De la hipocresía y sus usos. ©


Es digna de estudio psicológico la obsesión que despierta en muchos la hipocresía. Me refiero a esa imperiosa necesidad de no ser hipócritas adoptada por nuestro clero en los años de su vertiginosa proletarización. Como si una nube asfixiante de farisaica hipocresía hubiera cubierto la historia y casi todo el cuerpo, ser y estar de la Iglesia anterior al Concilio Vaticano II.

Esto de huir del fantasma de la hipocresía, real enfermedad de los fariseos judíos descritos en los Evangelios, sigue siendo hoy leitmotiv del aggiornamento publicitado por el Gran Sínodo de 1961. Pero ese afán por huir de la hipocresía produjo la paradoja de alcanzar sus peores cotas; las que se encuentran en los sótanos de la doble personalidad. Humanos y misericordiosos, como nunca antes se presumió, con los peores vicios de Sodoma y las mayores mentiras arrianas, para taparse la nariz si encuentran un feligrés harapiento y desvalido entrando en "sus" parroquias. (Lc 11, 45-46)

La obsesión por no ser hipócritas nos ha empujado hacia la "super-sinceridad", las más de las veces inoportuna, grosera y, sobre todo, de apabullante engreimiento. No obstando la superficialidad del conocimiento de las cosas, que a muchos deprime descolocados entre la vulgaridad, que presentan como sencillez y llaneza, y la excelencia educadora de su inicial vocación al sacerdocio.

Síntomas de este antagonismo suelen darse en las modernas aplicaciones de los mandatos evangélicos. Seguidamente me atreveré a comentar algunos:
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¿A qué miras la brizna que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo? (Mt 7, 3; Lc 6, 41)
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Mucho se manipula la interpretación de estas palabras de Jesús, casi siempre por intereses opuestos a los de la fiel traducción. Versiones no congruentes con el entendimiento tradicional pero sí manchadas del malsano deseo de que, por boca del Hijo de Dios, se induzca un pensamiento contrario a sus enseñanzas. Así, donde se nos manda que no imitemos a los judíos y fariseos en su doblez, oscurecido su origen hoy hemos de entenderlo para que, finalmente, los falsos e hipócritas seamos solamente los cristianos. Por supuesto, y principalmente, los cristianos tradicionales.

Es la artimaña de abochornar como orgullosos e intolerantes o, peor aún, talibanes -capitalizando además el substrato terrorista de credos enemigos del nuestro- a quienes contestan con verdades las calumnias e inventos o, cuando sin otro remedio, denuncian errores presentados como si fueran el Catecismo. Es el cartel de un jactancioso progresismo por el que sus agentes siembran en la Iglesia culpabilidades impuestas, abandono del rezo y la adoración, asunción de errores y herejías que ayer fueron justa y necesariamente condenados y por los que hoy, burla parece, se pide perdón a quienes nunca fueron de los nuestros. (1 Jn 2, 19)

Protestar de esta realidad es la viga en nuestro ojo, mientras que toda una historia de traiciones y la mordaza en la evangelización..., no es ya una brizna sino orgullo de partido.
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Sin embargo...

...Jesús, a esos "virtuosos" respaldados, mimados por la cúpula rectora del Templo, que le odiaba -pues que era como un dolor de muelas, un clavo en las sandalias de Caifás-, también los llamó hijos del padre de la mentira y no de Abraham; esto es, hijos del demonio. (Jn 8, 44-47) Y, además, sepulcros blanqueados (Mt 23, 27); serpientes, raza de víboras, (Mt 23, 33-35); asesinos y ladrones del dueño de la viña (Mt 21, 37)... Frases y citas cuyo significado se repite en no pocas ocasiones y que son verdaderamente horribles.
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Venid a mí todos los que andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, pues soy manso y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera. (Mt 11, 29)

La mejor manera de que impere la Revolución en la Iglesia es que la Tradición se avergüence y se desanime. Para ello no hay mejor política que predicar la mansedumbre de no responder, la humildad de aguantarlo todo en el ara de un supuesto espíritu de paz que, en verdad, sólo es deserción. Así solamente será visible y audible la parte revolucionaria, la otra habrá desaparecido. No habrá sido necesario perseguirla, silenciarla o castigarla pues que ella sola se habrá auto-eliminado.
Para explicarnos consideremos por un momento lo que Jesús enseñaba a quienes le escucharon las palabras del enunciado.

