Carta a las comunidades educativas Educar en el siglo XXI
Con el propósito de generar una reflexión en torno a la educación ver de qué manera mejorar las políticas públicas en este aspecto fundamental de la vida de las personas, y preguntarse sobre los actuales proyectos pedagógicos de cara a los desafíos del futuro
El entorno condiciona la vida de las personas al punto que hace que el derecho/deber de ser educado y educarse se haga más o menos arduo
Quiero contribuir a mejorar la educación en Chile y en los colegios de la Iglesia Católica, generando conciencia sobre lo mucho que falta por hacer para lograr que cada chileno saque con fuerza y convicción lostalentos que tiene, se convierta en fuente de felicidad, y esté al servicio de los demás
De la educación que demos a los jóvenes hoy depende el nivel de justicia social, de paz y de fraternidad, de mañana
Quiero contribuir a mejorar la educación en Chile y en los colegios de la Iglesia Católica, generando conciencia sobre lo mucho que falta por hacer para lograr que cada chileno saque con fuerza y convicción lostalentos que tiene, se convierta en fuente de felicidad, y esté al servicio de los demás
De la educación que demos a los jóvenes hoy depende el nivel de justicia social, de paz y de fraternidad, de mañana
Introducción
Con el propósito de generar una reflexión en torno a la educación, ver de qué manera mejorar las políticas públicas en este aspecto fundamental de la vida de las personas, y preguntarse sobre los actuales proyectos pedagógicos de cara a los desafíos del futuro, es que me he permitido escribir esta carta a las comunidades educativas que he titulado EDUCAR EN EL SIGLO XXI.
Educar es un proceso muy complejo y delicado, involucra a muchas personas e instituciones, y exige competencias muy especiales. Pero también involucra a la sociedad dado que todo lo que acontezca y se diga en la vida social tiene impacto en las personas y, por lo tanto, contribuye de manera positiva o negativa en el proceso de aprendizaje, crecimiento y maduración de los estudiantes. Es muy distinto educar a un joven que come y duerme bien, que vive en un ambiente tranquilo, en una casa en donde se lee el periódico y que tiene a sus padres presentes en su proceso educativo, que a uno que no cuenta con ello. Es muy distinto educar a un niño que vive en medio de la pobreza y la violencia, que a uno que no ha vivido estas traumáticas experiencias. Es muy distinto educar a un joven con carencias afectivas en su entorno familiar, a uno que no las carece.
Nada le resulta indiferente al ser humano en la conformación de su vida, de su identidad, de su personalidad, de sus sueños, de su cultura, de su modo como se relaciona consigo mismo, con los demás, con la naturaleza y, para los creyentes, con Dios. No quiero decir con esto que los jóvenes estén determinados, lo que trato de decir es que el entorno condiciona la vida de las personas al punto que hace que el derecho/deber de ser educado y educarse se haga más o menos arduo.
En estas reflexiones, llenas de cuestionamientos, preguntas e inquietudes, me centraré especialmente en lo que acontece en el entorno social y su relación con la tarea de educar. Quedará para más adelante una reflexión acerca de la relación que existe entre los contenidos de los medios de comunicación social y los procesos de aprendizaje de los estudiantes y sus propias vidas.
Quiero contribuir a mejorar la educación en Chile y en los colegios de la Iglesia Católica, generando conciencia sobre lo mucho que falta por hacer para lograr que cada chileno saque con fuerza y convicción los
talentos que tiene, se convierta en fuente de felicidad, y esté al servicio de los demás. Ése es el camino para modelar una sociedad más amable, más feliz, en definitiva, más plenamente humana.
Valorar a los profesores
Escuché a una persona decir que los griegos distinguían en el ámbito de las actividades humanas, las profesiones de los oficios. Las profesiones, según lo escuchado, serían tres: el sacerdote que conduce al hombre hacia Dios, el médico que lo sana y el juez que le administra justicia. Se hablaba de profesión, porque implica la acción de profesar. A todas las demás actividades realizadas por el ser humano se les llamaba oficios. Me hizo sentido lo escuchado. En mi opinión, falta una actividad que debiese estar en la categoría de profesión: la del profesor. Ellos, hombres y mujeres, profesan ni más ni menos que conducir a los seres humanos hacia el conocimiento que les permite reconocer y hacer propia la verdad inscrita en la realidad. La búsqueda de la verdad es una exigencia originaria del ser humano que surge desde temprana edad con las preguntas sobre sí mismo, los demás y su entorno. A eso se dedica en último término el profesorado.
Urge, como país, reconocer que la profesión más relevante de la sociedad es la del profesor. ¡Y por lejos! Estoy seguro de que construir un edificio de veinte pisos es mucho más fácil que educar a un joven. A diferencia de lo que acontece en las personas, todos los materiales son previsibles. En cambio, cada estudiante es único e irrepetible, con experiencias propias e intransferibles, y con muchas potencialidades por desplegar. Un ingeniero puede decir todo acerca de los materiales de construcción, porque la materia es lo que es. En cambio, un ser humano será siempre alguien por descubrir. El ingeniero trabaja para las personas a través de la transformación de la materia. El profesor trabaja para las personas, instruyendo, educando, formando, y, en cierto sentido, transformando a las personas. El acto de educar implica llevar al joven a ser lo que es: una persona, a reconocer su dignidad, y a comprenderse en el mundo como alguien significativo capaz de aportar y de llevar su vida a plenitud.
