El difícil arte de acompañar los últimos días
La experiencia de acompañamiento de Merche Vega con los enfermos terminales
“¿Qué hay después…? Me muero. Tengo miedo… ¿Qué me voy a encontrar? Tú, que llevas tanto tiempo por aquí, ¿sabes que me voy a encontrar?” Un paciente me preguntaba antes de marcharse, con voz entrecortada y una mirada necesitada de respuestas.
Sufro, mucho, pero estoy junto al Señor, viviendo con él su pasión y sé que junto a él viviré su resurrección” me dijo otra paciente de veintiún años, con un dolor que la química no conseguía paliar.
“Me marcho. Alá juzgará mi vida. ¡Que Él sea misericordioso!” Esta frase provocó horas y horas de conversación, poniendo en común dos formas de acercarse al final, a ese encuentro con Dios.
“¿Eres creyente?” quise saber. “Con todas mis fuerzas” respondió mientras rompía en llanto. Nadie le había hecho nunca esa pregunta… y hablamos durante una hora…. Porque hay que ser valiente para, de manera natural, acercarse a esa parte que tanto negamos durante nuestra vida
“¿Cómo estás?” pregunté. “¿Que cómo estoy…?” contestó resignado, clavando su mirada en mí. “Dios me ha abandonado. ¿Te puede ocurrir algo peor de lo que me está pasando a mí?”. Yo le escuchaba, mientras él acompañaba a su mujer e hija, a ambas en sus últimos días, en aquella misma habitación, esperando el final. Mientras su otro hijo, además, también estaba en pleno proceso de quimio.
“Creo en Él. Con todas mis fuerzas. Pero no le veo. ¡No está! ¿Dónde está?”. Las lágrimas de otro paciente atravesaban su rostro mientras él permanecía inmóvil, sin fuerzas para secárselas. Su esposa hundía su cara en la mano que agarraba fuerte. Entre tanto, le pedía que no blasfemase. Con miedo. Con pena. Con un dolor insoportable.
Otro paciente está solo. Se marcha. Vamos a intentar llevarlo a la India, que es donde se quiere marchar. Entro a despedirme y solo me pide que rece con él. “Reza conmigo por si no logro sobrevivir al avión, necesito rezar agarrado a una mano y no sé a quién se lo voy a pedir cuando salga del hospital”. Entonces rezamos, y fue el Padrenuestro más cercano al Padre que he rezado en mi vida…
“¿Por qué no le ponen algo y ya está? Qué se vaya... Está sufriendo, ¿no lo ves?” Me decía llorando una hija a los pies de la cama de su madre, entre lágrimas mientras cogía su mano. Ella, respiraba serena, acercándose al final de una manera digna y sosegada, sintiendo la fuerza de esa mano que la sujetaba...
֍ Llevo dieciséis años acompañando a personas al final de la vida. Mis comienzos fueron en la cuarta planta de oncología infantil en el Materno. He podido acompañar a personas y a sus familias en trances muy complicados y difíciles. Situaciones que han hecho tambalear desde mis planteamientos vitales, hasta mi propia fe. Lo que ha provocado que tenga que buscar caminos, herramientas y recursos en lugares – a veces insospechados – pero indudablemente brechas abiertas por el Señor.
Es la primera vez que hablo de mi experiencia desde la fe abiertamente. Desde una fe débil, que se trabaja día a día, que se cuestiona constantemente y que solo encontró consuelo en este camino cuando se topó con la madre Teresa de Calcuta y sus dudas. Porque sí, estar en contacto con el sufrimiento humano, debilita, te hace dudar, te hace incluso plantearte abandonar y pensar que esto no va contigo. Sin embargo, el Señor envía un don. Y esa luz no la puedes guardar bajo la cama, sino que hay que dejar que alumbre al que lo necesita, aunque a veces cueste.
Soy Voluntaria asistencial en la Fundación CUDECA desde hace más de una década. He estado en la unidad de ingresos de su hospital en Arroyo de la Miel, y estos dos últimos años en la unidad paliativa en el Hospital Marítimo de Torremolinos con un proyecto europeo para implantar el voluntariado en las habitaciones. Anteriormente estuve en otra asociación de oncología infantil en el Materno y varios años en el Teléfono de la Esperanza de Málaga.
Mi acercamiento al sufrimiento humano ha sido desde muchos planos, pero siempre con el mismo motor, el Evangelio y el Señor. Ver el rostro de Dios en cada persona sufriendo es lo que me ha dado esa serenidad y a la vez una pasión que muchos no se explican en mí.
