Poeta: El don inmerecido y humilde de crear
Vayan las siguientes líneas a la memoria de los autores del Cantar de los Cantares, de los Salmos, de los varios Isaías, de algunas páginas notables del Nuevo Testamento. Vayan a la memoria de San Juan de la Cruz, de Fray Luis de León y todos sus grandes colegas de los siglos de Oro, Lope, Góngora, Quevedo… Vayan a todos aquellos que, en cualquier nación, en la Iglesia y fuera de ella, no consideran la palabra poética como un mero adorno, o como una mera habilidad en la superficie comunicativa de algunas personas. Vayan a la memoria y el respeto de todos mis compañeros sacerdotes poetas. Y vayan, por supuesto, a la memoria de todos los que, desde cualquier rincón de las creencias, han recibido de Dios y de la naturaleza esta llevadera pasión, este delicado oficio de amar y poner a vivir y a vibrar la palabra.
ES POETA, NO ES NADIE
Es poeta, no es nadie. Escribe versos. No es nadie. Los revuelve y los vive en su corazón. Les busca un orden o una luz guiadora en el desorden. Ha publicado muchos de sus poemas. ¿Habrá tenido más de cincuenta lectores atentos? Cómo, en su desmedida, se le pasa por la imaginación pedir tanto... ¿Habrá tenido siquiera un puñado de lectores atentos? Aunque en el periódico lo llaman poeta, no se hace ilusiones. Así le llaman quienes jamás le leyeron ni le leerán un solo verso.
Cuando escribe, cuando revuelve dentro de sí ese extraño material vivo e ígneo y, sobre todo, cuando después de un azaroso y fascinante forcejeo con el fuego da por concluida la batalla y la deja asentada en el papel, se siente feliz, dueño de sí y de la vida. Y en ese trance dichoso no entendería que en el mundo exista ningún otro poder envidiable. Él tiene el altísimo y humilde don de crear. Pero se cuidará mucho de ir proclamando que en tal trance es un privilegiado. Menos aún que se siente como un dios... Y cuando la palabra salta de la nada y se une a la palabra y fluye para recoger como en un cauce incandescente el caudal que le baja de la frente y el pecho como de un horno altísimo, él se sabe poderoso y se asombra de tanto fuego inmerecido. Y de tanta palabra quemadora y profunda.
Es un ingenuo, y gran parte de su felicidad ocasional le mana de poseer un alma simple. Tan simple y a la vez tan llena de complicación que es capaz de dar con la palabra de lo nunca previsto.
Jamás nadie escribió su poema. Jamás nadie lo escribirá. Nunca nadie que no sea poeta entenderá por qué en esas pocas horas se ve tan alto y tan libre. Es como el rey de la palabra… Y no es nadie.
(De Elogio de la ingenuidad, Madrid, Nueva Utopía, 2007, p. 72-73).