Educar es impregnar la vida del joven de conocimientos que lleguen a conformar su vida de manera coherente con el pensamiento, las palabras y las obras. ¡Qué inmensa y noble tarea! Ello, lamentablemente no se ve reflejado en el reconocimiento económico y social de los docentes, ni menos en su jubilación.
La tarea principal del profesor es descubrir, junto a los padres, todo cuanto lleva inscrito cada estudiante en su condición de ser corporal, espiritual y social, y sacarlo a la luz, mediante la transmisión y cultivo de valores, conocimientos y destrezas: en definitiva trasmitiendo cultura. Esta verdadera aventura, fascinante y noble, marcará, a profesores y a estudiantes, sus respectivos futuros. De ahí su relevancia no sólo para ellos sino que para toda la sociedad. Los padres y profesores lo saben muy bien.
Los padres siempre se esforzarán por buscar el colegio que logre de la mejor manera posible este objetivo. En Chile, todo padre y madre dice “que mi hijo o hija sea más que yo”. Mis padres lo decían. Habrá que ver qué significa “que sea más que yo” en la actualidad. Y, por otra parte, con los cambios que se están produciendo en los más amplios ámbitos de la vida, ¿aquello se puede garantizar? También habrá que estudiar el mejor modo de proveer una educación en consonancia con los valores que los padres le quieren dejar a sus hijos. La elección de un establecimiento educacional es un proceso muy delicado, que no puede quedar en manos del azar ni menos, de los recursos que dispone la familia.
En la práctica, la sociedad chilena no cuida a sus profesores. Ha permitido que impartan la carrera universidades no acreditadas y que varias universidades con carreras de pedagogía hayan cerrado sus puertas. Además, la propia agencia de acreditación de carreras y universidades, se vio envuelta en serios escándalos de corrupción. Hay colegios y universidades que se venden y se compran, como si las comunidades educativas fuesen cosas. La oferta y la demanda es la ley que rige el criterio para abrir y cerrar carreras1. Estas prácticas atentan no sólo contra la comunidad educativa sino que en contra de toda la sociedad. En los países desarrollados con los cuales nos comparamos, ello no acontece. Los más perjudicados son los estudiantes y las familias de aquellos profesores (víctimas del sistema) que allí se formaron.
Queda claro que en el centro del sistema educacional chileno, hay también otros intereses que debilitan el fundamental: instruir, educar, formar. En algunos casos, el interés es claramente económico. Ello es inaceptable. Desde ese punto de vista la educación pública, debiese ser siempre un referente educativo que hay que promover y cuidar. Lo mismo respecto de las instituciones que se mueven por altos ideales humanos, que han demostrado que no los mueve el lucro, sino el celo por contribuir con su proyecto educativo a la consecución del bien común.
Sin un profundo cambio cultural respecto de la mirada de la sociedad hacia los profesores, sin el reconocimiento de los establecimientos de educación como una comunidad de personas que buscan y transmiten la verdad, y la hacen propia en sus vidas, sin el reconocimiento de que en la sala de clase se fragua el futuro del país, no llegaremos a ninguna parte como sociedad ni lograremos la tan anhelada justicia social. En efecto, será la verdad, aprendida, reflexionada, y encarnada en personas concretas, la condición de posibilidad para comprender la sociedad en la que vivimos, los dilemas éticos que se presentan y las soluciones que se requieren. La verdad es el mejor antídoto contra la indiferencia, el individualismo, el egoísmo, las soluciones facilistas e inconducentes, y el mejor remedio para alcanzar un país más justo y fraterno.
Felicito a los profesores de Chile, hombres y mujeres, de modo especial a aquellos que en precarias condiciones realizan su labor. Son verdaderos héroes del siglo XXI. También saludo a las personas que se desempeñan en labores de gestión y de auxilio en los establecimientos educacionales. Su trabajo es parte del proceso educativo. Su labor es imprescindible en la tarea de educar, y no siempre es bien valorada.
¿Lo estamos haciendo bien?
Pensando en los cientos de miles de estudiantes que se están educando en las escuelas y colegios del país, me surgen varias preguntas.
¿Los estamos preparando para el mundo que nos espera en cinco, diez, veinte, cincuenta años más? La verdad es que no lo sabemos y ello sí que es un gran problema. Si no comprendemos los profundos cambios culturales, sociales, políticos, científicos, tecnológicos y demográficos que estamos viviendo, menos vamos a poder saber qué es lo que hemos de enseñar en las aulas, y cómo hacerlo.