Cuando entro en una habitación, siempre, recuerdo el versículo de Éxodo 3, 5. Entro en un terreno sagrado y entro completamente descalza, sin zapatos, sin juicios. Mi prioridad es aliviar el sufrimiento y dignificar a la persona que se está marchando. Por ello, una de las cosas que primeramente hago es tapar al paciente si se encuentra en pañal. Si es mujer, entre yo primero y le pido permiso para que entre mi compañero. Si es un hombre, lo hacemos al revés. No somos sanitarios, somos extraños y debemos respetar la privacidad de su cuerpo. Cuerpo que sabemos que está castigado por quimios, pinchazos, pruebas a veces agresivas, desnudez en camillas. Nosotros con nuestra entrada respetuosa intentamos recordar que no es solo pasto de pruebas médicas que intentan mejorar su salud, sino también un cuerpo que cubrir, mimar y cuidar.
Nuestros pacientes llegan exhaustos de malas noticias y diagnósticos, hasta que llega la palabra para ellos más temida, “paliativos”. A veces no está muy bien explicada y se lleva a la confusión de que ya no hay más que hacer, y que la muerte va a llegar con sufrimiento y en breve.
El proceso paliativo es aquel proceso de enfermedad en proceso no curativo. Por ello, existen otras formas de cuidar muy necesarias para llegar al final que puede ser de inmediato o no. Un proceso donde tenemos que cuidar al enfermo físico, emocional, psicológico, social y espiritualmente, a él o ella y a su familia. Nos encargamos, como dice el lema de CUDECA de añadir VIDA a los días ya que no podemos añadir días a la vida. Los acompañamos a ellos y a sus familias para vivir intensamente cada día de la enfermedad, donde estar vivo es un regalo.
Y digo yo, ¿no es nuestra propia vida un proceso paliativo? Cada día es un regalo y debemos llenarlo de vida porque no sabemos dónde está nuestra caducidad. Por ello, no he aprendido más de la vida que acercándome a la muerte.
Respetamos el momento del nacimiento de una persona e incluso a veces los partos se prolongan durante días. Celebramos el nacimiento, lo recibimos con alegría y todos queremos estar presentes cuando una nueva persona llega a este mundo. Nadie le conoce, aún no sabemos nada de él, pero estamos deseando estar, verle, tocarle y recibirle. ¡Cómo me gustaría que las marchas se consideraran de la misma forma! Son personas con una vida vivida, se han podido equivocar, pero también han amado, han sido importantes en sus trabajos, en sus familias… han enseñado, han engendrado y cuidado de otras vidas (hijos, sobrinos, nietos, hermanos, etc.) y se marchan. ¿Por qué no somos capaces de hacer una despedida con la misma dignidad que los recibimos? Tenemos prisa por la despedida, no respetamos los tiempos de marcha de la persona, consideramos que es una pérdida de tiempo y casi siempre lo disfrazamos con la frase “está sufriendo”.
He visto, muchas veces, pacientes que no se han marchado y han tenido una agonía larga simplemente porque había algo que solucionar a pie de cama, o bien porque estaba esperando a alguien que no llegaba de lejos para la despedida. Esos tiempos no son humanos; los marca Dios, de eso estoy segura. Hay una gran cantidad de personas que se marchan solos – y lo digo sin juicio – por problemas en las familias, porque no se tiene tiempo, porque consideran que no es necesario… De eso tenemos que hacer una autocrítica, como sociedad y sobre todo como cristianos.
Siempre que me dicen: "¿cómo puedes estar cerca de pacientes próximos a morir?" Y yo digo: me acerco con el mismo respeto y admiración que cuando tú te acercas a una persona que va a nacer. ¡Solo que aquí hay menos alegría y menos personas dispuestas a estar! Respeto su proceso, admiro su vida, sea la que sea, que le ha permitido llegar, es una bendición, es un hermano que se marcha para estar junto al Padre. Como Cristo en la cruz se sintió abandonado en un momento de oscuridad humana, y si puedo alumbrar y estar, yo debo y quiero estar.
