Ramón Hernández Audaz relectura del cristianismo (13)
(Ramón Hernández).- ¿Por qué los cristianos creen tan devotamente en la presencia real de Cristo en las especies sacramentales de la eucaristía, basándose en que Jesús dijo "esto es mi cuerpo", y no creen en su presencia en los otros, mucho más personal y trascendental, y por ello mucho más real, cuando dijo "lo que hiciereis a uno de estos a mí me lo hacéis"? Mientras que, por un lado, nos postramos ante la eucaristía y la adoramos, por otro no solo nos resistimos a ver a nuestros semejantes como otro Cristo de carne y hueso, sino también los minusvaloramos muchas veces como vulgares seres despreciables.
Sin embargo, en cuanto a fuerza sacramental, es mucho mayor la de un menesteroso que mendiga en el umbral del templo que la de hostia exhibida en la custodia o guardada en el sagrario. Estamos ante un punto clave para medir la profundidad y el alcance del cristianismo y determinar la trascendencia del comportamiento personal de Jesús.
Puede que la respuesta a tan manifiesta anomalía esté en el distingo grado de compromiso que hacemos frente a realidades diversas: mientras en la eucaristía vemos un instrumento sobrenatural muy hermoso y un rito que nos facilita el trato directo con Jesús, en los otros solo vemos algo natural, incluso vulgar y anodino. Es la distinción que establecemos entre lo sagrado y misterioso, conceptuado como de altísimo valor, y lo palmario y natural, como de valor incluso cuestionable.
En la eucaristía entablamos, de forma abusiva al distorsionar el significante, una relación personal con Jesucristo que nos lleva a conversar con él, contemplarlo, acompañarlo, adorarlo y hospedarlo cuando lo único procedente es alimentarse de él, ya que toda la celebración se concreta en que se nos da como pan de vida y bebida de salvación. La cortesía hospitalaria, al comulgar, solo requiere que tengamos limpia nuestra estancia interior, tarea relativamente fácil. Ir a misa y comulgar es una praxis que, además de no requerir esfuerzos, nos reporta confianza, seguridad y paz. Con Dios de nuestra parte, habitando en nuestro interior, nos sentimos seguros. La eucaristía se convierte así en un gran tesoro adquirido a bajo precio.
La gran envergadura del cristianismo
Pero ¿qué ocurre en el segundo supuesto, en el que las especies sacramentales de la presencia de Jesucristo entre nosotros no son cosas significantes sino seres humanos incluso deformes, babosos, grotescos, violadores y asesinos, convertidos en espejo de lo divino? Ante ellos, Jesús no dice "esto es mi cuerpo o esta es mi sangre", como ante el pan y el vino rituales, sino "este soy yo", señalando a cualquier necesitado. Nos hallamos ante una perspectiva que cambia las tornas, un juego en el que pintan bastos para el verdadero creyente, pues ello le obliga a deponer prejuicios y aceptar que Jesús debe ser amado y servido en los otros.
¡Gran envergadura la del cristianismo, inalcanzable para otros maestros de vida espiritual, otras religiones u otras filosofías! ¡Esa es la piedra de escándalo contra la que chocan todos los fariseos de este mundo!
¡Cuántos creyentes se desvivirían por Jesús si lo vieran caminando, pobre y necesitado, por nuestras calles! Sin embargo, ocurre desgraciadamente que muchos de sus adoradores pasan indiferentes ante quienes son su presencia sufriente.
Transubstanciado en los otros, Jesús no demanda servicios especiales, ni heroicidades o milagros, sino solo un poco de conciencia y de generosidad, un poco de pan, de arropamiento y de compasión.
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