Hacia la Semana Santa con la densidad histórica del misterio pascual
Va corriendo el tiempo de cuaresma y pronto estaremos celebrando la Semana Santa. Es una semana donde se “condensan” los misterios de nuestra fe en el Misterio Pascual, es decir, la muerte y resurrección de Jesús. Pero corremos un peligro: repetir la liturgia que la Iglesia tiene tan bien diseñada, haciéndola con todas las rúbricas litúrgicas y la mayor solemnidad posible y, sin embargo, finalizando dichas celebraciones sin haber modificado absolutamente nada de nuestra vida y de nuestra iglesia. Es decir, habiendo cumplido con los ritos, pero sin haber vivido lo que conmemoramos. Por supuesto no faltarán las comunidades que viven este tiempo con mucha profundidad y gracias a ellas, la fe sigue viva y actuante y el auténtico seguimiento de Jesús se confirma. Pero me quiero referir a lo primero, a esos ritos sin vida que, me parece, son muchos más abundantes que lo segundo.
El centro de la Semana Santa es Jesucristo. Su vida y las consecuencias de la misma. Lástima que sobre los dichos y hechos de Jesús no se profundiza suficientemente en las celebraciones de esta semana mayor. Se podría decir que para esto es el tiempo de cuaresma y por eso ya llegamos directo a la última cena, a la muerte y a la resurrección del Señor. Pero, aunque en los domingos de cuaresma las lecturas nos pueden ofrecer oportunidad para ello, no me parece que tengamos la costumbre de relacionarlo suficientemente para que entendamos qué fue lo que hizo Jesús para que lo asesinaran las autoridades civiles y religiosas de su tiempo. Precisamente porque no sabemos mantener la continuidad entre la predicación del reino y su asesinato como consecuencia de esta, tal vez nos condolemos el viernes santo y nos alegramos el domingo de resurrección, pero seguimos en la semana de pascua, sin el impulso suficiente para seguir comprometidos con hacer posible el reino de Dios entre nosotros.
He utilizado antes la palabra “asesinato” porque en verdad fue así y deberíamos usar más esta palabra porque si nos referimos a que Jesús “murió” casi pareciera que fue por muerte natural y no develamos el conflicto que vivió y lo que esto supuso para él y para sus seguidores. Por eso los discípulos se dispersaron y hasta Pedro lo negó. Todos ellos vivieron un verdadero conflicto en el que Jesús arriesgó su vida y, efectivamente la perdió. Lo que se enfrentaba eran dos imágenes de Dios: la del reino que incluye a todos, comenzando por los últimos y la del dios acomodado a los intereses de los más fuertes, incluidos los de estamentos religiosos que se creen más cerca de Dios. Esto es importante tenerlo en cuenta para dejarnos interpelar en estas celebraciones que se avecinan. Lo mismo podríamos decir de la última cena. No es una cena festiva en el sentido de cantos, jolgorios y comida en abundancia. Es una cena testamentaria, es decir, de aquel que intuye que lo van a matar y quiere insistirle, una vez más a los suyos, cuál es el mensaje y la praxis que les encomienda. Aquí lo central es el gesto. Juan lo relata como lavatorio de los pies. Él, el maestro, se pone a lavar los pies de los discípulos a ver si logran comprender que el reino de Dios consiste en esa difícil pero apasionante tarea de lavarnos los pies unos a otros y, especialmente, hacerlo con los más necesitados, con los últimos de cada tiempo presente.
Los otros evangelistas nos relatan la llamada institución de la eucaristía en el que el pan es el símbolo de una vida que se parte y se reparte para hacer posible la fraternidad/sororidad, como signo inequívoco del reino. Y en estos textos el testamento se explicita nuevamente: “Hagan esto en memoria mía”. Es decir, cada vez que coman el pan y beban el vino, comprométanse con hacer posible el reino, aunque esto llegue a costarles la propia vida.
Ahora bien, cuando esto lo contextualizamos en nuestro momento presente, adquiere la densidad histórica que la conmemoración de la Semana Santa implica. Si no lo hacemos, serán ritos vacíos que no agradan a Dios. Muchas realidades de nuestro mundo desdicen del reino de Dios. La injusticia estructural de nuestros pueblos clama al cielo pidiendo una verdadera transformación del modelo político y económico que no garantiza la vida de las mayorías. Y junto a esto, no es menos importante el cuidado de la creación y la decisión definitiva de parar la explotación irracional de los recursos naturales. Y tantas otras cuestiones sociales que no son ajenas a la fe sino, precisamente, los lugares donde esta se vive y se realiza. Cada uno podrá nombrar las que vea más urgentes pero lo que es indispensable, es que la Semana Santa nos deje con dolor de patria o con dolor de mundo y con fuerzas para seguir buscando salidas a todas las injusticias de nuestro tiempo, para que en verdad exprese nuestra fe en el Jesús del reino, en el compromiso con su causa, en el seguimiento fiel a su llamada.
Solo entonces, el domingo de resurrección será una celebración del triunfo de la vida sobre la muerte, de la justicia sobre la injusticia, de la fe viva sobre los ritos vacíos. La resurrección de Jesús nos rememora que ahora es el Espíritu de Jesús el que, a través de cada uno de nosotros, sigue actuando para hacer posible el sueño de Dios sobre la humanidad: una gran familia donde no hay padres, ni señores, ni amos, ni explotadores, ni opresores, ni nadie que este por encima de los otros, sino hermanos y hermanas que se lavan los pies unos a otros porque escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica.
(Foto tomada de: https://okdiario.com/curiosidades/que-celebra-cada-dia-semana-santa-901833)