Regalo de Reyes
Por el contrario, del amor a Dios sí surge el amor a los hombres; la caridad hacia quien sin pretenderlo pide que le ayudemos a ser algo más que animal despistado; que a esa estupidez nos lleva la actual orfandad de Dios.
Quizás sea ilustrativa la historia de dos mendigos.
Una mujer todavía joven, a la que llamaban Chisca, vaciada de autoestima y sin otra compañía que el alcohol, vivía en la calle. Hosca, ceñuda, mal hablada... la gente la rehuía. Por sabe Dios qué causas lo había perdido todo: marido, trabajo y amigos. Secretos que a nadie confió aunque, en verdad, tampoco a nadie interesaban. Incapaz de prostituirse, se ganaba el día a día con la mendicidad. Las noches las pasaba donde le caían, con frecuencia en los huecos del viaducto de la Plaza de España, de Madrid. Un pasillo en una oquedad de su estructura donde suelen maldormir media docena o más de desharrapados.
El compañero más cercano a su lugar era un hombre mayor, quizás pasaba de los 60, al que todos conocían por Moro. Se interesó por él cuando, llena de vino, una noche de adelantada primavera él la recogió del suelo por incapaz de llegar a su sitio. Y porque a través de sus ojos, casi tapados por unas cejas pobladísimas, vio que era "educado y muy señor".
Un día aquí y otro allá empezaron a coincidir pidiendo limosna a las puertas de mercados, iglesias, cines... Y cuando llegaba la hora del almuerzo, en un banco de la plaza, o en la mesa de alguna taberna entre el Mercado de los Mostenses y la calle del Pez, donde con un coñac al lado agrupaban las monedas por valores y hacían “el arqueo” de la jornada.
La gente les llamaba "la pareja". Ella, de piel apergaminada, deshidratada, pelo a la greña, descuidado, y en contraste unas manos sorprendentemente finas de dedos largos y venas intuidas. Manos que todavía podían ser besadas. Moro, de tez pálida, mirada franca que inspiraba confianza y curiosidad, complexión fuerte y estatura mediana, quizás bajo. Era calvo, razón, tal vez, por la que se había dejado una larga barba, amarillenta de tanto fumar. Pronto la mujer se acostumbró a no dormir mientras no llegara él a embutirse en un rebujo de ropas, manta cuartelera y periódicos que, comparados, hacían del saco de Chisca una cama de lujo. Ésta le observaba entre las rendijas del embozo y le oía que estaba despierto. Si le hablaba, él le pedía que le dejase unos minutos, "que estaba pensando".
Se preguntaban adónde irían mañana cada uno y así evitar estorbarse. Hasta que el cansancio obligaba a Moro a cortar: «- Que descanses, Chisca, hasta mañana... si Dios quiere que vivamos.» Lo que la mujer rubricaba burlona:
- “Si Dios quiere, si Dios quiere…” Que no me encuentre yo a ese Dios tuyo…
Chisca mejora
Poco a poco Moro fue contando algo de su vida. Que había trabajado en varios países “por Méjico y por ahí”. También de cómo su situación podía soportarla sólo por la certeza de que Dios existía.
- Él me ha traído a aquí, por mi deber y por mi torpeza.
Aunque hablaba poco, el fondo religioso de Moro se manifestaba sin reparos. Una vez, la mujer le preguntó:
- ¿Por qué esa medalla que llevas...? ─ Mas Moro se hizo el sordo.
Cuando peor lo pasaba Chisca era al pensar en su vida pasada. El orgullo la hundía en la tristeza con dosis de odio hacia todo y hacia sí misma que la incitaba a la autodestrucción y, por tanto, a la bebida. Un odio fruto del convencimiento de ser ella la única culpable de sus males. ¡Hubiera sido tan bueno tener algo a lo que echar la culpa! Contra eso, desde hacía unas pocas semanas, las charlas con Moro la hacían resucitar. Poco a poco éste le enseñaba cosas nuevas: trucos para mejor pedir; que el vestir con andrajos no impedía estar limpios; que debería abrir una cuenta en un Banco porque su situación le facilitaba ahorrar mucho ya que podía prescindir de todo lo superfluo...
