¡Aleluya, aleluya, aleluya! “Dies Domini”

“Dies Domini”
“Dies Domini”

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Jesús ha resucitado, ¡aleluya!, por lo que, a pesar de haber muerto, sigue vivo entre nosotros. Hoy acontece el primer segundo de una nueva creación que consuma la vieja, abriéndole una perspectiva absolutamente novedosa. Hoy se cumple la insondable promesa divina de salvación. Hoy se fija el punto kilométrico cero de la andadura cristiana, del que parten muchas radiales para llevar alimento a los hombres de todos los tiempos y de todas las culturas. En el cristianismo hay acomodo incluso para las culturas más exóticas y los seres humanos más reacios, lo mismo si son ateos militantes que apóstatas avinagrados. Donde haya la más mínima brizna de ser, allí está la mano de Dios y penetra la gracia que brota caudalosa de la cruz del Redentor.

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El consummatum est, sexta palabradel Crucificado (Jn 19: 30), toma cuerpo este domingo, “dies Domini”, primer día de la semana del calendario judío, pero alfa y omega del cristiano. De ahí que, en el orbe cristiano, el domingo remplace el “Sabbat” bíblico tanto en lo que tiene de día de descanso semanal como de conclusión laboral del Dios creador. Si para el mito hebraico de la creación Dios descansó el séptimo día de la semana, para la visión cristiana del mundo es necesario que Dios permanezca siempre activo para sustentar una asombrosa obra que, en el día a día, se consuma en la redención. Hoy Dios comienza a hacer nuevas todas las cosas y su obra ya no tendrá fin.

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Obviamente, la ley mosaica, al articular el tiempo laboral, encaja en el marco semanal la necesidad de un día de descanso no solo para reponer fuerzas, sino también y sobre todo para dedicarlo al culto divino. Para ello, nada mejor que obligar a Dios mismo a descansar, de alguna manera, el último de la semana de su atareada obra de creación del universo y del hombre. De ahí que el “Sabbat” del pueblo elegido sea un día de reposo y de oración absolutos. Obviamente, como hemos dicho, en Dios no cabe suspensión “laboral” alguna, a menos que deseemos que la creación se quede en el aire y sin cuerpo. De mantener el mito de la narración bíblica de la creación del mundo en siete días, deberíamos desfondar el propósito del narrador bíblico de justificar un día de descanso semanal del pueblo al constatar que la creación sigue activa y que a Dios todavía le falta mucho para que llegue su propio “Sabbat”, cosa que solo ocurrirá cuando la creación entera, consumada por la redención, retorne definitivamente a su procedencia.

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Claro que, desde otra perspectiva, podría pensarse muy bien que ese día ya llegó con el “consummatum est” de Jesús en la cruz. Un grito dolorido y contundente el suyo, que viene a certificar, cual broche de oro,  la consumación de la magna obra de la creación divina. Leyendo a mi maestro fray Eladio Chávarri, me ha sorprendido descubrir lo que muy bien podría ser una prueba apodíctica de la existencia de Dios, al margen de las argumentaciones tradicionales. Vivamos el tiempo que vivamos, la muerte siempre nos sorprenderá “inacabados”, lo mismo si nos ocurre en el vientre materno que tras una larga trayectoria de logros y fracasos. Subrayemos, de paso, que es precisamente esa condición de inacabados lo que nos mantiene en el ser y en la vida, pues de habernos creado Dios perfectos, nunca habríamos podido ser lo que realmente somos. Desde la aparición de las primeras células procariotas, producto a su vez de un largo proceso de crecimiento entitativo, la vida se ha visto sometida a un asombroso desarrollo creciente que ha arrojado como resultado el hombre que hoy somos. Y no será menos asombroso el desarrollo que todavía espera al hombre que hoy somos en los próximos milenios, de no ocurrir una hecatombe. Ni la más osada imaginación sería capaz de delinear hoy los rasgos esenciales del “homo” futuro.  

