José de Segovia La conversión de Stott (2)
Hablando de su vida antes de conocer a Cristo, Stott decía que “no podía entender por qué estaba envuelto en una neblina y no podía acercarme a Dios. Parecía remoto y distante. Ahora sé la razón. Dios no era responsable de esa nube, sino yo.”
| José de Segovia José de Segovia
“Como típico adolescente –decía John Stott (1921-2011), al recordar la experiencia que cambió su vida en 1938–, era consciente de dos cosas sobre mí mismo, aunque sin duda, no podría expresarlo en estos términos, entonces. Primero, que si había un Dios, estaba lejos de Él. Intenté encontrarle, pero parecía rodeado de una niebla que no podía atravesar; segundo, mi derrota. Sabía el tipo de persona que era y la clase de persona que quería ser. Entre el ideal y la realidad había una gran sima. Tenía grandes ideales, pero una voluntad débil”.
Cuando conocí a Stott en Londres, siendo adolescente, me sentía tan profundamente identificado con su descripción de lo que era su vida a mi edad que me deshacía en lágrimas escuchando sus palabras. Eran los mismos sentimientos que yo tenía y no podía articular. La diferencia es que con el tiempo, a mí me parecía seguir estancado en esa experiencia adolescente, mientras que él parecía haber superado esa etapa.
Entendía cuando decía: “Todavía puedo recordar mi perplejidad cuando de chico, decía mis oraciones e intentaba penetrar en la presencia de Dios. No podía entender por qué estaba envuelto en esa neblina y no podía acercarme a Él. Parecía remoto y distante. Ahora sé la razón. Dios no era responsable de esa nube, sino yo. Nuestros pecados ocultan el rostro de Dios tan efectivamente como las nubes, el sol.”
Como él, reconocía que: “A veces en emergencias, peligro, alegría o la contemplación de algo hermoso, Dios parece cercano, pero más a menudo, de lo que somos conscientes es de su inexplicable lejanía. Nos sentimos abandonados. Esto no es sólo un sentimiento. Es un hecho. Hasta que nuestros pecados son perdonados, estamos en el exilio, lejos de nuestro verdadero hogar. En términos bíblicos, estamos “perdidos”, o sea, “muertos en nuestros delitos y pecados”.
Algo más que Rugby
La escuela de Rugby es conocida por ser algo más que el lugar donde nació el deporte que lleva ese nombre –o por lo menos, le dieron las reglas con las que se lo conoce en Europa–, sino que es también el centro de educación privada más elitista que hay en Inglaterra, después de Eton y Harrow. Desde el siglo XVI ha formado “caballeros” de familias de clase media/alta a tener lo que en inglés llaman “el labio superior rígido”, o sea reprimir sus emociones. Alguien como Stott, orientado a las lenguas modernas, podía estar así preparado para estudiar en Cambrige y entrar en el servicio diplomático o de inteligencia, para ser embajador o espía.
El padre de Stott debía estar orgulloso de que su hijo fuera a Rugby, ya que él había ido también allí. No parece haberle presionado para que hiciera medicina, aunque antes de terminar sus estudios en 1938, solicitó al Instituto Nacional de Psicología Industrial que asesorara sobre las capacidades de su hijo, por su Departamento de Orientación Vocacional. A los 16 años le hicieron un “test de inteligencia” que mostraba que era “distintivamente buena, pero no excepcional”. Indicaba una capacidad para los idiomas, pero no estaban tan seguros de su futuro académico, pero la inclinación de Stott a la filología no viene sólo de que su abuela era alemana. Una de las cosas que claramente heredó de su padre era la necesidad de precisión en el lenguaje.
La prueba de que el padre no pensaba que hiciera medicina es que llegó a tomar contacto con el subsecretario permanente del Ministerio de Asuntos Exteriores, Lord Vansittart, así como mandó a John dos veranos a Alemania y dos a Francia. Él fue uno de esos adolescentes que mandan las familias inglesas a la Alemania de entreguerras. En una de sus cartas, dice que ha comprado un violonchelo y en otra observa como el emergente nazismo va adquiriendo un control cada vez más asfixiante. No es extraño que en 1938 su padre prefiere que vaya a París, donde hace un curso de lengua y literatura francesa en La Sorbona.
