"El laicado y muchos sacerdotes, religiosos y religiosas abren un camino que suma porque sirve" José Ignacio Calleja: "La Iglesia busca su sitio... y está lográndolo"
Los caminos del Evangelio samaritano no eran los que habíamos previsto y aquí estamos, humildes y atentos, vueltos a la Palabra por ver qué pudiera estar mostrando y vueltos a la iniciativa de ese laicado que como voluntariado de tantas batallas cotidianas enseguida ha entrevisto el quehacer más inmediato en la pandemia
Tiempos difíciles estos para los seguidores del Evangelio y tiempos más difíciles si cabe para la Iglesia en sus miembros ordenados y consagrados, (obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas…)
Tiempos difíciles estos para los seguidores del Evangelio y tiempos más difíciles si cabe para la Iglesia en sus miembros ordenados y consagrados, (obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas…).Todos somos iguales en dignidad por el bautismo, sí, es verdad, pero en la diversidad de servicios de pronto es el laicado el que goza de claridad meridiana en lo que esta catástrofe le pide. Sencillamente, ser y hacer aquello que vienen siendo; poner más entrega y bondad si cabe en aquello que ya están haciendo cada día en su familia y profesión, en sus cuidados y responsabilidades. Estar en el mundo con el mismo Espíritu para realizar mejor lo que ya hacen cotidianamente.
A su lado y con ellos, los ordenados y consagrados de la Iglesia, en el fondo con una forma de vida particular, siempre habíamos previsto que en la extrema necesidad fácil sería decir en el mundo, “amigos, hermanos, aquí está Dios, todo Él, Amor y Sentido, Padre y Madre de la compasión y la ternura, desvivido siempre por nosotros y a nuestro lado; vaciado de todo hasta la muerte de cruz, como nosotros, y sin embargo Vivo, para nosotros. Venid todos, ¿hay algo más consolador? Venid todos, ¿hay fracaso más cargado de esperanza? Venid todos, ¿hay amor que nos asegure más radicalmente la fraternidad?”
No tiene nuestro mundo oído fácil para esta noticia, pero en el naufragio todos nos volvemos más sensibles al sentido; sabíamos que llegado el momento, el Evangelio basta y sobra para lo que se requiere decir y hacer. Así nos veíamos de bien pertrechados en toda circunstancia; incluso algo sobrados de razón cuando nos referíamos al mundo y su deriva, ¡cómo si nosotros no fuéramos mundo! Parapetados en que el Señor dijera “vosotrosno sois del mundo”, ¿quién lo toma como tarea y don?, ¿quién no lo ha contado como privilegio ontológico?
La tragedia pide "a los curas" que nos encerremos
Y de pronto la tragedia llega pidiendo “a los curas” que nos encerremos para evitarla, que nos alejemos físicamente para ganarle la partida. Los viejos a casa y viejos somos casi todos. Y los algo jóvenes, con más margen, pero escaso y a casa también. Servicios menos que mínimos en aquello que sabemos hacer para la comunidad, la liturgia sacramental. Y aquí el silencio y, en esto, el laicado más social y desenvuelto viene al centro para decirnos qué servicios y cómo seguir sustentándolos. La caritas en su forma de diaconía social con los últimos y más desvalidos pasa al centro y la mayoría de los ordenados y consagrados quedamos en la duda de ¿nosotros qué?
Los caminos del Evangelio samaritano no eran los que habíamos previsto y aquí estamos, humildes y atentos, vueltos a la Palabra por ver qué pudiera estar mostrando y vueltos a la iniciativa de ese laicado que como voluntariado de tantas batallas cotidianas enseguida ha entrevisto el quehacer más inmediato en la pandemia; y vueltos a la realidad del mundo que, atendiendo ante todo a la salud, los servicios de primera necesidad y la política, nos han apuntado por defecto lo que no podíamos hacer; no podemos sustituirlos.
