"Aún se oyen las voces de los temerosos, los nuevos fariseos con sus viejas murmuraciones, sus rancias parafernalias y sus pobres mentes estrechas" El rumor de los miedos
Un miedo cerval a la modernidad nos hizo perder varias veces el tren de la ciencia; un temor abismal a salir de los soportales del poder nos alió con las monarquías absolutas, entre las que el papado fue una más, con sus jerarquías y sus formas retóricas
El Concilio Vaticano II nos abrió a los nuevos tiempos, nos hizo dóciles a las sendas del Espíritu y logró conjurar algunos de nuestros miedos más inveterados con un nuevo empuje evangélico
Cómo no agradecer, querido Papa Francisco, tu empeño decidido en desarrollar programáticamente las esperanzas del Concilio, que habían quedado por demasiado tiempo adormecidas bajo los pesados ropajes del clericalismo y de la autorreferencialidad
Por eso sé que, cuando escuches el rumor agrio de esos miedos farisaicos, simplemente sonreirás argentinamente, porque sabes que detrás de esa disonancia late, infatigable, la paciente alianza de Dios que es capaz de poner luz incluso en nuestras miserias más decepcionantes
Cómo no agradecer, querido Papa Francisco, tu empeño decidido en desarrollar programáticamente las esperanzas del Concilio, que habían quedado por demasiado tiempo adormecidas bajo los pesados ropajes del clericalismo y de la autorreferencialidad
Por eso sé que, cuando escuches el rumor agrio de esos miedos farisaicos, simplemente sonreirás argentinamente, porque sabes que detrás de esa disonancia late, infatigable, la paciente alianza de Dios que es capaz de poner luz incluso en nuestras miserias más decepcionantes
| Juan V. Fernández de la Gala Vicepresidente de la Asociación de Amigos de Teilhard España
Querido Papa Francisco:
San Ignacio de Loyola nos invitaba con frecuencia en sus Ejercicios a hacer “composición de lugar” de los pasajes evangélicos. Es decir, a tratar de situarnos, recurriendo a la imaginación, en el tiempo y el espacio de cada suceso, como si pudiésemos estar presentes. Él lo hacía siempre desde la mirada de un personaje anónimo o secundario, pero con la viveza en el ánimo que suponía escuchar las palabras de Jesús, percibir sus gestos y dejarnos empapar por su aura cercana de salvación.
El ejercicio es todo un reto para la conciencia, pues con esta técnica meditativa ignaciana, practicada con honestidad, uno no sabe bien si estaría entre la multitud que gritaba en favor de Barrabás o junto a la desenvoltura de Pedro al desenvainar la espada o en plena complicidad con sus miedos personales poco antes de que le cantara el gallo. Y queda espacio incluso para vernos, con la imaginación más desencantada, formando parte de aquella masa anónima que transitaba indiferente ante el dolor humano y ante la injusticia flagrante, sintiendo el hueco inerte de un corazón de piedra alojado en el pecho.
Porque tú sabes bien, querido Papa Francisco, que hay momentos en los que se espera de la conciencia de cada uno un firme ejercicio de honradez, de valentía y de compromiso frente a lo injusto, lo inapropiado o lo inadmisible. Hemos vivido muchos momentos así en la Iglesia y nuestra respuesta no siempre ha sido la más edificante. Un miedo cerval a la modernidad nos hizo perder varias veces el tren de la ciencia; un temor abismal a salir de los soportales del poder nos alió con las monarquías absolutas, entre las que el papado fue una más, con sus jerarquías y sus formas retóricas.
Por fortuna, hubo también destellos de lucidez proverbiales, como los que dejó la predicación de Jesús en la memoria y en la vida de las gentes de Judea, Galilea y Samaria; la estela en el mar de los viajes de Pablo de Tarso, el testimonio de santidad de tantos hombres y mujeres... El Concilio Vaticano II nos abrió a los nuevos tiempos, nos hizo dóciles a las sendas del Espíritu y logró conjurar algunos de nuestros miedos más inveterados con un nuevo empuje evangélico. Cómo no agradecer, querido Papa Francisco, tu empeño decidido en desarrollar programáticamente las esperanzas del Concilio, que habían quedado por demasiado tiempo adormecidas bajo los pesados ropajes del clericalismo y de la autorreferencialidad. Celebramos y agradecemos tu esfuerzo por reconstruir franciscanamente una Iglesia que amenazaba ruina, tu paciencia al desescombrar los cimientos de una nueva Iglesia de la misericordia que pueda ser imagen de un Dios, que es también Padre y Madre de misericordia, una Iglesia inclusiva, sinodal, llamada a la conversión ecológica y a la promoción de la mujer y en diálogo atento con el mundo.
Celebramos y agradecemos tu esfuerzo por reconstruir franciscanamente una Iglesia que amenazaba ruina, tu paciencia al desescombrar los cimientos de una nueva Iglesia de la misericordia que pueda ser imagen de un Dios, que es también Padre y Madre de misericordia, una Iglesia inclusiva, sinodal, llamada a la conversión ecológica y a la promoción de la mujer y en diálogo atento con el mundo
Aún se oyen, sin embargo, las voces de los temerosos, los nuevos fariseos con sus viejas murmuraciones, sus rancias parafernalias y sus pobres mentes estrechas. Creo que puedes oír desde ahí el rumor de sus miedos. Es un ancla herrumbrosa que trata de frenar los impulsos del Espíritu, de lastrar cualquier iniciativa. Y quizá aún más estrepitoso resulte el silencio cómplice de quienes, debiendo pronunciarse abiertamente en tu favor, no lo hacen, quizá con la esperanza de poder nadar y guardar la ropa o simplemente por aquel mismo miedo que paralizó a Pedro una noche en el patio del sumo sacerdote.
Bien sabes, Papa Francisco, que durante toda su vida pública, Jesús de Nazaret sufrió el acoso de los rigoristas, de los mastines de la ortodoxia, de quienes se creían perfectos, de los que se decían dueños únicos de la única llave de la verdad única. Fueron ellos los que entregaron al Cordero al escarnio y a la muerte. Fueron ellos y sus miedos. Ellos y la cagantina sin fin de sus miedos. El miedo a cuestionar sus propias certezas, a asumir el riesgo de una conversión que nos sacaría de la comodidad de las normas farisaicas, el miedo a que la sencilla rotundidad del amor sea aún más sólida que las columnas del templo, el miedo a que la imagen más perfecta de Dios sea de carne humana y no de madera ni de yeso.
Pensaron que sus miedos los mantendrían a salvo, seguros en su pedestal de poder, pero lo que no sabían aquellos fariseos es que fueron precisamente los espasmos de sus miedos los que rompieron la historia y esparcieron al viento para siempre las semillas del futuro de la Iglesia desde Pentecostés
Pensaron que sus miedos los mantendrían a salvo, seguros en su pedestal de poder, pero lo que no sabían aquellos fariseos es que fueron precisamente los espasmos de sus miedos los que rompieron la historia y esparcieron al viento para siempre las semillas del futuro de la Iglesia desde Pentecostés.
Por eso sé que, cuando escuches el rumor agrio de esos miedos farisaicos, simplemente sonreirás argentinamente, porque sabes que detrás de esa disonancia late, infatigable, la paciente alianza de Dios que es capaz de poner luz incluso en nuestras miserias más decepcionantes.
Muchas gracias, Papa Francisco. Reciba nuestro afecto, nuestro apoyo y nuestras oraciones constantes.
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