Tengo la impresión, con excepción de algunas nuevas iniciativas, que el sistema educativo en Chile está haciendo lo mismo desde hace muchos años. La velocidad vertiginosa de los cambios en el ámbito de las ciencias, las comunicaciones, la robótica, la tecnología, el transporte y la propia familia, no han ido de la mano con la actualización y contextualización de los contenidos escolares y los métodos de enseñanza-aprendizaje. Los más perjudicados son los propios estudiantes.
Adicionalmente, hemos dejado de lado en los proyectos educativos y, como consecuencia, en las aulas, las reflexiones acerca de las grandes inquietudes que anidan en el corazón humano. Las clases de filosofía y las ciencias humanas se han ido reduciendo de las mallas curriculares poco a poco en pos de mayor tecnología y ramos científicos. Ni hablar de lo postergadas que están las clases de religión. Esto exige una reflexión de largo aliento.
Tengo la impresión que los establecimientos educacionales están tan preocupados de la metodología, del cómo enseñar, y de los medios, que han relegado a un segundo plano el fin último de la educación, y su significado. ¿Cómo podremos responder adecuadamente a la pregunta del “qué tenemos que hacer”, si no sabemos quiénes somos ni cuál es el sentido último de nuestra existencia? ¿Será posible formar personas auténticamente libres si en su proceso de maduración no se cuestionan respecto de sí mismos? ¿Podrán hacerse cargo de sus vidas, antes de que otros se hagan cargo de las suyas? ¿Los estamos formando para que vivan según su manera de pensar o los estamos llevando por el terrible camino para que terminen pensando según su manera de vivir? No será que ¿estamos tan preocupados de formarlos para que tengan “de qué vivir” que no los ayudamos a que descubran “para qué vivir”? ¡Fuerza y vigencia adquiere el aforismo griego “conócete a ti mismo”!.
Frente a estas preguntas acuciantes, cuyas respuestas marcarán los destinos del país y el de sus habitantes, ¿Qué responsabilidad le cabe al sistema educativo? ¿Está bien pensado? ¿Qué responsabilidad cabe a cada uno de nosotros?
Apoyar a los estudiantes más vulnerables
Si bien es cierto que todos los seres humanos somos iguales en dignidad, no menos cierto es también que los condicionamientos a los que nos vemos sometidos durante nuestra vida influyen de manera relevante en el rendimiento, en el proceso educativo, en definitiva, en nuestro futuro.
En Chile hay una injusticia de base en el sistema escolar. Aquellos que tienen mayores recursos económicos (que se traduce en mejor alimentación, descansos adecuados, acceso a buena salud, vacaciones, acceso a la cultura, más silencio para estudiar, mayor nivel cultural en el hogar, más oportunidades para realizar actividades deportivas, etc.), son los que se educan en los colegios con profesores mejor remunerados y en salas de clases, bibliotecas y laboratorios, mejor equipados y más amigables en invierno y en verano. Suelen ser colegios particulares y de muy alto costo. Aquellos que carecen de una vida que les permite estudiar tranquilos, se ven enfrentados a todas las dificultades que genera la pobreza: van a colegios donde los profesores tienen salarios claramente más bajos y tienen mayor inestabilidad laboral, las condiciones para estudiar no siempre son las más adecuadas y, además, se sienten más inseguros por la precariedad laboral de sus padres.
A la luz de esta realidad, en Chile es fácil predecir quiénes obtendrán los mejores puntajes en el SIMCE y en la PSU. También es fácil predecir quiénes ocuparán los cupos en las universidades más reconocidas del país y en la carrera que ellos elijan. Esa injusticia basal pena sobre el sistema educativo chileno hasta el día de hoy. Ello exige una mayor atención al cuidado que se les da a los profesores, pues la sala de clases y el colegio son los lugares privilegiados para entregar a los niños, niñas y jóvenes, aquello que su ambiente familiar y social no fue capaz de proveer. La desigualdad económica y social que hay en Chile se repite en los procesos educativos. Esa es una gran injusticia que ha marcado a muchas generaciones.
Terminar con la lógica “a más dinero mejor educación y mayores posibilidades en la vida” es el gran desafío que tenemos como país. Dios reparte los talentos por igual, sin embargo, el contexto social y económico de cada cual los despertará o los adormecerá. Debemos promover un sistema tal que, independiente del colegio donde cada persona se eduque, pueda tener una educación de calidad. Sin duda que hay algunas iniciativas positivas, pero falta mucho aún por hacer.
Nadando contra corriente
La inmensa mayoría de los profesores tiene un gran sentido ético de su labor y conciencia de su responsabilidad. En su tarea educativa se han visto enfrentados a un entorno social marcado por la corrupción, el cohecho, los abusos, el enriquecimiento ilícito, las colusiones y actos gravemente atentatorios contra las personas y la sociedad. Todos estos hechos, profusamente divulgados por los medios de comunicación, han dejado al descubierto una sociedad que no siempre se rige por los principios básicos que sustentan la convivencia social como lo son la honestidad, el valor de la palabra empeñada, el trabajo honesto y bien hecho, y el valor del bien común por sobre el bien individual.
