Fe... Santo Tomás
Todos podemos ser como Tomás, incrédulos ante las palabras, las afirmaciones de fe de mis propias hermanas de comunidad, no es fácil compartir la experiencia vital de la propia fe, y tampoco es fácil sentirse alejado de la experiencia que los demás han vivido.
| Gemma Morató / Hna. Carmen Solé
No hace muchos días la liturgia nos ha vuelto a presentar la lectura del evangelio de San Juan en el capítulo 20, 24-29 con la conocida reacción de Tomás, uno de los doce, que no estaba presente cuando Jesús resucitado se presentó en medio de sus discípulos.
Tomás necesitaba también reconocer aquello que la mayoría, estando todos juntos, había visto, palpado, reconocido. La palabra de los demás no le era suficiente, la experiencia del resto de los apóstoles no satisfacía sus dudas ni daba fuerza a sus expectativas, cada uno debemos experimentar en lo más hondo la fuerza del acto de fe en Jesús Resucitado.
Jesús había muerto, Tomás como los otros lo habían visto, y la afirmación de su resurrección y la visita a los discípulos era demasiado bonita para poder ser real, quizás entre todos habían imaginado lo que deseaban y ahora querían que él creyese esa fábula bonita pero no verdadera.
Tomás quiere poder palpar las manos del Maestro y su costado ahora heridos, quiere como los demás poder sentir de nuevo el dolor del Crucificado.
A veces nos puede ocurrir lo mismo, cuando nos negamos a aceptar aquello que los demás, nuestros propios hermanos han vivido y palpado realmente, cuando nos cuesta reconocer su experiencia de fe.
Todos podemos ser como Tomás, incrédulos ante las palabras, las afirmaciones de fe de mis propias hermanas de comunidad, no es fácil compartir la experiencia vital de la propia fe, y tampoco es fácil sentirse alejado de la experiencia que los demás han vivido.
Pedimos pruebas, queremos cerciorarnos de que cuanto en el grupo se dice es real, es verdadero. Si no puedo verlo, palparlo yo mismo, no lo puedo creer. Lo afirmamos con convencimiento en los grandes y pequeños acontecimientos que nos generan dudas.
Pero el evangelio se limita a narrar el acto de fe y reconocimiento del discípulo cuando ocho días después el Maestro vuelve a estar en medio de todos. Tomás pronuncia el “Señor mío y Dios mío” como acto de fe en Jesús Resucitado y como acto de humildad y aceptación de aquello que los demás habían ya vivido y le habían compartido.