¿Creemos que la Biblia es “Palabra de Dios”?
Septiembre se considera el mes de la Biblia, principalmente, porque se celebra la fiesta de San Jerónimo (30 septiembre), quien tradujo la Biblia del hebreo y griego al latín, considerándose esta versión, durante muchos siglos, como la oficial de la Iglesia católica. También se señalan otras razones como la impresión de la Biblia en español el 26 de septiembre de 1569, conocida como la “Biblia del Oso”, por la ilustración que tenía en la portada. Esta Biblia correspondía a la traducción hecha por Casiodoro de Reina y revisada por Cipriano de Valera (versión Reina-Valera, también muy conocida). En 2019, el 30 de septiembre el papa Francisco instituyó el “Domingo de la Palabra de Dios”. Lo fijó para el III Domingo del Tiempo Ordinario, es decir, no para el mes de septiembre.
Con esta diversidad de datos, podríamos decir que no interesa tanto el cuándo, pero sí la centralidad de la Palabra de Dios para la vida cristiana. Esto quedó muy bien expresado en la Dei Verbum, documento del Vaticano II y también en la Exhortación Apostólica Verbum Domini, de Benedicto XVI, en la que recoge los frutos del Sínodo de Obispos del año 2008, sobre “La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia”. Sin embargo, la centralidad de la Palabra de Dios en la vida cristiana sigue siendo un desafío pendiente.
En la academia hay un serio, profundo y detallado estudio bíblico que cada día avanza y hay muchas producciones bíblicas. Pero surgen varias preguntas: ¿Por qué esa enseñanza que se imparte en las facultades de teología, no parece incorporarse en las homilías, catequesis, enseñanzas o escritos pastorales que se hacen al Pueblo de Dios? No me refiero a que esas mediaciones pastorales se conviertan en clases de biblia, sino que los aportes bíblicos se divulguen con lenguaje adecuado en esos espacios. Aún muchos cristianos desconocen que la Biblia se escribió en distintos géneros literarios, por lo cual no se puede tomar al pie de la letra. En todos los casos, es necesario conocer el ambiente del que procede el texto para entender su significado en ese contexto y preguntarse cómo ese significado puede ser leído hoy. Muchos seminaristas, catequistas y otras personas con diversos servicios pastorales desconocen los mitos presentes, principalmente en el Antiguo Testamento, es decir, aún no parecen saber que no se puede tomar al pie de la letra el paraíso, Adán y Eva, la serpiente, el diluvio, la torre de babel, etc. Tampoco parece que estén muy familiarizados con los géneros literarios parábola, milagro, resurrección, carta, apocalíptica, etc., tan presentes en el Nuevo Testamento que nos explican por qué, por ejemplo, hay dos multiplicaciones de panes y parecen que los discípulos no se acuerdan de la primera, o diferentes milagros y no se convierten todos los que lo ven, sino que murmuran, dudan y rechazan las acciones de Jesús. Un mínimo de conocimiento bíblico ayudaría a madurar la fe y librarla de fundamentalismos y fanatismos, tan presentes, todavía hoy, en clero y laicado.
Pero volvamos a la dificultad para que la Biblia ocupe el lugar central que debería tener en la vida cristiana. En muchos eventos académicos -a no ser que explícitamente sean bíblicos- no se convida a los biblistas dando la impresión de no considerar la biblia como fuente primera de la revelación. Por supuesto leída en el espíritu de la tradición cristiana -como lo dice la Dei Verbum- porque Sagrada Escritura y Tradición constituyen una única fuente de revelación (n. 10). Al servicio de la Palabra de Dios -que es más que el libro- ya que Dios se revela en la historia en hechos y palabras intrínsicamente conexos entre sí (DV n.2), está el magisterio que no puede ofrecernos una doctrina distinta a la consignada en la revelación. Su tarea es velar por su interpretación en el mismo espíritu en que fue expuesta, pero en ningún momento, ponerse a la misma altura. En este sentido hay que distinguir entre la Tradición eclesial y las tradiciones eclesiásticas. Estas últimas que se van incorporando a la vida cristiana, responden a cada momento, por lo tanto, deben ser actualizadas e incluso dejadas de lado cuando ya no significan lo que significaban.
La poca importancia que tiene, en la práctica, la Palabra de Dios, talvez radica en que no creemos que, en verdad, es Palabra de Dios. Como dice la Verbum Domini “la sacramentalidad de la Palabra se puede conocer en analogía con la presencia real de Cristo en las especies del pan y el vino. Al acercarnos al altar y participar del banquete eucarístico, realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. La proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros para ser recibido” (n. 56). Además, las distorsiones que muchas veces vivimos sobre la persona de Jesús pueden radicar en ese desconocimiento de la Sagrada Escritura porque, como afirmaba San Jerónimo: “La ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo”.
Un estudio sólido sobre la Sagrada Escritura favorece el diálogo ecuménico porque buscando puntos de unión con las iglesias cristianas, el valor de la Sagrada Escritura lo favorece sustancialmente. E, incluso para el diálogo con los no creyentes, cuando se les explica la historia que está a la base de la Biblia y la forma literaria, contextual y dinámica como fue escrita, se les quita esa imagen de un libro lleno de leyendas y fantasías alejado de la vida concreta y de este presente, posibilitando que estén más abiertos a su recepción.
Las homilías tienen una responsabilidad inmensa de ayudarnos a entender la revelación bíblica y, especialmente, a la persona de Jesús. Pero, aunque el papa Francisco ha insistido que se predique sobre las lecturas escuchadas, algunas homilías no responden a esto, sino que aprovechan para remarcar doctrinas o normas que, por buenas que sean, ahogan la buena noticia que la Palabra de Dios nos transmite. Es importante recordar que la Palabra de Dios nos revela quién es Dios, cómo actúa, cómo se revela y, en ningún momento, su función es darnos normas o preceptos.
En conclusión, aunque hay muchos esfuerzos por el estudio y conocimiento bíblico y por su centralidad en la vida cristiana, todavía podría pensarse que faltan más esfuerzos para reconocer en la Biblia la Palabra de Dios “viva y eficaz” (Hb 4, 12), que nos permite entender cada vez mejor cómo es nuestro Dios y cuál es la Buena noticia que nos comunica. Tal vez, una nueva conmemoración del mes de la Biblia nos ayude a reconocerla como verdadera Palabra de Dios y nos impulse a actuar en coherencia con ella.