Lo más doloroso de todo esto, - y que genera más preguntas sobre los procesos educativos -, es que la gran mayoría de las personas que han cometido los ilícitos antes mencionados, son personas que han sido educadas en colegios de elite y casi todos con estudios terciarios. Esto es grave.
Aunque no podemos decir que Chile es un país corrupto, si podemos decir que ha habido graves hechos de corrupción. Ello ha debilitado la fe pública, la credibilidad en las personas con responsabilidades y, por lo tanto, en las instituciones. Este triste panorama ha minado la legitimidad de las autoridades y, por lo tanto, de la democracia. Esta realidad no ayuda a que los jóvenes vean modelos de personas con quienes identificarse para conformar sus propias vidas.
En este contexto social, se ha ido cuajando una ausencia de líderes y referentes sociales, que ha ido generando un desencanto generalizado en los jóvenes. Ello trae consecuencias en el aula. Como dice un aforismo griego, “los jóvenes le dan más crédito a lo que ven que a lo que oyen”, y Jesús en el Evangelio, a propósito de los fariseos, dice “Haced, pues, y observad todo lo que os digan, pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen”2. Pesa, sobre quienes han tenido comportamientos abusivos, una gran responsabilidad. Duele mucho, pero hay que reconocerlo, estos abusos también se han dado al interior de nuestra Iglesia.
Pareciera ser que en el proceso educativo la dimensión técnica de la existencia prevaleció por sobre la dimensión ética, y el interés por el bien personal prevaleció por sobre el del bien común. Pareciera ser que el modelo educativo imperante lleva a que muchas personas vean el dinero como un fin y no como un medio; y lo sobrevaloren al punto de no importarles dañar a otros para conseguirlo. Y lo que es peor, este modo de proceder ha ido generando una cultura en donde el fin justifica los medios. Todo este escenario los jóvenes lo absorben. A la luz de este panorama, resulta fundamental la tarea de los docentes de cultivar en los estudiantes un espíritu crítico, de tal manera de llevarlos a reflexionar acerca del daño que producen estas conductas para que no sean consideradas normales y, sobre todo, no vuelvan a repetirse.
Inmediatamente a nivel escolar surge la pregunta: en relación a la copia y al plagio, ¿hay una reflexión en los colegios? ¿Quién podrá garantizar que un joven que hoy copia, el día de mañana no hará facturas o licencias médicas falsas? ¿Existe en la actualidad una metodología que ayude a los estudiantes a que no sean susceptibles de ser corrompidos o corromper? Además de un manual de convivencia escolar, ¿existe una reflexión serena sobre los efectos y alcances de los actos morales negativos en la conciencia de los estudiantes?
Creo que debemos ampliar la mirada como sociedad respecto de los procesos educativos y tener siempre presente la dimensión ética y social de la vida.
La realidad nos muestra que no todos los mejores puntajes en la PSU terminan siendo los mejores alumnos en la universidad; que los mejores alumnos en la universidad no siempre terminan siendo los mejores profesionales; y que los mejores profesionales no siempre terminan siendo las mejores personas ni los que más contribuyen en la construcción de una sociedad mejor.
La mejor herencia: buenos recuerdos
“La mejor herencia: buenos recuerdos”, es una frase que debe llevarnos a pensar si las familias y los establecimientos educacionales que frecuentan los jóvenes son lugares donde tienen experiencias de vida significativas en cuanto al reconocimiento de sus habilidades, de sus intereses, de sus destrezas, de sus dones, en definitiva de su ser. Si una persona no tiene una profunda experiencia de amor en su hogar y de sentirse valorado por lo que es y no por las notas que se saca, difícilmente crecerá como persona de manera armoniosa.
Las experiencias de vida, que se materializan en recuerdos, conocimientos, valores y creencias, nos acompañan durante toda la existencia. Hay jóvenes que por tener ciertas características físicas, pertenecer a ciertas etnias, tener cierto entorno social, situaciones familiares complejas, o profesar una fe religiosa, son objeto de burlas sistemáticas de sus compañeros.
En Chile el maltrato infantil es muy extendido, y lo debemos erradicar absolutamente. Un estudiante requiere, para sacar adelante sus estudios, una vida serena en su entorno. Esa es una tarea pendiente de toda la comunidad escolar. El bullying, el acoso, la mofa, hacen un daño difícil de cuantificar en la vida de las personas que puede tener consecuencias muy graves. Generar entre todos, ambientes de convivencia sanos, alegres, de mucho respeto por el otro, es el camino que nos permitirá generar un entorno educativo propicio para aprender y convivir con los demás. El gran desafío que se nos presenta en el siglo XXI es formar jóvenes felices en su hogar y en su colegio y propender hacia una cultura donde reine el respeto, la ternura y el amor. Platón decía: “Dos excesos deben evitarse en la educación de la juventud; demasiada severidad, y demasiada dulzura”. ¡Toda la razón!
