"Las protestas de los cosechadores no se pueden atenuar con alguna forma de asistencialismo  de fachada" El Papa clama desde Bruselas: "No hay lugar para el abuso, no hay lugar para encubrir el abuso. Pido a todos: no encubráis los abusos. Pido a los obispos: no encubráis los abusos"

El Papa clama desde Bruselas contra los abusos
El Papa clama desde Bruselas contra los abusos

"Jesús los sorprende —como siempre— y los reprende,  invitándolos a ir más allá de sus esquemas, a no 'escandalizarse' de la libertad de Dios"

"La comunidad de los creyentes no  es un círculo de privilegiados, es una familia de salvados"

"Cuando en la base de la vida  de los individuos y de las comunidades se ponen únicamente los principios de interés y las lógicas  del mercado (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 54-58), se crea un mundo en el que ya no hay espacio  para quien está en dificultad, ni hay misericordia para quien se equivoca, ni compasión para quien  sufre y no es capaz"

Acojamos, por tanto, con gratitud el modelo de “santidad femenina” que nos ha dejado Ana de Jesús

Francisco centró su homilía en el estadio 'Rey Balduino' de Bruselas en la denuncia de los abusos sexuales, como le reclamaron desde el Rey al primer ministro, pasando por profesores y estudiantes de Lovaina. Y lo hizo, como suele ser habitual, centrándose en tres palabras: "apertura, comunión y testimonio". Y con palabras claras y duras: "No hay lugar para el abuso, no hay lugar para encubrir el abuso. Pido a todos: no encubráis los abusos. Pido a los obispos: no encubráis los abusos".

Apertura, porque "la comunidad de los creyentes no  es un círculo de privilegiados, es una familia de salvados". Por eso, "necesitamos  realizar nuestra misión con humildad, gratitud y alegría".

En segundo lugar, comunión. "El egoísmo, como todo lo que impide la caridad, es “escandaloso” porque aplasta a los  pequeños, humillando la dignidad de las personas y sofocando el clamor de los pobres", dijo el Papa. Por eso, cargó contra "los principios de interés y las lógicas  del mercado". Y añadió: "Pensemos, por ejemplo, en la condición de tantos indocumentados, son personas,  hermanas y hermanos que como todos sueñan un futuro mejor para sí y para sus seres queridos, y en  cambio a menudo no son escuchados y terminan siendo víctimas de la explotación".

Al hablar de la tercera palabra, el testimonio, el Papa recordó a testigos, como Damián de Molokai, santa Gúdula, san Guido de  Anderlecht o la española (beatificada precisamente por el Papa en Bruselas, donde también vivió) Ana de Jesús, "modelo de santidad femenina".

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Texto íntegro de la homilía del Papa

«Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para  él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar» (Mc 9,42). Con estas palabras,  dirigidas a los discípulos, Jesús pone en guardia del peligro de escandalizar, es decir, de obstaculizar  el camino de los “pequeños”. Es una admonición fuerte, severa, sobre la que debemos detenernos a  reflexionar. Quisiera hacerlo con ustedes, a la luz de otros textos sagrados, a través de tres palabras  clave: apertura, comunión y testimonio. 

Iniciamos con apertura. Nos han hablado de ella la primera Lectura y el Evangelio,  mostrándonos la acción libre del Espíritu Santo que, en la narración del Éxodo, llena de su don de  profecía no sólo a los ancianos que habían ido con Moisés a la tienda del encuentro, sino también a  dos hombres que se habían quedado en el campamento.  

Esto nos hace pensar porqué, si en un primer momento era escandalosa su ausencia en el grupo  de los elegidos, después del don del Espíritu era escandaloso prohibirles ejercer la misión que, a pesar  de ello, habían recibido. Bien lo comprende Moisés, hombre humilde y sabio, que con mente y  corazón abiertos dice: «¡Ojalá todos fueran profetas en el pueblo del Señor, porque él les infunde su  espíritu!» (Nm 11,29). Hermoso auspicio.  

