Hay razones para creer lo que sea

Hace unos días dábamos nuestra opinión sobre el concepto “Dios”.  Ciertamente que es ésta una cuestión sustancial en las creencias, la realidad “dios” o Dios como realidad, algo que ya de por sí separa a las personas según su pensamiento y según su creencia: cristianos, musulmanes, budistas...

Pero dentro de una de esas creencias, el cristianismo,  otra de las grandes divergencias, incluso en el seno de los fieles, se refiere a la figura misma de Jesucristo y al papel de esta u otra Iglesia (católica o las cien mil protestantes)como reguladoras de tales creencias.

 Ahí está toda una larguísima trayectoria doctrinal sobre Jesucristo --¿homoousios, homoiousios?—, un itinerario de desencuentros sustanciado no por la verdad, que es indemostrable y que, a fin de cuentas, interesa poco, sino por la cantidad y el poder: “consubstantialem Patri” se impuso por la fuerza, entre otras cosas porque los que defendían tal opción estaban más cerca del Emperador de turno.

 Decimos “verdad indemostrable” porque todo lo que se discutió en los sucesivos concilios fueron opiniones. El fundamento, nulo. Luego vino la calificación tan peyorativa de “herejes” sobre quienes, sinceramente, defendían que Jesucristo no era Dios: arrianos, semiarrianos, subordinacionistas, sabelianos, anomoanos... con mentes tan preclaras como Arrio, Orígenes, Eusebio de Vercelli, Lucifer de Cagliari, Liberio o Hilario de Poitiers. 

Hoy los creyentes aceptan que Jesucristo es de la misma “sustancia” que Dios, como podría haber sido un profeta excelso, el más grande… Las “verdades” se establecen al principio y duran lo que duran. En el caso de Jesucristo su “verdad” tardó ¡¡casi cinco siglos en imponerse del todo!! Para los mandamases primeros del credo, Jesucristo no podía ser menos que los dioses circundantes y lo hicieron dios. Y dado que la historia de la salvación debía ser real, Jesucristo también fue un personaje histórico.

 ¿Quién osaría alzarse contra tal verdad en los siglos siguientes cuando tal opción suponía el castigo más severo, la muerte? A la plebe, que todo lo digiere, le daba igual; los inteligentes, por su parte, hicieron suyo el principio “primum vívere, deinde philosofare”. La vida –la hacienda, el prestigio, el escalafón—estaba por encima de las creencias. Y sigue estando. 

De la Iglesia católica, ¿qué decir? Hoy el deslustre o relegación de la Iglesia como depositaria y guardián de la verdad, de la doctrina esencial que la sustenta, es general. Es por otras razones por las que todavía mantiene un cierto prestigio moral, razones a las que se agarra como clavo ardiendo: la defensa de los derechos humanos, la denuncia de guerras que a todos horrorizan, las instituciones de caridad que regenta, sus “misioneros” con una labor encomiable entre pueblos miserables, la posesión de grandes obras de la cultura… Razones todas ellas extrínsecas a su verdadera finalidad o que son comunes a cualquier persona de bien u organización sin ánimo de lucro.

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