El Misterio Pascual ha de llevarnos al encuentro con el Jesús de la historia
Celebramos la Semana Santa, tiempo propicio para recuperar lo “esencial” del Evangelio porque en momentos como estos, donde algunas personas abandonan la iglesia católica bien para participar de otras iglesias o simplemente para vivir su religiosidad de manera privada sin referencia a una comunidad eclesial, conviene preguntarnos cómo ofrecer lo realmente genuino del evangelio, lo central del reinado de Dios anunciado por Jesús, lo que en verdad cuenta a la hora del seguimiento.
Porque hay muchas cosas que no son esenciales y se convierten en “pesadas cargas” como decía Jesús a sus contemporáneos hablando de los maestros de la ley y fariseos: “preparan pesadas cargas muy difíciles de llevar y las echan sobre las espaldas de la gente, pero ellos ni siquiera levantan un dedo para moverlas. Todo lo hacen para aparentar ante los hombres por eso hacen muy anchas las cintas de la Ley que llevan colgando y muy largos los flecos de su manto. Les gusta ocupar los primeros asientos en los banquetes y los principales puestos en las sinagogas, también les gusta que los saluden en las plazas y que las gente les diga: maestro” (Mt 23, 4-7). No están lejos de esa realidad –por duras que suenen estas palabras- algunos ambientes eclesiales donde todo es lujo, protocolo, etiqueta, títulos nobiliarios, formalidad litúrgica, ostentación de poder, juicios condenatorios sobre diversas realidades. Gracias a Dios existen también ambientes donde todo es sencillez, apertura, acogida, calidez, vida que rebosa y solidaridad verdaderamente vivida.
Por eso en esta Semana Santa donde volvemos a recordar los misterios centrales de nuestra fe, podemos hacernos preguntas que nos conecten con lo esencial del misterio que celebramos. ¿Por qué matan a Jesús? ¿cómo vivió su muerte? ¿qué significa su resurrección para nosotros? Para responder hemos de mirar el evangelio y recuperar la vida histórica de Jesús pero no como mero recuerdo que más o menos todo el mundo sabe, sino para preguntarnos a fondo cómo su actuar debe marcar el nuestro y cómo su vida –real, palpable, cotidiana-, deber dirigir nuestra vida cristiana.
Lamentablemente nos quedamos muchas veces en el Cristo de la fe, es decir, en el Jesús resucitado, sin duda, -sentido y plenitud de nuestra fe- pero olvidándonos del Jesús de la historia. Y es ahí donde se deforma nuestra vida cristiana pensando que basta con participar en la liturgia y pedirle al Cristo glorioso por todas nuestras necesidades sin revisar las demás instancias de nuestra vida (lo político, cultural, social, económico), creyendo que Él no tiene nada que ver con eso.
Pero ese Cristo glorioso no se puede separar del Jesús de la historia quién nos invita a meternos en el corazón del mundo preguntándonos, por qué hay injusticia, desigualdad y muerte, por qué la política no responde al bien común, por qué la iglesia no da un testimonio más claro de los valores del reino, por qué aún no es verdad en todos los ambientes –incluido el eclesial-, una participación igualitaria sin discriminaciones por sexo, raza, credo, etc.
El Jesús de los evangelios anunció incansablemente el reino de inclusión, de rechazo a todo poder, a toda riqueza, a todo honor. Y confirmó sus palabras con sus acciones. Todos los milagros no son “prueba” del poder divino sino “signo” palpable del amor de Dios. Jesús curó a los enfermos no porque tuviera conocimientos privilegiados, sino porque la enfermedad era concebida en términos de castigo divino y exclusión de la comunidad. Derribó las mesas de los mercaderes del templo no porque no practicaran “correctamente” la liturgia, sino por practicar un culto discriminatorio donde la fraternidad no era el elemento convocante. En otras palabras, Jesús se ganó la muerte por tener una fe capaz de denunciar lo que no es reino y de proponer con su propia vida lo que en verdad agrada al Señor: “romper las cadenas injustas, desatar las amarras, dejar libres a los oprimidos y romper toda clase de yugo” (Is 58,6).