Un día Moro la llevó a una casa de baños públicos. Al salir, Chisca dijo que hacía más de mil años que no se había sentido tan bien "por dentro". Y Moro subrayó:
- Es lo que vale, estar limpios por dentro. ─ Chisca sabía entender y se azoraba.
Una noche de finales de verano, sentados en un pretil la pasaron casi entera hablando de cosas cotidianas. Gracias a que un farol estaba fundido, aquel rincón era el más oscuro de la plaza: lo que facilitó la sorpresa de encontrarse con un hermoso cielo estrellado. Moro le mostró a Chisca el Carro, la Osa mayor, la Menor y la Estrella Polar. Ella sobrecogida por el misterio del firmamento sin darse cuenta empezó a filosofar, conmovida. Contó a Moro que mirando el cielo le parecía estar en su pueblo al final de la trilla, tendidos todos en la era, madre, padre y hermanos con algunos otros amigos contando chistes y cantando canciones. «–Había un chico muy simpático, pero no me gustaba. Era el hijo de la Josefa, de la que mi madre, matándome a indirectas, me decía que era muy buena cristiana.”
En un rapto de sinceridades él le dijo que su secreto de estar así era el haberse librado de algo que ella no comprendió bien.
- Una cárcel ideológica, dijo evasivo.
- ¿Te escondes de alguien? Parece que huyes... - le preguntó Chisca.
Moro no contestó. Fue entonces que, por primera vez, Chisca habló y habló sin freno. Que se abrumaba por no saber enfrentarse a su desastre de vida, cómo salir del laberinto. Que varias veces se quiso matar y no fue valiente pues siempre se lo impedía, por muy borracha que estuviese, un rescoldo de dignidad. También le contó sobre aquella locura de, sin papeles y sin boda, apostar la vida con un sinvergüenza al que nunca debió entregarse...
A partir de entonces el correr de los días ya no era una rutina de embotamiento y amarguras, sino una sucesión de pequeñas luces. El hombre, porque tenía alguien que quería aprender de él. Y la mujer, en asombroso milagro, porque sin esfuerzo aparente dominaba sus ansias de alcohol. Sus cuarenta años ya no parecían sesenta, el globo de sus ojos recuperaba el color blanco y la mirada los brillos perdidos. Una tarde le dio un ataque de risa porque Moro propuso que a partir de entonces sólo beberían "Vodka etiqueta azul"... Es decir, agua mineral.
El secreto de Moro
Eran las 4 de la madrugada de una de esas noches en que el calendario cambia de número y la gente se pone contenta sin saber por qué. Moro se sintió muy malo, un gran dolor en el bajo vientre. Con los ojos apretados, la frente ardiendo y palabras entrecortadas le dijo a Chisca que buscase en una bolsa que llevaba a su cintura, debajo del pantalón:
- Hay bastante dinero. Paga un taxi y llévame a una clínica de urgencias... El taxista ya sabrá...
Con la ayuda de otro "residente", le puso en pie. Ya en el taxi se llenó de temor. Le vio tan demacrado y dolorido que se abrazó a él sin contener un sollozo:
- Moro, Moro... No sé en qué manera te quiero, pero te quiero muchísimo. No se te ocurra abandonarme.
Le dejó en Urgencias y se despidieron con una mirada desbordada de palabras sin decir.
Al día siguiente, sábado, Chisca se fue al rastro y se compró una blusa, un estupendo chaquetón de punto y una falda en una tienda de ropas de segunda mano. Y se fue a ver a Moro.
El hall del gran hospital la desorienta. Visitas de calle, enfermeras, grupos de gentes apresuradas escupidas de los ascensores… Al fin, pregunta a un señor de uniforme que le indica la planta de urgencias. Pregunta por "el hombre ingresado anoche, que tiene una barba grande..." Le señalan la puerta de la habitación.
Enseguida le vio. Le habían afeitado su querida y luenga barba lo cual le descubría la cara más cenicienta. En la mano una vía de suero, en los ojos un destello de temor mezclado con una espléndida sonrisa…
- Ya casi no tengo fiebre y el dolor está controlado.