Nos hacen sentir seguros de la Iglesia
Pues bien, ya recobramos el aliento; algunos de los nuestros han visto más a tiempo lo que nos corresponde hacer en muchas dimensiones de la diaconía, el cuidado, el anuncio y la celebración; ellos nos hacen sentir más seguros de que la Iglesia en su diversidad sabe cada mejor su lugar. Porque ella ha comenzado a trenzar esa realidad terrible de dolor y sacrificio para tantos y la Palabra que la sostiene, seguros de que Dios comparte ese empeño comunitario, caminando al lado y susurrando algo: que no tengamos miedo y, también, que nos toca este papel sin brillo, subordinado, sin protagonismo inmediato, humilde y vicario donde los haya, porque lo urgente debe girar hoy sobre otros sujetos del sistema social, y así está bien, cuando la vida y la muerte están en juego para todos, cuando se desmorona el modo material de vida para tantos, cuando se desatan los sentimientos más profundos de familia y amistad.
Y está bien así. Por un momento, es como si la sociedad entera vaciara (¿ocupara?) el espacio de los sentimientos ético-espirituales y la religión quedara sin encargo ni llamadas; pero no, alrededor de la diaconía social cada vez más intensa y clarificadora, va cobrando luz la oferta de casas de acogida y cuidado para los últimos entre los últimos, la incipiente comunicación de bienes, la compañía valiente de la fe entre los enfermos y difuntos, y ahora sí, desde Francisco y esta gente nuestra tan pegada a la vida, la oración celebrada con un sentido que al principio nacía descarnado y hueco.
Ahora sí, como el grano de mostaza, como la semilla en el surco, como la sal de la tierra, como la luz sobre el celemín, el laicado y muchos sacerdotes, religiosos y religiosas en la fila del samaritanismo del cuidado y la acción social, abren un camino que suma porque sirve. Y porque lo hace con la sencillez propia de lo que hoy somos como Iglesia, pocos en número y con mucha edad, pero todavía con recursos espirituales, morales y materiales necesarios para una sociedad muy frágil y empobrecida en sus peldaños más bajos. Y por ahí, cogida la cordada por los mejores de los nuestros, y con el reconocimiento inmenso a quienes desarrollan ese ministerio junto a los enfermos y sus familias, tenemos que seguir sin reparo.
¿Dónde está Dios en las pandemias?
Por delante, la diaconía social del cuidado y la justicia, ellos nos han de dirigir, y a la vez, pero enraizada en ella, la diaconía de la celebración y la oración de la fe. Y más modestamente aún, la de la teología especulativa sobre ¿dónde está Dios en las pandemias? Y ¿qué es de la Iglesia de los últimos en todo esto? Y ¿qué se atisba en el Evangelio? Todos los carismas y servicios son necesarios, todos los ministerios también, y todos a la vez en el amor hacen Reino de Dios, pero el arado que abre surco es ahora mismo esa diaconía social, samaritana y justa, la del consuelo, el cuidado y la justicia, la que nos va llenando de esperanza a todos sobre cómo servir en esta hora.
No podemos hallar vida, dice el Evangelio, en obras y palabras que no sean las de Cristo, porque éstas son las de Dios en su Enviado. Las palabras y obras que expresan el amor de Dios, lejos de los honores humanos y cerca de su corazón de Padre, dador de vida, dice San Juan. Pero ¿cuáles son éstas y en este momento? Decía Jesús, decidle a Juan, “los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios… los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva”. ¿Cuáles son éstas hoy? Las que realizan el amor de Dios en la vida humana, “porque cada vez que lo hicisteis con uno de esos hermanos míos tan insignificantes, lo hicisteis conmigo”.
Gracias a aquellos hermanos sacerdotes y laicos que con la naturalidad de continuar en los hospitales, tanatorios y cementerios, y con la naturalidad de seguir su diaconía social como voluntariado cristiano de mil modos, y con la entrega a su saber pastoral para animar y coordinar realizaciones samaritanas en mil modos, nos han sacado poco a poco del desconcierto sobre nuestra aportación como Iglesia. Hay tiempo para llevarla mucho más allá, pero la cordada ya está en marcha. Gracias a todos ellos.