Audaz relectura del cristianismo (13). Los otros, el gran sacramento cristiano. Ningún profeta ha ido tan lejos como Jesús
¿Por qué los cristianos creen tan devotamente en la presencia real de Cristo en las especies sacramentales de la eucaristía, basándose en que Jesús dijo “esto es mi cuerpo”, y no creen en su presencia en los otros, mucho más personal y trascendental, y por ello mucho más real, cuando dijo “lo que hiciereis a uno de estos a mí me lo hacéis”? Mientras que, por un lado, nos postramos ante la eucaristía y la adoramos, por otro no solo nos resistimos a ver a nuestros semejantes como otro Cristo de carne y hueso, sino también los minusvaloramos muchas veces como vulgares seres despreciables. Sin embargo, en cuanto a fuerza sacramental, es mucho mayor la de un menesteroso que mendiga en el umbral del templo que la de hostia exhibida en la custodia o guardada en el sagrario. Estamos ante un punto clave para medir la profundidad y el alcance del cristianismo y determinar la trascendencia del comportamiento personal de Jesús.
En la eucaristía entablamos, de forma abusiva al distorsionar el significante, una relación personal con Jesucristo que nos lleva a conversar con él, contemplarlo, acompañarlo, adorarlo y hospedarlo cuando lo único procedente es alimentarse de él, ya que toda la celebración se concreta en que se nos da como pan de vida y bebida de salvación. La cortesía hospitalaria, al comulgar, solo requiere que tengamos limpia nuestra estancia interior, tarea relativamente fácil. Ir a misa y comulgar es una praxis que, además de no requerir esfuerzos, nos reporta confianza, seguridad y paz. Con Dios de nuestra parte, habitando en nuestro interior, nos sentimos seguros. La eucaristía se convierte así en un gran tesoro adquirido a bajo precio.
La gran envergadura del cristianismo
Pero ¿qué ocurre en el segundo supuesto, en el que las especies sacramentales de la presencia de Jesucristo entre nosotros no son cosas significantes sino seres humanos incluso deformes, babosos, grotescos, violadores y asesinos, convertidos en espejo de lo divino? Ante ellos, Jesús no dice “esto es mi cuerpo o esta es mi sangre”, como ante el pan y el vino rituales, sino “este soy yo”, señalando a cualquier necesitado. Nos hallamos ante una perspectiva que cambia las tornas, un juego en el que pintan bastos para el verdadero creyente, pues ello le obliga a deponer prejuicios y aceptar que Jesús debe ser amado y servido en los otros.
¡Cuántos creyentes se desvivirían por Jesús si lo vieran caminando, pobre y necesitado, por nuestras calles! Sin embargo, ocurre desgraciadamente que muchos de sus adoradores pasan indiferentes ante quienes son su presencia sufriente. Transubstanciado en los otros, Jesús no demanda servicios especiales, ni heroicidades o milagros, sino solo un poco de conciencia y de generosidad, un poco de pan, de arropamiento y de compasión.
Cristo vive
Si hablamos de presencia real, ambos soportes son válidos para una significación sacramental eficiente, pero lo hacen con distinta fuerza y repercusión: mientras en la eucaristía Jesús se identifica con un trozo de pan convertido en su cuerpo para ser alimento de vida y con una copa de vino convertida en su sangre para ser bebida de salvación, y todo ello es muy bello y eficiente para una evangelización seductora, en el segundo supuesto lo hace con la persona del otro como menesteroso que requiere ayuda, con lo que confiere a todo ser humano una altísima dignidad.
Digamos que el encuentro con el Señor es mucho más fuerte y determinante en el segundo caso, pues la fe nos exige tratar a nuestros semejantes, sean quienes sean, exactamente lo mismo que trataríamos al mismo Jesús si lo tuviéramos delante. La gran fuerza sacramental del otro está en el hecho de que en él Jesús se nos presenta como necesitado y sufriente. Es la prueba del algodón. No basta decir “Señor, Señor”, sino que es necesario fajarse a fondo con las necesidades de quienes nos rodean. En el otro, convertido en presencia sacramental del Cristo de nuestra fe, es donde realmente Jesús puede ser acompañado, consolado, curado, alimentado, vestido, cobijado, amado e incluso mimado.
Compromiso exigente
En resumidas cuentas, entramos en la iglesia, acompañamos al Señor presente en la hostia, lo reconfortamos en su soledad, lo adoramos, asistimos a misa y comulgamos, pero, tras tal chaparrón de espiritualidad mal enfocada, salimos a la calle y nos marchamos a casa tan panchos, igual que vinimos, por más que al pedir perdón en la misa y comulgar, nos sintamos dignos de la gloria celestial. Nos creemos así unos auténticos creyentes de ley y volvemos a nuestras rutinas, esas en que exhibimos egos insoportables y reclamamos que se reconozcan y ponderen nuestras grandes virtudes. ¡Fatua ilusión la de pensar que así somos “cristianos practicantes”!
Comulgar y amar son la misma cosa. La una no funciona sin la otra. La comunión hace de nuestra vida una entrega a los otros. De otro modo, perdemos el tiempo yendo a la iglesia.
El turbo del cristianismo
El cristianismo no desplegará su fuerza y su esplendor hasta que proclame y reconozca que todo otro, cualquiera que sea su situación y condición, es Jesús vivo entre nosotros. Insisto en que en la eucaristía Jesús está como alimento que hay que comer y en los otros, como ser vivo para ser amado y servido. Hincar la rodilla ante un ser humano es un gesto coherente; hacerlo ante el pan y el vino consagrados no tiene sentido. En una hipotética opción entre el harapiento que pide limosna a la entrada del templo y la hostia consagrada, ignoro cuántos de los que van a misa se decantarían por el mendigo. Seguro que pocos, aunque vale mucho más.
Quedémonos hoy con que valorar a los otros como el gran sacramento cristiano y obrar en consecuencia nos sitúa en el único camino que conduce a Dios, el camino del hombre y de Jesús.