Que al recordar los misterios dolorosos de la vida de Jesús no los “espiritualicemos” de tal manera, que desvirtuemos lo esencial de nuestra fe. Por el contrario que encontremos en ellos la audacia y la valentía suficientes, para dar testimonio del evangelio vivo, de ese que se inclina por los pobres, del que opta por lo sencillo, del que renuncia a toda ostentación y poder, del mismo porque el que Jesús dio la vida, evangelio “esencial” que realmente vale la pena vivir y anunciar.
Porque hay muchas cosas que no son esenciales y se convierten en “pesadas cargas” como decía Jesús a sus contemporáneos hablando de los maestros de la ley y fariseos: “preparan pesadas cargas muy difíciles de llevar y las echan sobre las espaldas de la gente, pero ellos ni siquiera levantan un dedo para moverlas. Todo lo hacen para aparentar ante los hombres por eso hacen muy anchas las cintas de la Ley que llevan colgando y muy largos los flecos de su manto. Les gusta ocupar los primeros asientos en los banquetes y los principales puestos en las sinagogas, también les gusta que los saluden en las plazas y que las gente les diga: maestro” (Mt 23, 4-7). No están lejos de esa realidad –por duras que suenen estas palabras- algunos ambientes eclesiales donde todo es lujo, protocolo, etiqueta, títulos nobiliarios, formalidad litúrgica, ostentación de poder, juicios condenatorios sobre diversas realidades. Gracias a Dios existen también ambientes donde todo es sencillez, apertura, acogida, calidez, vida que rebosa y solidaridad verdaderamente vivida.
Por eso en esta Semana Santa donde volvemos a recordar los misterios centrales de nuestra fe, podemos hacernos preguntas que nos conecten con lo esencial del misterio que celebramos. ¿Por qué matan a Jesús? ¿cómo vivió su muerte? ¿qué significa su resurrección para nosotros? Para responder hemos de mirar el evangelio y recuperar la vida histórica de Jesús pero no como mero recuerdo que más o menos todo el mundo sabe, sino para preguntarnos a fondo cómo su actuar debe marcar el nuestro y cómo su vida –real, palpable, cotidiana-, deber dirigir nuestra vida cristiana.
Lamentablemente nos quedamos muchas veces en el Cristo de la fe, es decir, en el Jesús resucitado, sin duda, -sentido y plenitud de nuestra fe- pero olvidándonos del Jesús de la historia. Y es ahí donde se deforma nuestra vida cristiana pensando que basta con participar en la liturgia y pedirle al Cristo glorioso por todas nuestras necesidades sin revisar las demás instancias de nuestra vida (lo político, cultural, social, económico), creyendo que Él no tiene nada que ver con eso.
Pero ese Cristo glorioso no se puede separar del Jesús de la historia quién nos invita a meternos en el corazón del mundo preguntándonos, por qué hay injusticia, desigualdad y muerte, por qué la política no responde al bien común, por qué la iglesia no da un testimonio más claro de los valores del reino, por qué aún no es verdad en todos los ambientes –incluido el eclesial-, una participación igualitaria sin discriminaciones por sexo, raza, credo, etc.
El Jesús de los evangelios anunció incansablemente el reino de inclusión, de rechazo a todo poder, a toda riqueza, a todo honor. Y confirmó sus palabras con sus acciones. Todos los milagros no son “prueba” del poder divino sino “signo” palpable del amor de Dios. Jesús curó a los enfermos no porque tuviera conocimientos privilegiados, sino porque la enfermedad era concebida en términos de castigo divino y exclusión de la comunidad. Derribó las mesas de los mercaderes del templo no porque no practicaran “correctamente” la liturgia, sino por practicar un culto discriminatorio donde la fraternidad no era el elemento convocante. En otras palabras, Jesús se ganó la muerte por tener una fe capaz de denunciar lo que no es reino y de proponer con su propia vida lo que en verdad agrada al Señor: “romper las cadenas injustas, desatar las amarras, dejar libres a los oprimidos y romper toda clase de yugo” (Is 58,6).
Que al recordar los misterios dolorosos de la vida de Jesús no los “espiritualicemos” de tal manera, que desvirtuemos lo esencial de nuestra fe. Por el contrario que encontremos en ellos la audacia y la valentía suficientes, para dar testimonio del evangelio vivo, de ese que se inclina por los pobres, del que opta por lo sencillo, del que renuncia a toda ostentación y poder, del mismo porque el que Jesús dio la vida, evangelio “esencial” que realmente vale la pena vivir y anunciar.