Son palabras sabias, que preludian lo que Jesús afirma en el Evangelio (cf. Mc 9,38-43.45.47- 48). Aquí la escena se desarrolla en Cafarnaúm, y los discípulos quisieran a su vez impedir a un  hombre expulsar los demonios en el nombre del Maestro, porque —afirman— «no es de los nuestros»  (Mc 9,38). Ellos piensan así: “Quien no nos sigue, quien no es ‘de los nuestros’, no puede hacer  milagros, no tiene el derecho”. Pero. Les dice:  «No se lo impidan […], el que no está contra nosotros, está con nosotros» (Mc 9,39-40).  

Observemos bien estas dos escenas, la de Moisés y la de Jesús, porque nos conciernen también  a nosotros y a nuestra vida cristiana. Todos, de hecho, con el bautismo, hemos recibido una misión  en la Iglesia. Pero se trata de un don, no de un motivo de orgullo. La comunidad de los creyentes no  es un círculo de privilegiados, es una familia de salvados, y nosotros no somos enviados a llevar el  Evangelio al mundo por nuestros méritos, sino por la gracia de Dios, por su misericordia y por la  confianza que, más allá de todos nuestros límites y pecados, Él continúa poniendo en nosotros con  amor de Padre, viendo en nosotros lo que nosotros mismos no alcanzamos a vislumbrar. Por esto nos  llama, nos envía y nos acompaña pacientemente cada día.  

Y entonces, si queremos cooperar, con amor abierto y premuroso, a la acción libre del Espíritu  sin ser motivo de escándalo, de obstáculo a nadie con nuestra presunción y rigidez, necesitamos  realizar nuestra misión con humildad, gratitud y alegría. No debemos resentirnos, sino más bien  alegrarnos de que también otros puedan hacer lo que nosotros hacemos, para que crezca el Reino de  Dios y para reunirnos todos unidos, un día, en los brazos del Padre.  

Y esto nos lleva a la segunda palabra: comunión. De esta nos habla Santiago en la segunda  Lectura (cf. St 5,1-6) con dos imágenes fuertes: las riquezas que corrompen (cf. v. 3) y las protestas  de los cosechadores que llegan a los oídos del Señor (cf. v. 4). Nos recuerda, así, que el único camino  de la vida es el del don, del amor que une en el compartir. El camino del egoísmo genera sólo cerrazón, muros y obstáculos —“escándalos”, precisamente— encadenándonos a las cosas y alejándonos de  Dios y de los hermanos.  

El egoísmo, como todo lo que impide la caridad, es “escandaloso” porque aplasta a los  pequeños, humillando la dignidad de las personas y sofocando el clamor de los pobres (cf. Sal 9,13).  Y esto valía tanto en los tiempos de san Pablo como hoy para nosotros. Cuando en la base de la vida  de los individuos y de las comunidades se ponen únicamente los principios de interés y las lógicas  del mercado (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 54-58), se crea un mundo en el que ya no hay espacio  para quien está en dificultad, ni hay misericordia para quien se equivoca, ni compasión para quien  sufre y no es capaz. Pensemos, por ejemplo, en la condición de tantos indocumentados, son personas,  hermanas y hermanos que como todos sueñan un futuro mejor para sí y para sus seres queridos, y en  cambio a menudo no son escuchados y terminan siendo víctimas de la explotación. 

«Con la mente y el corazón vuelvo a las historias de algunos de los «pequeños» que conocí anteayer. Sentí su sufrimiento como maltratados. Lo repito aquí: en la Iglesia caben todos, todos, pero todos seremos juzgados».

«No hay lugar para el abuso, no hay lugar para encubrir el abuso. Pido a todos: no encubráis los abusos. Pido a los obispos: no encubráis los abusos. Condenad a los abusadores y ayudadles a recuperarse de esta enfermedad del abuso».
«El mal no se puede ocultar, hay que sacarlo a la luz. Como han hecho algunos abusadores, con valentía. Y que se juzgue al abusador: sea laico, laica, sacerdote u obispo, ¡que se le juzgue!».