Esperaba resultados de análisis y pruebas para quizás operarle.
- Me están sacando el carné - bromeó.
Apenas hablaron, tímidos delante de los otros enfermos compañeros de habitación.
Al quinto día de pasar a verle, su cama estaba vacía. Una celadora le dijo que Moro había fallecido y que debía bajar a las oficinas para recuperar sus efectos personales. Chisca empezó a sentirse sonámbula. Tuvo que rellenar un impreso por el que se enteró que Moro había muerto de una nefritis infecciosa; y también de su identidad real de un nombre y dos apellidos compuestos. Firmó, guardó una copia y le dieron una bolsa de plástico.
La carta
Todavía sin salir a la calle se refugió en un rincón al lado de las puertas rotativas y no resistió la curiosidad de rebuscar “las pertenencias”. Su pasaporte, tabaco, un pañuelo bordado con las letras R y T, un mechero de esos de marino, una carterita en la que guardaba la fotografía de un joven sacerdote diciendo misa y en su reverso, escrito a mano: “La Habana, 1954”. También un viejo Balboa de plata y la medalla aquella. La miró atentamente orientándola a las luces. En el anverso, un Corazón de Jesús y, detrás, una fecha grabada en el centro: 30-06-54. En el borde de arriba: “Tu ordenación", y en el de abajo: "Tu madrina".
Había también un papel, doblado y sobado. Era una carta manuscrita que Chisca, aprensiva, desplegó cuidadosa de no rasgar los viejos pliegues...
«La Cabaña, (...) 1961»
«Queridísimo ( … ) :
«Esta carta te llegará por favor que nos hace (…) En pocos minutos estaré frente a la muerte con la conciencia tranquila y el alma limpia de pecado. (...) Creo en la misericordia de Dios y que me encontraré con los viejos en el cielo. Esto es un gran dolor para ti pero sobreponte que allí pediré por todos. Sé de quién nos fiamos y que me espera Nuestra Madre del cielo. (...)»
«Perdona mis faltas y no te apenes, defendí nuestros ideales, nuestra religión y nuestra patria. Agradezco a Jesús esta ocasión de amarle hasta este extremo, como Él lo hizo con nosotros. Además acompañado de dignos patriotas y ejemplares católicos. Siento que es un bien inmenso esta elección de Dios (...) »
«Y tú sobre todo ten cuidado porque ni de tus propios hermanos en la Iglesia y en el sacerdocio puedes ya fiarte. La coacción de destino estoy contigo que no la admitas, es una forma de simonía, de mercadeo del templo. Antes te haces taxista o guardabosques. No te será difícil un puesto en la enseñanza, confío. (…) Lo primero que debes hacer es irte de Orlando. (…)»
«La permuta contigo, inaceptable de todo punto. Está claro que al final nos matarían a los dos. He rezado mucho por ti y seguiré rezando cerca del Padre.»
Chisca siguió de pie unos minutos ante la salida. Guardó las cosas, cerró la bolsa y salió a la calle. Bulla general; Cabalgata de Reyes; coches brillantes al reflejo de las bombillas navideñas; padres y abuelos corriendo con niños aupados sobre los hombros; la acera intransitable entre las espaldas de la gente y los zócalos de las casas... Caminaba errabunda. Su cabeza era una encrucijada de emociones. Por primera vez no pensó en sus desgracias, ni en su familia ni en su pasado porque el presente le secaba la garganta con un nudo de dolor y de ternura inexplicables.
La que un día dijo no querer nada con “aquel dios” de Moro sólo hacía repetir para sus adentros: «¡Jesús…!» « ¡Jesús…!»
***
Esta historia es un cóctel de nombres y escenarios inventados pero, aun así, es verdadera. En particular la carta, que muestra un terrible ejemplo de fratricida enemistad entre el clero postconciliar y el tradicional. Mi tarea sólo ha consistido en dramatizar su relato.
De 'Chisca' supe que falleció, cumplidos los 74 años, sirviendo a Dios como religiosa en una comunidad caritativa del norte de España.