De lo que no hay duda es que, como el informe dice, John era ya de adolescente, amistoso, abierto, emocional y sensible. Esto último hacía que no recomendaran para él el trabajo social, ya que tenía “sentimientos demasiado profundos y una tendencia a puntos de vista demasiado personales”. Más admirable les parecía que tenía iniciativa y era perseverante. Ya mostraba “prometedoras cualidades de liderazgo” y se veía disposición al “servicio”, en vez de “buscar su propio interés”. Esto llegó hasta el punto de crear él una sociedad en la escuela para bañar vagabundos. No tenía más de tres miembros, ¡claro! De hecho, se disolvió a los cinco años cuando el tesorero utilizó los fondos para hacer un préstamo a su hermano, sin el consentimiento de los otros dos.
Una educación particular
Desde que va con 8 años interno a Oakley Hall en preparación para ir a Rugby, Stott estaba acostumbrado al ambiente gélido de esos dormitorios, el régimen militar, los castigos de golpes con vara y el distanciamiento de la familia. Cuando su madre fue a verle, le extendía la mano preguntando: “¿Cómo está, señora Stott?”. A muchos de nosotros nos parece esa educación de todo, menos sana. Su única relajación era su pasión por mirar pájaros. Apuntaba todos los que veía en cuadernos.
Los nuevos alumnos se veían sometidos a esa práctica habitual de los regímenes internos de humillación, que son las novatadas. Al que se introduce se le llama en inglés fag, que da origen al nombre despectivo con el que se identifica al homosexual, hasta la generalización del término “gay”. En estas escuelas donde se forma la élite de la sociedad inglesa era habitual la iniciación a la homosexualidad incluso de aquellos que luego tienen una práctica heterosexual. Aunque Stott fue soltero toda su vida, no creo que fuera homosexual.
Hay una relación íntima durante muchos años con un maestro llamado Robbie Bickersteth, soltero de unos treinta años, cuando John era adolescente. Le lleva incluso de vacaciones. A su biógrafo, Dudley-Smith, le extraña el lenguaje tan afectuoso de sus cartas, pero constata que no hay indicios de abusos por un comportamiento impropio del maestro. Desde luego, no parece haber afectado a su orientación sexual, ya que conoce a una chica de quince años, hija de otro médico que se quedaba en el mismo hotel unas vacaciones de verano en Irlanda con su familia en 1936. Lo describe en su diario como un despertar sexual. Montaban juntos en pony, abrazado a ella, detrás suyo. Siente una atracción física e incluso cree que pudo pedirla casarse con ella.
La relación no se mantuvo, pero hay una carta en que pide a Bickersteth consejo sobre una amistad con un alumno mayor, que el maestro denomina un “enamoramiento de escuela”. Stott está preocupado por ello y Bickersteth le aconseja hablar con el responsable de la casa, cosa que no hace. Es evidente que la soltería de muchos ministros anglicanos es a veces indicación de homofilia, que no homosexualidad –o sea orientación, no práctica–, pero yo no creo que ese fuera el caso de Stott, como explicaré en otro artículo. Lo que está claro es que siente “una sensación de derrota y enajenación” que le lleva a frecuentar la capilla del colegio, leer libros religiosos y sumergirse en la atmósfera de misterio que se asocia con la búsqueda de Dios.
Encuentro con Cristo
John Bridger era un compañero de colegio un año mayor que Stott, que hacía también Lenguas modernas, pero estaba en una casa diferente. Era muy deportista, pero había formado un grupo de estudio bíblico en la escuela, que hoy se le llamaría en Inglaterra “unión cristiana”, pero en Rugby se conocía simplemente como “la reunión” –Stott, ni siquiera eso, ya que en su diario lo llama “el asunto de Bridger”, porque fue él quien lo invitó a asistir–. Este compañero de 17 años estaba en relación con la Unión Bíblica (Scripture Union en inglés), que organizaba visitas a estas escuelas y campamentos –no en tiendas de campaña precisamente, sino en colegios privados alquilados para estos alumnos–, por medio del singular ministerio de E. J. H. Nash.
Nash trabajaba desde 1932 para la Unión Bíblica en estas escuelas que llaman en inglés “públicas”, para alcanzar a la élite que se formaba en estos colegios privados. Había trabajado en seguros en Londres y en 1917 tuvo una experiencia en un tren de vuelta a casa por la que se hizo cristiano. Empezó a asistir a la iglesia anglicana de su localidad, donde llevaba los “scouts”, hasta que en 1922, animado por el obispo de Londres, fue a estudiar a Trinity en Cambridge, antes de hacer teología en el evangélico Ridley Hall. Fue hecho ministro anglicano y era capellán de un colegio, antes de empezar este ministerio itinerante que llevó a la conversión a muchos adolescentes británicos. Para ellos era conocido simplemente como Bash.