En una de mis visitas a mi querido y amado sacerdote y amigo Sebastián, enfermo de Alzheimer, en la residencia del Buen Samaritano, una auxiliar que le vestía me dijo: “háblame de él, de su vida, cuéntame anécdotas bonitas, así cuando le vista, le bañe, le recordaré cosas bonitas de su vida, para él y para mí, porque recordaré igualmente que en mis manos tengo una persona que, para alguien, para muchos, fue importante” Para mí no fue una auxiliar, fue un ángel que me ponía los pies en el suelo y me ayudaba en el camino que por entonces yo comenzaba en los paliativos. Jamás olvidé sus palabras y aun así las sigo recordando cuando un paciente o su familia solo se centra en su enfermedad, siempre consigo romper ese duro momento recordando con él qué ha sido en su vida, reviviendo anécdotas e invitando a que las comparta conmigo y con sus seres queridos. Esto suele crear un ambiente precioso y recuperar a esa persona que fue, aunque sea durante unos minutos.
Una de las situaciones que más enseñan en estas habitaciones es lo que llamamos SUD (Situación de últimos días). Parece estar en una especie de coma donde no se comunican. Muchas personas piensan que no oyen tampoco... Nosotros también entramos y le acompañamos, cogemos su mano y le hablamos porque le sentimos presente. Que sepa que estamos aquí y que no está solo. Si está acompañado, hablamos de él con su familia, como si nos oyera. Le saludamos y tocamos antes de salir de la habitación, como habitualmente hacíamos cuando podía comunicarse. El cuerpo es el templo del Espíritu Santo; yo no lo olvido, aunque a veces esté deforme, o supure líquido, o la inflamación no te deje ver a la persona que fue. Pero está, y yo lo respeto por encima de todo.
Recuerdo que lo más duro para mí al entrar en una habitación del materno era saber si era niño o niña quien estaba. Intentaba guiarme por los pendientes, pero a veces se los quitaban y eso me dejaba perdida. La inflamación y carencia de pelo en estos niños iguala a todos, y es difícil saber. El cuerpo está ahí, sujetándote, enseñándote en el proceso de la enfermedad y mostrando que, a pesar de los cambios, es un regalo del Señor y yo soy la primera que tiene que ver eso al entrar en esa habitación. Ahí aprendí a sonreír con los ojos, detrás de la mascarilla. Eso fue hace veintidós años. ¿Quién iba a decirme que sería mi mejor herramienta años después?
La dignidad de la persona que se marcha debe ser tratada y trabajada por ella y por su familia. En un proceso de duelo es importante haber colocado dignamente al paciente. Hace unos días, en una formación de paliativos pediátricos que comenzamos ahora en la Fundación, se trataba sobre aquellos bebes que nacen muertos o bien, están muertos y se provoca el parto a la mamá. Las “cunas frías” tan necesarias para devolver la dignidad al no nato y a sus familias son cunas que permiten tener al bebe nacido fallecido a 5 grados unas horas. De esta forma se permite a la familia un periodo de estar con él, hacerse fotos, interactuar y poder darle su sitio. A veces, estos padres, producto del dolor, donan su cuerpo a la ciencia y lamentan posteriormente no tener un sitio donde poder presentar sus respetos como familiar fallecido. Este periodo les puede ayudar a discernir con más claridad que quieren y como deben actuar.
El miedo a morir está, existe. La duda, el enfrentarse a rendir cuentas, a confirmar la misericordia y el perdón de verdad, a que ya todo esté hecho, a que nada importa, solo la marcha que tengo delante…. Eso es muy duro. Y como decía aquel, “todo creyente se vuelve no creyente y viceversa, frente a la muerte”. Cuando uno se asoma al abismo, la humanidad se agarra fuertemente a tu espiritualidad y no te deja ver con claridad.
No suelo dar consejos, no suelo dar respuestas. Primero porque soy la menos indicada. Segundo, porque no sé las respuestas…. Pero ante las cuestiones planteadas al principio de este escrito me he aventurado a mirar a los ojos y “dar mi opinión” desde el cristal del amor de Dios, desde su Evangelio, su Palabra, su misericordia, su consuelo, su abrazo incondicional, al pecador, al no pecador, al creyente, al no creyente, al perdido, al que cree que no lo está…. Y puedo decir que en todos he encontrado una caída de ojos, una sonrisa, y en algún caso una marcha serena… Siempre me he preguntado de dónde salió esa respuesta, porque fue la adecuada, pero no soy yo, es el Señor que pone sus palabras en mí, porque es lo único que pido antes de entrar en un turno…. Que en mis ojos vean tu mirada, que en mis manos que sujetan sientan las tuyas, y en mis palabras escuchen tu Evangelio… Por favor, que no me abandone el espíritu de servicio y humildad… y, sobre todo, no me dejes meter la pata (porque toco terreno sagrado).