FESTIVAL DE COLORINES
Los tiempos, y más los católicos, apostólicos, romanos, y mucho más los jerárquicos, no están hoy para colorines, ni como para poblar la corte celestial con ramilletes de cohetes de felicitaciones y benevolentes complacencias propias y ajenas. Están más bien para entorcharse de cilicios y cenizas y entonar letanías penitenciales de “meas culpas”, con efectivas intenciones de reparación, dolor de corazón y propósitos de enmienda.
Y, esto no obstante, convencimientos tan universales y plácidos como este prosiguen en el su empeño de conservar a ultranza la relación habitual establecida entre colorines, fiestas, no solo populares sino cívicas, religiosas y sociales, con la respectivas presencias episcopales, dando la impresión de haber establecido indisolubilidades poco menos que sagradas. Una especie de pugilato entre la intensidad y matizaciones del color rojo, aplicado a diversos grados jerárquicos que proclamen su categoría canónica en el protocolo litúrgico, o para-litúrgico, se impone y se sigue intentando cumplir con minuciosidad y a la perfección, dado que, entre otras cosas, los “maestros de ceremonias” están y se dedican, por oficio o beneficio, a tales menesteres.
Dentro y fuera de las iglesias sobran colorines, tanto episcopales como “de los otros”, que de alguna manera puedan confundirse con ellos y sus porteadores. La liturgia y el protocolo sagrado resultan demasiadamente complacientes y generosos en la adscripción y administración de los colorines. Además de por caros, al pueblo de Dios le da la sensación de que son paganamente vanidosos. Distinguir a los cristianos, con inclusión de los miembros de su jerarquía, por la intensidad del color de la piel de sus ornamentos sagrados, es tanto o más grave, que hacerlo por razón de su raza o procedencia étnica o cultura.
Y, además de grave y de pecaminoso, es ocioso, obsoleto y aún proclive a interpretaciones impensables. En los tiempos actuales ilustrados, no se precisan colores para encarnar y transmitir doctrinas y mensajes y así entenderse y hablarse más y mejor, y sin temor a equivocar ni a equivocarse. En el ministerio de la evangelización, el color es lo de menos. Lo auténtico y cabalmente convincente en él, es el ejemplo, y este carece de color o, lo que es lo mismo, concentra en sí soberanamente la pluralidad de los colores.
Los colorines distraen religiosamente. Enorgullecen. Hacen distintas, y antipáticas, a las personas, con el riesgo de que se olviden de que todas ellas son templos vivos de Dios. La inequívoca e inexcusable procedencia pagana de los colorines los descristianiza, sirviendo de poco –o de nada-, las explicaciones que culturalmente les puedan aplicárseles.
Una noticia cuyo protagonista sea, se presente, o lo presenten, con sus colorines, adquiere dimensiones especiales, que resaltan su contenido en términos, a veces, hasta desproporcionados e injustos, aunque en correcta correlación con lo que, al menos en teoría, los colorines dicen o quieran decir en el lenguaje religioso de representación de lo sobrenatural y de su relación con lo divino.
Mitigados, y aún entenebrecidos, los colores de los colorines, estos sobran o es preciso y urgente limitar su número y fervor en las procesiones y concentraciones en las que ellos se lucen. Muchos son los señores obispos que apenas si saben andar, o reunirse, si no es “en procesión” o en celebraciones masivas, con lo que la capacidad de ejercicio-ministerio evangelizador en ellos es tan parca, reducida y dudosa.
El argumento que avala aseveración tan sorprendente para algunos, lo proporciona la RAE, señalando que “procesión es una sucesión de personas que caminan lentamente, de forma solemne y ordenada, con un motivo religioso, y portando imágenes u otros objetos de culto”.
Desde la experiencia mayoritaria de los cristianos que, como adultos, aspiran a educarse y re- educarse en la fe, con términos tales como los empleados académicamente es inviable todo proceso de evangelización, es decir, de adoración a Dios, previa la entrega y el compromiso ineludible al servicio del prójimo.
La pastoral echa de menos a obispos que no saben, o se les haya olvidado andar y comportarse, si no es “en procesión” y con colorines Andar así, solamente así, no encaja en el adoctrinamiento del papa Francisco. Es anti actual y anti doctrinal. La solemnidad, administrada como suele hacerse episcopalmente, no garantiza fidelidad alguna al evangelio. Tiene más, mucho más, de espectáculo, de aparatosidad y aún de de folclore.