IV Domingo de Adviento María nos obtiene un pálpito infinito
Mirar a María es mirar a la mujer maravillosa que da rostro a lo infinito, que transforma en divino nuestro sudor, nuestro tiempo, nuestras alegrías y nuestras lágrimas. María cuaja en dimensiones terrestres el poema inabarcable de Dios y pasa a ser el ejemplo de toda nuestra esperanza.
¿Sabemos percibir las pisadas de un ángel en nuestra vida con ojos niños? A los ángeles solo los niños los ven. Dos palabras hay en la anunciación y la turbación de María que son claves para nuestra vida: El “contigo” de la nube de Dios y la entrega de la “esclava”.
No es un caminar solo para llegar, es un caminar para caminar, para gozar del camino, porque toda la luz la llevamos dentro, aunque no lo sepamos. En ese sentido, ella es Arca de la Nueva Alianza.
Los creyentes podemos percibir sin percibir el himno de alegría de todas las cosas, dentro y fuera. Nos situamos en el no-tiempo donde Belén ya está presente, como lo está el dolor de Getsemaní y una muerte en cruz preñada de resurrección.
No es un caminar solo para llegar, es un caminar para caminar, para gozar del camino, porque toda la luz la llevamos dentro, aunque no lo sepamos. En ese sentido, ella es Arca de la Nueva Alianza.
Los creyentes podemos percibir sin percibir el himno de alegría de todas las cosas, dentro y fuera. Nos situamos en el no-tiempo donde Belén ya está presente, como lo está el dolor de Getsemaní y una muerte en cruz preñada de resurrección.
| Pedro Miguel Lamet
María es la protagonista de este IV Domingo de Adviento. Después de haber contemplado en los tres domingos precedentes la figura profética de Isaías y la del precursor Juan Bautista, nuestra mirada se centra en la aldeana de Nazaret, la muchacha que realiza el milagro de hacer visible y de nuestra estirpe humana al Verbo de Dios.
Miqueas sonríe al entreverla en Israel como la madre, que en Belén engendrará al que traiga la luz al mundo. Y la carta a los Hebreos, nos muestra la obediencia del Hijo para hacer la voluntad del Padre: “Aquí estoy para hacer tu voluntad”. Jesús viene y María recibe.
¿Sabemos percibir las pisadas de un ángel en nuestra vida con ojos niños? A los ángeles solo los niños los ven. Dos palabras hay en la anunciación y la turbación de María que son claves para nuestra vida: El “contigo” de la nube de Dios y la entrega de la “esclava”. Toda vocación es una inmersión en el misterio. María es además la joven que lleva dentro un mensaje de liberación. Al cantar el Magnificat supo que su voz era la Voz, la de un tiempo nuevo en que la historia se lee desde abajo, desde los pequeños, desde la lucha por la justicia.
Esa es nuestra dinámica aquí y ahora. El santo padre José María Rubio sintetizaba ese proceso que se repite en cada uno de nosotros: “Hacer lo que Dios quiere y querer los que Dios hace”. Casi todos nuestros problemas proceden de no querer aceptar los acontecimientos que nos trae la vida, los anuncios, las llamadas, las sorpresas.
María abre las puertas, acepta el misterio, y desde su “sí” sencillo en oración el mundo se transforma. El proceso de nuestro Adviento se produce con un acto tan simple como abrir una puerta.
Hoy el Evangelio nos presenta a María en el paso siguiente: ponerse en camino. La joven fecundada por el Espíritu se lanza a andar. Se dirige a Ain Karin refiriendo cada instante, cada experiencia, a la explosión de alegría que lleva dentro. El polvo del sendero, el paisaje, el latido de su corazón, todo ya es belleza, es transparencia. No es un caminar solo para llegar, es un caminar para caminar, para gozar del camino, porque toda la luz la llevamos dentro, aunque no lo sepamos. En ese sentido, ella es Arca de la Nueva Alianza. ¿Y nosotros? También, dentro de nuestra pequeñez, porque, en nuestra medida, “el reino de los cielos dentro de vosotros está”. Por eso vivir en una continua tarea de abrir y cerrar los ojos para sentir los vasos comunicantes de la gracia.
De aquí que tal abundancia resplandezca para los demás, desborde de alegría. La embarazada de Dios derrocha vibraciones de júbilo por su mirada, su manera de andar como si no pesara, su sonrisa, su abrazo a Isabel. Y ésta siente una descarga en su seno y estalla por el trasvase de la alegría que viene de la fe y la presencia. “¡Dichosa tú que has creído!”.
No ha sido fácil. Porque María vivía una cultura, tenía un prometido, estaba rodeada de gente. Y todo el mundo sabe cómo es la gente: José duda, las vecinas comentan: “¡La María está en cinta!”. La sociedad vive de apariencia, del chismorreo, de lo material y lo obvio. Solo María y su prima Isabel entienden, porque perciben más allá, viven conectadas.
Nuestro mundo se agarra a la calamidad inmediata y a lo tangible de personas que si no tocan no ven. Por eso hoy, en una sociedad mediática atada a los focos y la materia, viven ayunos de fe y angustiadas por las noticias del día. Los creyentes podemos percibir sin percibir el himno de alegría de todas las cosas, dentro y fuera. Nos situamos en el no-tiempo donde Belén ya está presente, como lo está el dolor de Getsemaní y una muerte en cruz preñada de resurrección.
El secreto de María siempre será estar en Él y con Él, lo que destierra todo miedo. Como la Eucaristía que celebramos: la apariencia es pan y vino, el saboreo interior, lo infinito.