker que para eso hay que tener en cuenta la verdad bíblica de que “hay una parte oscura en la humanidad que juega un papel en todo esto”.
¿Hay esperanza?
¿Qué nos enseña un momento de crisis como este? En primer lugar, obviamente, nuestra fragilidad. Se está intentando contener su expansión, pero nos hablan ya de virus todavía más agresivos y contagiosos que este. Ante tal amenaza, ¿no habría que asumir la extinción de nuestra especie? Si dependiera de nosotros, la historia y la experiencia nos enseña que no somos capaces de prevenirla. Somos débiles y vulnerables. Como dice el viejo Libro, “el hombre como la hierba son sus días; florece como la flor del campo, que pasó el viento (o el coronavirus) por ella y pereció; y su lugar no lo conocerá más”. (Salmo 103:15-16)
En segundo lugar, pandemias globales como esta, nos muestran la igualdad fundamental del ser humano, más allá de toda barrera nacional o étnica. El virus no es chino, sino de toda la gran familia humana, a imagen de un mismo Creador (Génesis 1:17). Da igual el color de nuestra piel, el idioma que hablamos, nuestro acento o cultura, incluso nuestra ideología. Al virus no le importa tu discurso. El sufrimiento y el dolor de la perdida nos iguala en nuestra debilidad e ignorancia.
En tercer lugar, situaciones como esta nos muestran nuestra falta de control. Nos creemos dueños de nuestro destino. Y la realidad es que no tenemos dominio sobre nuestra propia vida. La sensación de poder que tenemos es pura ilusión. La realidad que revela el estallido de la burbuja del coronavirus es que no tenemos control. En momentos así es fácil ser dominado por el temor. “Nada se expande como el miedo”.
¿Quién está en control?
El coronavirus está por todas partes, en la pantalla que tenemos delante de nosotros, el teclado que tocamos, el aire que respiramos… ¿Hay alguien al control de todo esto? No podemos confiar en una estrella lejana o una deidad desconocida. Sólo podemos tener fe en el Dios que se ha revelado en Jesucristo como el Buen Pastor, la Resurrección y la Vida (Juan 11:25). Sólo Él puede conducirnos a través de la tormenta. En Él podemos confiar en un futuro donde ya no habrá lágrimas, dolor y muerte (Apocalipsis 21:4).
La Historia de la Biblia es de un Dios que ha entrado en un mundo afectado por un virus mayor que el coronavirus, mucho más letal y expansivo, que golpea a todo ser humano. No sólo nos lleva a una muerte segura, sino eterna. El Autor de la Vida misma habitó entre los enfermos de ese mal. No llevaba ropa de protección química, sino que respiró el mismo aire que nosotros. Murió aislado, excluido de su gente. Lejos de su Padre en aquella cruz, consiguió el antídoto a esta enfermedad, por el que podemos ser curados. “Y todo aquel que crea en Él, aunque esté muerto, vivirá. No morirá eternamente. ¿Crees esto?” (Juan. 15:26).