Del competir al compartir
La cultura occidental se puede comparar a una pista atlética donde se comienza a competir desde muy temprana edad. En Europa y Estados Unidos la carrera comienza en el útero materno al no permitir que personas con algún tipo de malformación genética o enfermedad vean la luz.
En Chile, en general, la selección para ingresar al colegio, especialmente en los colegios particulares, suele ser traumática tanto para el niño como para los padres. En Chile desde pequeño se comienzaa vivir la experiencia de ser excluidos. Las categorías –nefastas para generar una comunidad educativa de personas- de “ganadores” y “perdedores” se instalan como parte de la cultura. ¡Cuándo llegará el día en que experimentemos en nuestra vida diaria que estamos estudiando, trabajando, creciendo “junto a otros” y no “contra otros”.
En este contexto, se van creando pequeños grupos de élite que se preparan durante años, en cierto sentido, al margen de la realidad. Ello se replicará después en el mundo laboral y la vida social. Son los lugares donde el éxito se mide en términos de promedio SIMCE y PSU e ingresos a tal o cuál universidad. Ahí está puesto el foco. El que no cumple las expectativas, tendrá que buscar otro colegio. Esos centros educativos pueden ser muy eficientes, pero demasiado unilaterales. En vez de mostrar a los estudiantes la complejidad de la realidad –que constituye también su belleza a la que en algún momento se van a tener que enfrentar-, los terminan encerrando en su propio mundo. Sin duda que ello no ayuda a construir una sociedad más justa y democrática. Quien debiese suplir esa deficiencia es la educación pública, pero a pesar de sus esfuerzos que, por cierto, se valoran, no ha podido lograrlo de modo satisfactorio.
El gran cambio cultural que debiésemos producir es pasar de la lógica del competir a la lógica del compartir. Ello implica reconocer en cada ser humano un valor único que, en virtud de su dignidad, ya es una riqueza en sí mismo, que forma parte de la comunidad, y que siempre es fuente de enriquecimiento.
Los colegios que solo aspiran y forman para la obtención de resultados académicos promueven la dinámica de la competencia que después se repite en la vida diaria y que sólo genera divisiones y odiosidades. Sería interesante ver el perfil e historial de aquellos que han atentado contra escuelas y universidades en Estados Unidos y otros países y preguntarnos si en Chile, con la lógica de la mera competencia, no estamos pavimentando el camino hacia situaciones similares. Tenemos que evitar aquello a toda costa.
Sacar lo mejor
Lo más probable es que actualmente entre los estudiantes tengamos grandes artistas, científicos e intelectuales en potencia. La pregunta que surge es si el sistema escolar tiene la capacidad de reconocerlos y ayudarlos a sacar lo mejor de ellos mismos para su realización personalmy el bien de la humanidad. ¿Qué es la felicidad, sino hacer en la vida aquello para lo cual uno tiene habilidades, destrezas, genuino interés, talentos: en definitiva, vocación? ¿Cuántos verdaderos genios hemos perdido porque les hemos dado las herramientas equivocadas o los hemos encaminado por rumbos para los cuales no fueron creados? ¡Cuánta frustración hay en tantas personas, que en algún momento de sus vidas aflora como violencia! ¿No será que la educación está rigidizada y no da espacio a que los jóvenes muestren sus habilidades e intereses y les sean potenciadas adecuadamente? ¿Quién sería capaz de ayudar y motivar a un estudiante con una clara vocación sacerdotal, religiosa, intelectual, artística o deportiva?
En la actualidad, de manera implícita o explícita, encausamos excesivamente a los jóvenes a que estudien carreras que aseguren rentabilidad, más que felicidad. Esa es una deuda muy grande y que no sabemos cómo saldarla, porque no hay una metodología para ello. No deja de llamar la atención que un mes antes de que los jóvenes rindan la PSU aparecen en la prensa cuales son las carreras más rentables (obviamente desde el punto de vista económico). Eso es una gran deformación del sistema educativo chileno. Es cosa de ver el aumento de oferta de carreras técnicas y la paupérrima oferta de carreras en el ámbito de la filosofía, la teología, las artes en general y las ciencias puras.
Sacar lo mejor de cada cual implica también aprender a fracasar. Reconocer los fracasos como parte de la vida y como experiencias significativas para crecer como personas es una dimensión que está ausente en los procesos educativos. ¿Quién nos enseña a asumir los fracasos como posibilidad para crecer como personas, ser más realistas respecto de nuestras expectativas y más humildes? El fracaso, bien asumido y acompañado, puede ser una fuente insustituible de desarrollo de la personalidad y de creatividad; un impulso o motor para emprender nuevos caminos en la vida. Quien ha tenido experiencias de fracaso en el ámbito académico, laboral y afectivo y las ha vivido comprendiendo la vida como una realidad amplia, generosa, siempre abierta a nuevas posibilidades, ha aprendido a vivir.
