"Se fue del generalato con la misma sonrisa con que lo inició" Adolfo Nicolás: recuerdo y agradecimiento
"Fue honesto para retirarse cuando comenzó a sentir los primerísimos síntomas de esa enfermedad que acabaría con él"
"Este reto es más fuerte en un mundo globalizado de “sociedades del conocimiento”, donde estamos llamados a decir una palabra frente al secularismo agresivo y frente a los fundamentalismos intolerantes"
| Ildefonso Camacho SJ, Universidad Loyola
Con ocasión de su muerte es bastante lo que se está escribiendo sobre el P. Adolfo Nicolás. Yo no voy a hacer una semblanza suya. Más modestamente, me contento con una lectura desde mi propia percepción y en este momento en que su muerte no queda todavía tan cercana.
Empiezo por lo más reciente: su renuncia como General de la Compañía y su muerte, solo cuatro años escasos después.
Adolfo Nicolás fue honesto para retirarse cuando comenzó a sentir los primerísimos síntomas de esa enfermedad que acabaría con él. Y se fue del generalato con la misma sonrisa con que lo inició, con el mismo talante de cercanía que le han reconocido todos los que lo conocieron de cerca o tuvieron algún contacto con él. Su deterioro posterior fue considerable y rápido. Los testimonios recientes de compañeros en Japón que he leído estos días coinciden en que fue consciente del proceso que se precipitaba mostrando siempre su deseo de controlarlo. Y al final compartió el destino de tantos enfermos que estos meses murieron en un hospital porque los protocolos estrictos del coronavirus así lo exigían (aunque él no estaba aquejado de esta enfermedad).
Lo imagino sereno en su soledad terminal y preparándose para el encuentro cada vez más inminente con el Señor. Con ese rostro sereno y amable que mantenía todavía cuando lo pudimos ver furtivamente, por última vez, en su funeral en Tokyo: fue al final de la misa, cuando las cámaras de televisión mostraban cómo los compañeros jesuitas asistentes se iban acercando al féretro, descubierto por unos minutos, para permitirles despedirse uno a uno de él ofreciéndole cada uno una flor blanca. Fue un momento emotivo, sin duda, envuelto en la ceremoniosidad típica de la cultura japonesa.
Con ese rostro sereno y amable que mantenía todavía cuando lo pudimos ver furtivamente, por última vez, en su funeral en Tokyo: fue al final de la misa, cuando las cámaras de televisión mostraban cómo los compañeros jesuitas asistentes se iban acercando al féretro, descubierto por unos minutos, para permitirles despedirse uno a uno de él ofreciéndole cada uno una flor blanca
De esa imagen de paz al final de sus días doy un salto hacia atrás, a lo que fue mi primer encuentro con él: la Conferencia de Centros de Educación Superior de la Compañía de Jesús, que tuvo lugar en México en abril de 2010, cuando llevaba dos años al frente de los jesuitas. En su largo discurso nos dejó un mensaje en que se traslucía su propia experiencia, la de un palentino que vivió largos años en el Oriente lejano y supo interiorizar esa visión oriental de las cosas que contrasta tanto con nuestros modos occidentales.
Profundidad, universalidad, ministerio intelectual
He releído ahora aquel discurso, que le oí pronunciar con ese rostro de alegría que siempre parecía querer transmitir. Lo releo ahora intentando ver en sus páginas el reflejo y el resultado de toda la experiencia vital de Nicolás. Y recuerdo los tres mensajes que nos dejó como los que él percibía eran los tres retos más importantes que tenían los centros universitarios en aquel momento de la historia: profundidad, universalidad, ministerio intelectual. Y los relacionaba con las tres dimensiones de una verdadera universidad: respectivamente la docencia, el servicio a la sociedad, la investigación. Ninguno de aquellos tres retos ha perdido actualidad. Haré un breve comentario a cada uno desde mi agradecimiento a su legado y como homenaje a él.
El ministerio intelectuallo relacionaba con la investigación. Ministerio entendido en su sentido teológico: como apostolado. No estamos habituados a hablar de “apostolado intelectual”, la expresión quizás nos resulta extraña, algunos hasta se resistirían a aceptarla. Pero para Nicolás la investigación es ministerio porque “está al servicio de la fe, de la Iglesia, de la familia humana, del mundo creado, porque Dios quiere llevar adelante su Reino de vida y amor”. Este reto es más fuerte en un mundo globalizado de “sociedades del conocimiento”, donde estamos llamados a decir una palabra frente al secularismo agresivo y frente a los fundamentalismos intolerantes. Nos mantendremos así en sintonía con la mejor tradición jesuita, la de buscar siempre una adecuada combinación entre la razón humana y la fe.
La universalidadera para Adolfo Nicolás la forma más apropiada de servicio a una sociedad cada día más globalizada. Pero una universalidad no reducida a la conciencia de que la Compañía de Jesús está presente en muchos países y culturas y de que existe algo en común en todas esas presencias. Eso es obvio, y de siempre… Pero él quería algo más para hoy: una universalidad activa, de proyectos en común, de trabajo en red bajo la inspiración de una solidaridad efectiva.
Y dejo para el final laprofundidad, en la que tanto insistió en sus años como General y que ha quedado quizás como su principal legado. La entendía como el contrapunto de la “globalización de la superficialidad”. Y hablando del mundo universitario la ponía en relación con la docencia. La profundidad había de ser la clave de la formación a la que nuestros centros universitarios debían aspirar. Profundidad de pensamiento, pero también de imaginación. Profundidad que él entendía desde la contemplación ignaciana como “ejercicio de la imaginación creativa”. Profundidad para sacar lo más valioso de cada uno. Profundidad para desarrollar la capacidad crítica y para estimular la creatividad, buscando siempre soluciones nuevas, que nos impidan encerrarnos en dilemas simplificadores de la realidad. Esas son las competencias que debería desarrollar nuestra educación universitaria.
Esta llamada insistente a la profundidad me hace volver a sus últimos días, los que vivió en la soledad de un hospital sometido a rígidos controles por circunstancias ajenas a su enfermedad. En ese ambiente tan inhumano, quizá no le quedaba más opción que profundizar en su propia persona y reencontrarse consigo mismo. Lo imagino haciéndolo con su serenidad de siempre, y sintiendo ya con una cercanía única el aliento de Dios que le llamaba al encuentro inminente y definitivo.