La cuestión del sentido y la nueva evangelización
Pues bien, si se busca en serio no llegar a los de siempre, a los que ya vienen, hay que buscar de verdad caminos nuevos. Hoy se trata de salir a buscar las 99 ovejas perdidas en vez de quedarse a guardar a la que permanece en el redil.
Y uno de esos caminos es claramente la atención a las preguntas y planteamientos por el sentido de la vida que se hacen nuestros contemporáneos. Con frecuencia, esa pregunta llega de modo abrupto, a los 40, a los 50, a los 60 años... ante una pérddia importante o ante el desfondamiento de nuestros sueños juveniles, o también, por qué no, ante una experiencia de inesperada felicidad o el redescubrimiento del amor y de la solidaridad.
Y en estos casos, los cristianos tenemos que escuchar, dialogar y ofrecer respetuosamente la experiencia de VIDA EN ABUNDANCIA que Jesús de Nazaret nos trae de parte de Dios. Parafraseando el primer texto de Nueva Evangelización, que son los Hechos de los Apóstoles, debemos decir continuamente, con palabras y hechos, a los que se cuestionan por el sentid de su vida: "No tengo oro ni plata. Pero lo que tengo te lo doy. En nombre de Jesús de Nazaret, te ofrezco el sentido pleno y abundante de vida que se encuentra en Dios y en su enviado Jesucristo".
Y una primera tarea es rastrear y releer esos planteamientos. A mí me ha hecho pensar mucho, por ejemplo, este artículopublicado en La Vanguardia por la escritora asturiana Ángeles Caso, que ha circulado mucho por Internet y hoy me ha recordado un compañero de trabajo en mi colegio.
Ángeles Caso - Lo que quiero ahora
La Vanguardia - Magazine| 19/01/2012
Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí. El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.
Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté tranquila.
También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada. O todo.