El acompañamiento

La muerte duele, hiere en lo más profundo del ser, resulta a veces “injusta”, sentimos vacíos imposibles de llenar al quedarnos solos y, a veces, hasta caemos en la cuenta de qué es lo importante en la vida.

Los hombres de hoy no sabemos qué hacer con la muerte, leí hace siglos en Religión Digital. Y la respuesta a esta afirmación gratuita sería decir que los hombres SÍ sabemos qué hacer con la muerte, o más bien qué hacer ante el hecho inevitable de la muerte: aceptarla como un hecho normal de la vida.

Pensando en eso, en qué es lo importante en la vida, unos dirán que completar la vocación que uno sintió en su vida y que la persona que desaparece llegó a ser lo pretendió ser; otros dirán que lo importante es el amor, haber repartido y recibido amor, cariño, amistad…

Es lo que suele causar admiración, respeto, consideración e incluso devoción en aquellos que conocieron su vida: creó tales empresas y creó tantos puestos de trabajo; o escribió tales libros que no morirán con él; o con el descubrimiento de tal vacuna salvó a tantos; o con sus hospitales… ¿Por qué Cervantes nunca muere? ¿Es porque está gozando de Dios? ¿Es porque nos espera en la gloria? No. Es por haber escrito la más maravillosa novela de la literatura. O Flemming o Le Corbusier o Fermat o Cristóbal Colón o Pavarotti…

¿Cómo ignorar el hecho de la muerte? Está ahí y sabemos que a todos les llega. Somos las personas normales, no los creyentes, los que pensando en la muerte le damos el verdadero sentido que tiene. Porque la afirmación del creyente es un engaño. 

¿Qué nos dicen los creyentes? Que la muerte es un paso, un tránsito; que la muerte “no es el final”; que  con la muerte no termina esta vida sino que se transforma… ¿Sí? Lo único que hacen los creyentes es engañarse creyendo que no hay muerte, que es un simple tránsito. Y, repetimos, se engañan. Y se adhieren a ese engaño para no enfrentarse al verdadero hecho de la muerte. Ellos son los que huyen de la muerte, engañándose. La muerte es el final de todo para la persona que muere. Ya no hay más. Y la muerte queda para los que quedan aquí. Eso sí, sobreviven sus obras y sobrevive en aquellos que continúan su obra. 

Los trámites respecto al ser que muere hay que pasarlos… y lógicamente olvidarlos, porque no son nada agradables. Hay asuntos legales a solucionar, hay que depositar el cuerpo en algún sitio o incinerarlo, según sea la voluntad del finado o de la familia;  hay que tramitar ante la administración la desaparición de un contribuyente o de un pensionista que ya no será más; hay que hacerse cargo de las cargas o legados que el difunto dejó… Estos son hechos sobrevenidos que necesariamente hay que llevar a cabo. 

Son los creyentes, no las personas normales, las que proyectan en los otros sus propios pensamientos y sentimientos,  que ellos quisieran que así fueran: desesperación, sinsentido, pesimismo, desmoralización, abatimiento, depresión, desolación… 

Decirles lo contrario no sirve de nada. Así lo creen, así lo dicen y así lo proyectan. Estar seguros de que con la muerte acaba todo no es caer en la desesperación, en el sinsentido, en la nada. Es la aceptación de lo que es normal en la vida. Es afrontar la realidad. Y es afirmar que la muerte de un ser querido es un estímulo para los que aquí quedan. Su vida queda en nuestra vida y nos espolea a realizar nuestra propia vida del modo más completo, ayudados por el ejemplo del que se fue o completando aquello que él no pudo llevar a cabo.  

Estas reflexiones me las dicta el recuerdo en estos días del dolor de una madre que vio morir en plena juventud a su hijo. ¿Cree alguien que esa madre se pudo consolar con palabras del más allá? Falacia de falacias.  ¡Aun sin pretenderlo, la engañaban! ¿Se engañó ella a sí misma siendo receptiva a tales monsergas, recibidas desde la niñez? Quizá, porque en esos momentos cualquier palabra de consuelo sirve. Pero sólo la palabra de alguien cercano, bien que creyente, no el contenido de lo que decía. 

Y todavía más engaño es solapar esa situación vital hablando de “designios de Dios”, de “confianza en Cristo resucitado”; de “unirse a la pasión de Cristo”. Incluso el acompañar al difunto con oraciones y cánticos (¡!), que están hechos para momentos de alegría.   

¡Y nos hablan de acompañamiento pasivo al hecho de la muerte! ¿No es mejor acompañamiento llorar con la familia ante el hecho doloroso de su despedida? ¿No es mejor acompañamiento abrazar a la madre que llora? ¿No es mejor acompañamiento estar a su lado para que sepan que los más allegados no están solos? ¿No es mejor acompañamiento, pasados unos días y si es posible, visitar a la familia, hablar de los últimos momentos, compartir fechas, revivir hechos gozos de su vida? 

¿Es que sólo acompañan con amor aquellos que “unen su plegaria en ese misterioso encuentro con Dios”? ¿Es que llevarle al cura el nombre del difunto y pagar por que se le cite en la misa es “acompañar con amor”? ¡Pues sigan con el engaño! 

Dicen que  “en la liturgia cristiana por los difuntos no hay desolación, rebelión o desesperanza”. Será en la que realizan ahora, porque durante siglos y siglos… ¿No están ahí el “Dies irae” o el “Stabat mater”? Más que palabras de confianza en Dios, padre que espera a todos en su seno, lo que hay todavía es “timor et tremor”, miedo, terror, ira de Dios, turbación… Una muestra: Día de la ira, aquel día… Justo juez de venganza concédeme el regalo del perdón antes del día del juicio…  …Grito, como un reo; la culpa enrojece mi rostro... …Mis plegarias no son dignas, pero tú, al ser bueno, actúa con bondad para que no arda en el fuego eterno.

Al rebufo de todo esto, el creer en mundos futuros, me viene a la mente  una frase que no consigo interpretar: No nos resulta fácil creer, pero es difícil no creer. ¡Lo que es verdaderamente fácil es creer! ¡Cuántos millones y millones se dejan llevar por las creencias, incluso las más aberrantes! Lo difícil es enfrentarse a todas esas credulidades, porque hay que ir contra corriente, hay que pensar demasiado, hay que tomar una postura vital.

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