El anhelo de inmediatez en el logro de objetivos y la poca capacidad para aceptar las frustraciones y los fracasos, auspician un futuro muy complejo en el ámbito social. Parte del proceso educativo consiste en reconocer las grandezas que hay en cada estudiante, pero también en ayudarlo a reconocer sus límites, que lejos de ofuscar su dignidad lo pueden llevar a reconocer que la vida social se construye a partir de los talentos y los límites de todos y cada uno de sus miembros. Ello nos ayuda a reconocer nuestra existencia como seres necesitados de otros y no autosuficientes. Parte de la tarea educativa es suscitar en los estudiantes asombro y estupor, que los mantenga siempre atentos a lo que va a venir, con la esperanza de que será mejor que lo pasado. Tal vez debiésemos cuestionar nuestro propio estilo de vida que, al no suscitar interés en los jóvenes, los lleva por otros derroteros, que después hemos de lamentar.
Madurez humana
El ser humano es una maravilla. Es admirable su genialidad. Es cosa de observar el mundo que nos rodea. La creación de Dios más la inteligencia humana ha hecho verdaderos prodigios en el ámbito de la ciencia, la cultura, el arte, el deporte, etc. Sin embargo, también es la mano del hombre la que ha hecho mucho daño. Desde tirar la basura a la calle, hasta las atrocidades más grandes en contra del propio hombre. Tantas preguntas que debiésemos responder y que las veo tan ausentes en los debates en torno a la educación.
¿Cómo aprovechar el largo período que pasan los estudiantes en las aulas para ayudarlos a que crezcan como seres humanos? ¿Cómo motivarlos a que sean generadores de una cultura auténticamente humana que saque lo mejor de cada uno? ¿Cómo acompañarlos para que sean personas de bien, con un profundo anhelo de querer colaborar con cada una de sus acciones en beneficio del bien común? ¿Cómo hacer comprender que cada una de sus palabras y gestos son relevantes y que tienen impacto en ellos mismos, en los demás y en la naturaleza? ¿Cómo ayudarlos a encontrarle sentido a sus vidas, más allá de sí mismos, de sus anhelos, deseos o gustos? Son preguntas que nos desafían y frente a las cuales no hay una respuesta contundente.
El aumento del consumo de alcohol y droga, la vida sexual desbocada y desligada de afecto y compromiso, así como una alta tasa de suicido entre los jóvenes, denotan un vacío existencial que ni los padres ni la escuela ni la Iglesia ha sido capaz de llenar. ¡Tan preocupados estamos de cómo financiar la educación, que nos olvidamos cómo y para qué educar! ¿Qué sacamos con insistir tanto en el rendimiento académico – cuestionable, en mi opinión- si el fin de semana un porcentaje no menor de jóvenes toma alcohol en exceso, y cuando sale del colegio, cuando nadie lo ve, tira la basura al suelo o maltrata a una persona?
La madurez personal se va construyendo día a día, hora a hora. No se realiza en base a eventos sino que a procesos muy hermosos y exigentes. La madurez humana alcanza su culminación cuando nos reconocemos sujetos de derechos, por cierto, y simultáneamente de deberes. Solamente así será posible reconocer al otro como persona. La enseñanza de Jesús de hacerles a los demás lo que quieren que hagan con uno, es inigualable a la hora de promover en el proceso educativo; la exigencia de que sean respetados los derechos pero, junto a ello, se cumplan los deberes.
Esta ecuación derecho - deberes se puede comenzar a internalizar a muy temprana edad, pero no como una exigencia desde el exterior, sino que más bien como el reconocimiento de un bien digno de ser entregado y recibido, fuente de crecimiento y de amor recíproco. Tengo derecho a una sala limpia, pero al mismo tiempo tengo el deber de no ensuciarla. Tengo el derecho a que no me hagan bullying; pero al mismo tiempo tengo el deber de no hacérselo a los demás. Es importante lograr internalizar en el corazón de la persona de que no agredo al otro por miedo o porque me vayan a castigar, sino porque veo en el otro un valor inestimable y porque agredirlo es agredirme y agredir a toda la comunidad.
Amar y trabajar
Todos los hombres y mujeres del planeta queremos dos cosas: amar y trabajar. Cuando hay amor en la vida personal, familiar, vecinal, social, y cuando tenemos un trabajo que nos hace crecer como personas y nos permite vivir dignamente, somos felices. El amor es un aspecto esencial de la vida de los seres humanos. Es ello lo que quieren los jóvenes. Nada le entrega a un joven más estabilidad afectiva y humana que un ambiente de respeto, de amor y de alegría. Amar y ser amados en sus formas de amistad, matrimonial o de servicio al prójimo, es la condición de posibilidad de una persona feliz, reconciliada consigo misma, con su historia, y con sueños y anhelos para el futuro. Sin una profunda experiencia de amor, especialmente en la niñez y la juventud, es muy difícil verse de manera positiva a sí mismo, comprender adecuadamente a los demás y proyectarse sin temor hacia el futuro. Muchos de los actos de violencia que vemos en el mundo son, al final, el espacio donde irrumpen las experiencias personales donde el gran ausente fue el amor.