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También es asombroso el proceso de crecimiento entitativo que se produce en cada uno de nosotros a lo largo de una vida que no solo se alimenta de pan, sino de todo otro ser (valor) que entra en su receptividad. Ciertamente nos alimentamos del valor biológico del pan, pero también del de la salud, del del conocimiento, del de la belleza, del de la bondad, del de la vida social, del de la diversión y del de cuanto en el devenir del tiempo nos enlaza con el más allá. Nuestra insaciable receptividad, la fabulosa riqueza histórica que nosotros mismos creamos como cultura, el rico nicho que el cosmos nos procura y el despliegue metahistórico que nos acompaña mientras vivimos son las cuatro inmensas praderas en que pacemos, los cuatro grandes arsenales o almacenes de los seres (valores) que nos alimentan y nos hacen crecer.

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Ahora bien, ninguna existencia, ni siquiera la de los seres inanimados, puede justificarse sino es en razón del despliegue total de su naturaleza, de su propia perfección o del encaje total de su ser en su existir. Si todo ser tiende a su perfección, no hay nada que, a la postre, pueda quedar inacabado, pues la consumación va incluida ya en la  donación que es toda creación. Que todos los seres humanos muramos inacabados, con muchas cosas todavía por hacer y con deseos de seguir mejorando la forma de vida en que nos hemos desenvuelto, nos proyecta necesariamente a un mundo que, aunque nos sea radicalmente desconocido, emerge en nuestro ser como esperanza radical de consumación. Nadie sabe ni puede saber nada en absoluto de lo que nos espera en el más allá. Los miles de libros que versan sobre ese tema son pura fantasía, pura patraña, si no herramientas al servicio de inconfesables intereses. Los cristianos, guiados por la figura primigenia de humanidad que es Jesús de Nazaret, a lo único a que podemos aspirar es a imaginar que la “humanidad consumada” que nos espera será viva, como vivo sigue el prototipo de humanidad en cuya resurrección creemos. Moriremos, pues, inacabados, a la espera de una novedosa existencia que colmará la azarosa existencia que es toda vida humana en este mundo.

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Domingo de resurrección, “dies Domini”, el día en el que Jesús, tras morir en la cruz, es elevado a la condición de “señor” de todo lo creado y en el que nuestra humanidad despliega toda su potencialidad. ¡Aleluya, aleluya, aleluya! Puede que, al expresarnos así, la cosa resulte demasiado fría, especulativa y descarnada, si bien no es difícil pasar de las musas al teatro. Si de verdad creemos en la resurrección de Jesús, sin que para ello sea preciso entrar en los entresijos de su propio desarrollo o en disquisiciones sobre sus repercusiones físicas, deberíamos estar firmemente persuadidos de que Jesús sigue vivo hoy entre nosotros. De ser así, no es difícil descubrir sus habitáculos actuales a la luz de los Evangelios. Desde luego, no lo encontraremos en los templos. Pero sí que podemos contemplar el esplendor de su gloria en las lágrimas de quienes lloran, palpar sus llagas en las pústulas de los enfermos y adentrarnos en su pecho aliviando a tantos moribundos esqueléticos. Y sí que, desde luego, podremos ser sus cirineos aligerando el peso que la vida descarga sobre tantas espaldas doblegadas.

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Por muchos enigmas que en el decurso del tiempo logremos desvelar, Jesús resucitado siempre seguirá siendo la clave misteriosa de una consumación de nuestra condición humana frente a la que solo cabe una expectativa radical. Cuando dejamos de ser niños para convertirnos en adultos, sabemos de antemano algo de la nueva condición que nos espera. Y es seguro que, en el futuro, el “homo sapiens sapiens” que somos evolucionará hacia el “homo humanus” que ya se gesta en el seno de esta sociedad, en la que, a pesar del predominio absoluto de la explotación y del ánimo de lucro, ya encontramos oasis de humanidad que optan por el servicio y la gratuidad.

Confiemos en que cada vez nos iremos pareciendo más al dechado de humanidad que guía nuestros pasos, al que, vaciándose por completo de su condición divina, vino a este mundo para servir y todo lo hizo bien. La actual pandemia de la COVID-19 es un severo aldabonazo que, velis nolis, algo nos ayudará a caminar en esa dirección. Pero, a pesar de tan reconfortante expectativa, nada sabemos de lo que realmente ocurrirá cuando la muerte cancele nuestra forma de vida y logre una consumación que solo será fruto de la gracia divina, como también lo son lo que somos y todas nuestras potencialidades.  ¡Aleluya, aleluya, aleluya! Jesús sigue vivo entre nosotros y ello nos permite corresponderle en la mejora de la vida de los predilectos de su corazón y de su misión.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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