Es fundamental saber cómo era él, para comprender cómo entendió el cristianismo Stott. Bash tendría unos cuarenta años, entonces. No era atlético, ni tenía gran capacidad académica, o talento artístico. Era una persona sin pretensiones con una simplicidad desarmante. Fue a hablar al pequeño grupo de estudio bíblico en Rugby un domingo de 1930. Trató la pregunta de Pilato sobre qué hacer con Jesús. A Stott le impresionó tanto que se quedó hablando con él. Bash le llevó a dar una vuelta en coche y le explicó el camino de salvación. Aquella noche en su cama, John escribió en su diario que “hizo el experimento de la fe”, eso que llaman “abrir la puerta a Cristo”. Su vida no volvió a ser la misma.
Es interesante comparar su conversión con la de uno de sus compañeros al anglicanismo no evangélico, el año en que Stott fue “confirmado” –algo a lo que él no dio ninguna importancia, decía–. Hugh Montefiore era un judío de familia devota y practicante, pero una tarde, estando solo en su dormitorio, un frío invierno de 1936 vio una figura blanca que identificó con Jesús. Le decía: “Sígueme”. Su dramática y visionaria conversión llevó a este judío a ser obispo anglicano. Fue conocido por sus ideas liberales, la más controvertida fue que Jesús era homosexual. Su experiencia no se parece nada a la de Stott.
La conversión evangélica
No ocurrió nada dramático la noche en que “el tío John” se hizo cristiano, “ni destellos de relámpagos, estruendos de truenos, o choques eléctricos en su cuerpo”, escribió. “Fue una experiencia nada emocional”. Simplemente se metió en la cama y se durmió. La conversión evangélica nunca ha sido resultado de experiencias místicas o imágenes visionarias. Como Stott dice, viene por la predicación de la Palabra acerca de la persona de Cristo por la obra del Espíritu de Dios.
Bash no hacía manipulación emocional alguna. No había presión para tomar una decisión inmediata. Esa es la evangelización en la que creía Stott, pero es también la que ha caracterizado el “cristianismo histórico”, que él llamaba “evangélico”. Como veremos, esa fue una de sus diferencias con el evangelista Billy Graham, con quien tuvo un famoso enfrentamiento en la preparación del congreso de Lausana en 1974. Hay una concepción del evangelismo en América muy distinta a la que se vivió incluso en el Avivamiento del siglo XVIII. No había entonces llamadas al frente, ni gestos que hacer, para mostrar la conversión. Todas esas prácticas fueron introducidas después por Finney en Estados Unidos, el siglo XIX.
Una cosa es decir que creemos en el Espíritu Santo y otra actuar como si su obra dependiera de los métodos que utilizamos y los medios que faciliten cierta respuesta. La conversión es iniciativa de Dios, como Stott predicó en el Congreso Evangélico que hubo en Madrid en 1997, al hablar aquel domingo de la conversión de Pablo. Por medio de ella, el Espíritu de Dios produce arrepentimiento y fe, al haber una conciencia de pecado y una necesidad de salvación. Es una respuesta a la promesa divina de nueva vida en Cristo, por la confianza en su obra redentora. El medio que Dios utiliza para ello es normalmente la predicación de su Palabra (1 Corintios 1:21; Romanos 10:17), pero también la oración.
Bash oró cada día por “el tío John” desde que le conoció. Le pidió a Dios: “¡Oh Señor, dame este chico y nunca dudaré de tu poder para salvar!”. Desde entonces, no había semana que no le escribiera durante cinco años. Le enviaba folletos y le daba consejos prácticos sobre la vida cristiana. Sus cartas son largas. Le explicaba doctrinas como la expiación, los tiempos de la salvación o principios de conducta moral. Le decía cómo leer la Biblia y orar. Y le enseñó cómo llevar él mismo el grupo de estudio bíblico, al salir Bridger del colegio. Le animaba a dormir lo suficiente y acababa cada carta con un pensamiento bíblico. Era un texto expuesto y aplicado, antes de terminar con una nota ligera como una broma.
Todo eso hacía por un chico al que había dado testimonio un día, mostrando su deseo de conocer a Cristo. Si los evangelistas hicieran hoy lo mismo, tal vez tendríamos otra clase de cristianos. No faltan predicadores, pero hay pocos como Bash, capaces de dedicar tiempo e interés a un adolescente como Stott. Y menos aún, capaces de rogar sin tregua al Señor, que le conceda la vida de alguien que acaba de conocer. No hay duda de que Dios se complació en responder su oración. Y Bash no dudaría en su poder para salvar. Su Dios es el mismo que nosotros podemos conocer y experimentar, la pregunta es si tenemos la misma fe.