Con el trabajo pasa algo similar. Es frustrante para una persona no desenvolverse en aquello que percibe como su vocación. El trabajo es una forma privilegiada de desarrollar talentos y destrezas y hacer un aporte a la sociedad. Muchas veces no valoramos esta situación en los procesos educativos, donde se obliga a los estudiantes a aprender contenidos para los cuales no sólo no tienen interés alguno, sino que tampoco las competencias adecuadas. Así, el estudio, en vez de convertirse en fuente de realización y crecimiento como persona, se convierte en una verdadera pesadilla. ¡Cuántos jóvenes estresados por tener que rendir materias que les resultan indiferentes y sin las cuáles no pueden avanzar en sus estudios!
Pensar los procesos educativos como espacios para crecer en la capacidad de amar y de ser amados, y de comprender el estudio/aprendizaje como una forma de aportar a los demás mediante el trabajo desde la riqueza propia, es un paso necesario y urgente. Lamentablemente falta para aquello, puesto que el sistema educativo chileno orienta, por la propia dinámica que genera la competencia, a formar personas para producir y consumir. Este proceso es a costa de la paulatina pérdida de la identidad de la persona y su carácter único.
Si incorporamos el amor y el trabajo como categorías educativas, los ambientes escolares mejorarán significativamente. No hemos de tener miedo de introducir mayor ternura en los colegios. Nada más educativo que el amor y un ambiente sereno para aprender, y en contacto con quienes han de ser los primeros en ser amados, valorados y queridos: los más pobres. La experiencia de amar y sentirse amado, queda grabada a fuego en lo más profundo del ser de las personas y se traduce en actitudes positivas durante toda la vida, especialmente frente a las adversidades. Son los frutos de la experiencia irrepetible de saberse amado por el solo hecho de ser, de existir. Pienso que desde allí se debiesen centrar los procesos educativos en torno a la sexualidad humana, que ha de vincularse con más fuerza al amor como expresión de toda la persona y de un proyecto de vida que se proyecta a lo largo del tiempo.
También desde la perspectiva del amor y del trabajo se han de emprender programas de solidaridad en todos los estamentos escolares. Si logramos que la solidaridad, es decir, el compromiso firme y constante hacia los más necesitados, sea parte integrante de la formación, podremos garantizarle a la sociedad personas con espíritu de servicio. Si lográsemos que cada curso tenga una obra social de la cual preocuparse, los mismos estudiantes experimentarán la alegría de servir, dejarán de considerarse ellos mismos el centro de sus vidas, y pondrán al necesitado en el primer lugar de sus preferencias. Así, poco a poco iremos pasando - desde la más tierna edad- de la cultura de la indiferencia a la cultura de la solidaridad. Además, los jóvenes, al tener contacto directo con la pobreza y las necesidades de los demás, irán gestando en el interior de las aulas preguntas de orden político y ético que generará debates de mayor profundidad.
Información, conocimiento y sabiduría
Aunque con una serie de variantes y matices, los proyectos educativos están orientados principalmente a que los estudiantes aprendan ciertos contenidos para ser posteriormente evaluados por su aprendizaje. La evaluación les permite pasar al curso siguiente, y así sucesivamente, hasta que postulan a la educación superior. Las notas que han obtenido tienen injerencia a la hora de postular a una carrera. En general, se trata de una serie de informaciones que se les entrega a los estudiantes con la finalidad de que se conviertan en conocimientos. Lo que sin duda está bien.
Pero no basta. En efecto, recibir la información y convertirla en conocimiento es un proceso intelectual complejo y exigente que requiere aplicación y dedicación. Un joven mientras más y mejor estudie tendrá más conocimientos en las más amplias esferas del saber. Sin embargo, surge la pregunta ¿es suficiente tener conocimientos para llevar una vida conforme a la dignidad del ser humano? ¿Podrán los conocimientos por sí solos resolver los dilemas éticos que se presentan en la vida diaria? ¿Logrará el estudiante la anhelada felicidad con el mero saber? La respuesta es no. De hecho, como es muy bien sabido, los actos de corrupción en sus más variados ámbitos del quehacer nacional, fueron realizados por personas con amplios conocimientos en materias bien específicas y complejas; sin embargo, ellos no fueron capaces de ponderar adecuadamente el daño inmenso que hacían con sus actuaciones reñidas con la ética. Tuvieron conocimientos, pero les faltó sabiduría5.