«¡Todos somos pobres pecadores, todos! El primero, yo, y los maltratados somos un lamento que sube al cielo, que toca el alma que nos avergüenza, y nos llama a la conversión.»

La Palabra de Dios es clara, nos dice que las “protestas de los cosechadores” y el “clamor de  los pobres” no se pueden ignorar, no se pueden cancelar, como si fuesen una nota desafinada en un  concierto perfecto del mundo del bienestar, ni se pueden atenuar con alguna forma de asistencialismo  de fachada. Al contrario, son la voz viva del Espíritu, nos recuerdan quiénes somos —todos somos  pobres pecadores— y nos llaman a convertirnos. No obstaculicemos la voz profética, silenciándola  con nuestra indiferencia.

Escuchemos lo que nos dice Jesús en el Evangelio: lejos de nosotros el ojo  escandaloso, que ve al indigente y se vuelve para otro lado. Lejos de nosotros la mano escandalosa,  que cierra el puño para esconder sus tesoros y se esconde ávida en los bolsillos. Lejos de nosotros el  pie escandaloso, que corre veloz no para hacerse cercano a quien sufre, sino para “pasar de largo” y  permanecer a distancia. Fuera todo esto; ¡lejos de nosotros! Así no se construye nada bueno ni sólido. 

Si queremos sembrar para el futuro, también en el ámbito social y económico, nos hará bien  volver a poner como fundamento de nuestras decisiones el Evangelio de la misericordia. De otro  modo, por más que aparezcan imponentes, los monumentos de nuestra opulencia serán siempre  colosos con los pies de barro (cf. Dn 2,31-45). No nos engañemos, sin amor nada dura, todo se  desvanece, se derrumba, y nos deja prisioneros de una vida evasiva, vacía y sin sentido, de un mundo  inconsistente que, más allá de las fachadas, ha perdido toda credibilidad, porque ha escandalizado a  los pequeños. 

Y así llegamos a la tercera palabra: testimonio. La Iglesia belga tiene una rica historia de  ejemplos de santidad. Pensemos en santa Gúdula, patrona del país (650-712 aprox.), en san Guido de  Anderlecht, el peregrino amigo de los pobres (+1012), en san Damián de Veuster, más conocido como  Damián de Molokai, el apóstol de los leprosos (1840-1889). Y también en tantos misioneros y  misioneras belgas que a lo largo de los siglos han anunciado el Evangelio en diversas partes del  mundo, en algunos casos hasta el sacrificio de la vida. 

En esta próspera tierra pudo florecer también el testimonio de la monja carmelita Ana de Jesús,  de quien hoy celebramos la beatificación. Esta mujer estuvo entre las protagonistas, en la Iglesia de  su tiempo, de un gran movimiento de reforma, tras las huellas de una “gigante del espíritu” —Teresa  de Jesús—, del que difundió los ideales en España, en Francia y también aquí, en Bruselas, y en  aquellos que entonces se llamaban los Países Bajos Españoles.  

En un tiempo marcado por escándalos dolorosos, dentro y fuera de la comunidad cristiana,  ella y sus compañeras, con su vida sencilla y pobre, hecha de oración, de trabajo y de caridad, supieron  traer de nuevo a la fe a tantas personas, hasta el punto de que alguno definió su fundación en esta  ciudad como un “imán espiritual”.  

Por elección, no ha dejado escritos. Se comprometió más bien en poner en práctica lo que ella  a su vez había aprendido (cf. 1 Co 15,3), y con su modo de vivir contribuyó a realzar la Iglesia en un  momento de gran dificultad.  

Acojamos, por tanto, con gratitud el modelo de “santidad femenina” que nos ha dejado (cf.  Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 12), al mismo tiempo delicado y fuerte. Su testimonio, junto al de  tantos hermanos y hermanas que nos han precedido, nuestros amigos y compañeros de viaje, no está  lejos de nosotros, sino que está cerca; es más, se nos confía para que también lo hagamos nuestro,  renovando el compromiso de caminar juntos tras las huellas del Señor.  

El Papa y Turlinden
El Papa y Turlinden

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