La sabiduría es un aspecto fundamental de la vida que debiese practicarse en la esfera escolar, como discernimiento. La lógica aún sigue siendo el premio y el castigo. Ello se repite, lamentablemente, en la vida de adulto. Es un imperativo promover una educación donde el discernimiento de las situaciones lleve a los estudiantes a tener convicciones profundas respecto de su actuar, y sean capaces de tomar decisiones correctas e interiorizadas en sus propias vidas. Esta dinámica ayudará a que los estudiantes traspasen el cerco de la mera información y conocimiento, y alcancen más sabiduría. Este proceso entrega mayores garantías de que se está formando personas con capacidad de distinguir y reflexionar frente a una situación y actuar según las categorías de lo que es verdadero, bueno y bello. Esos espacios, que implican diálogo, han de permear toda la vida escolar dado que permitirá ver el todo y no sólo la parte, comprender las situaciones en su contexto y ponderar adecuadamente los caminos a seguir.
No basta con poner carteles en las paredes en contra del bullying, ni reprender a quien lo hace. Ello es insuficiente. Lo que se requiere es una reflexión sobre la dignidad del ser humano y su valor que debe ser respetado, siempre y bajo todas las circunstancias. Es muy difícil promover un marco ético en una comunidad educativa si no va acompañada de una antropología que dé razón del valor infinito del ser humano. Es un camino más arduo, pero cuyos resultados positivos perdurarán en el tiempo. Es un proceso exigente, pero posible y necesario.
Desde ese punto de vista, la educación católica se presenta como una gran oportunidad, dado que su proyecto educativo se fundamenta en la visión del ser humano, creado, hombre y mujer, a imagen y semejanza de Dios, profundamente amado por Él, y llamado a la vida eterna como futuro absoluto, y que en ciertas circunstancias podemos comenzar a reconocer en el aquí y ahora de la historia. En esta dinámica, su vida adquiere pleno sentido no sólo estando con los demás, sino que estando disponible para los demás. Así, todo el ser del hombre y de la mujer se comprende como un don, llamado a convertirse en un don. La dimensión espacio temporal de la vida, de suyo pasajera, adquiere un nuevo sentido, pues se proyecta hacia el infinito. Ello hace mirar con libertad los bienes terrenos para centrar la vida en lo relevante, la comunidad y la vida eterna.
En mi opinión, los colegios han de dedicarle más espacio a la reflexión y al diálogo acerca del sufrimiento y la muerte, el valor de los bienes materiales como medio y no como fin, la comunidad, la justicia social, el sentido de la vida.
En el contexto de inmediatez en el que vivimos donde muchos piensan que la historia comenzó ayer y terminará mañana, y el único actor relevante es uno mismo, es imposible generar una comunidad donde prime la persona por sobre las cosas, el espíritu por sobre la materia y el bien común por sobre el bien personal, y la ética y la estética por sobre la técnica.
Conclusión
Convencido de que la sociedad será mañana una copia de lo que acontece en las familias y los colegios hoy, he escrito estas líneas. Me anima, como Arzobispo de Concepción, contribuir al diálogo entre todos los estamentos de la sociedad y de la comunidad educativa para que juntos podamos sacar adelante la tarea hermosa y desafiante de educar. De la educación que demos a los jóvenes hoy depende el nivel de justicia social, de paz y de fraternidad, de mañana. Ello exige una reflexión respecto de qué significa ser hombre, ser mujer y ser parte de la sociedad, y qué significa educar en el contexto cambiante que vive el mundo, en virtud del rápido apogeo de nuevas tecnologías y modos de comunicación. Tenemos suficiente experiencia como para ser un aporte en la construcción de las políticas públicas en materia de educación. Nuestros colegios son valorados por la comunidad.
Estigmatizar a los jóvenes es muy fácil. Más fácil aún es encerrarse en las casas y barrios con alambres púas, guardias y cercos eléctricos. Pero así no se avanza. Se avanza buscando las causas reales que llevan a que un gran número de jóvenes se rebelen de diversas maneras contra un sistema que los deja solos, sin trabajo, sin oportunidades y sin cariño. En pleno siglo XXI hay deserción escolar, y muchos no pueden aspirar a la educación superior. La brecha en el ámbito de la educación, sigue presente, aún cuando progresos se han hecho. Y se reconocen, por cierto.
Estos temas son complejos, lo sé. Soy consciente de la buena voluntad que hay en amplios sectores de la sociedad para promover una educación de calidad a lo largo y ancho del país. Pero no ha sido suficiente.
Este ensayo pretende llegar al corazón de cada chileno y cada chilena para que se haga las siguientes preguntas: ¿de qué manera contribuyo a salir de la desigualdad basal que hay en la educación, madre y fuente de tantas otras inequidades?, y ¿de qué manera puedo contribuir a generar una sociedad más justa, desde las aulas de clases y desde el seno de la familia? Quejarse por la sociedad que nos dejaron los mayores no soluciona nada, preguntarse por la sociedad que le quiero dejar a las futuras generaciones y actuar en consecuencia, es el camino correcto. A eso los invito con estas reflexiones.
Por último, estas líneas surgen de lo que he observado en la sociedad de la que formo parte. He tratado de ser justo y objetivo. Pero además me mueve el convencimiento de que la dignidad del ser humano que nos presenta Cristo, que le revela el hombre al propio hombre, y le hace descubrir la sublimidad de su vocación, como dice el Concilio Vaticano.