Antes que nada observemos que esta propuesta de Jesús solamente la encontramos en San Mateo, el 'especialista teológico' de ambas leyes, la rabínica y la cristiana. Quizás si sólo se le conociera por este episodio San Mateo ya merecería el agradecimiento de la entera Iglesia militante y triunfante.

He leído que eso de "tomad mi yugo" era un modo de hablar, o metáfora, usado por los rabinos para subrayar la obligada aceptación de su doctrina. El contexto de todo el capítulo viene a resaltar qué es lo que Jesús instruye en sus oyentes. Primero, que Dios hecho hombre es el único que puede desvelarnos las riquezas de la divinidad. Por eso dice, 'venid a mí', en contrario a que escuchen a otros, pues que el misterio de la vida y de la eternidad es sólo Él quien lo puede explicar. Jesús insta a sus oyentes, cargados de mil preceptos en el yugo de la ley antigua, a que adopten su evangelio que les dará la verdadera paz del alma.

Con esta explicación ya puede detectarse la superficialidad de interpretar esta referencia a Jesús como de un líder manso y sin carácter. Lo que nos enseña se resume en que la ley cristiana es fácil y llevadera: yugo suave y no pesado. No es una llamada a la inacción o la parálisis en la deseada expansión del Evangelio. Si así hubieran sido los cristianos, ¿cómo entender el triunfo final después de tan crueles persecuciones?

La realidad es que los discípulos de Jesús fueron hombres totalmente entregados a Él y a su misión. Dispuestos a seguirle y a luchar, incluso con armas. San Pedro, solía llevar una al cinto con la que hirió a un soldado del Sanedrín (Mt 26, 51). Inoportunamente, puesto que en aquellos últimos días Jesús los educaba hacia la mansedumbre, por lo cual le advirtió: «Envaina tu espada, porque todo el que a hierro mata a hierro morirá.» (Mt 26, 52). ¿Por qué así el que dijo traer fuego a la tierra –como verdadero Prometeo- y que hubiera querido verla ya ardiendo? (Lc 12, 49) ¿Cómo casar esto con su afirmación de que no vino a poner paz sino espada? (Mt 10, 34; Lc 22, 36) Las respuestas se resumen en que para aquellos momentos lo importante era evitar que el "pequeño rebaño" fuera eliminado o se dispersara sin conocer la Resurrección.
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"Venid a mí benditos de mi padre (...) porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregrino era y me hospedasteis..."
(San Mateo 25, 31-56)

De estas palabras, entre las más impresionantes del evangelio, revestidas de un halo sublime y majestuoso, los marxistizados nuevos curas concluyen que la civilización cristiana es prácticamente responsable de la pobreza y la infelicidad de
otros pueblos y culturas. Vamos, sin exagerar, que los pobres que no tuvieron nuestra historia y que inclusive desprecian nuestras creencias tienen derecho a exigirnos responsabilidades de su mala suerte. Que sus miserias, que no aguantan comparación con la medida de las nuestras, les legalizan como acreedores hasta arrebatarnos nuestro pan y la salvación de nuestras almas; que ellos son los verdaderos beneficiarios de las palabras de Cristo, Rey, Señor y Juez del último día.

Con todo, para los cristianos de mi quinta las cosas tuvieron otra lección.
Y ésta era que por la amenaza en ciernes Jesús hubo de instruirles en la prudencia y la mansedumbre, en tal ocasión y en otras similares. En este capítulo se amplía a comprometer al pueblo que le escuchaba pidiéndole que en tiempo de peligro les acogieran como si lo hicieran a Él mismo. Consiguientemente, para los discípulos misioneros, que abandonaran los lugares donde no se les quisiera, "sacudiéndose hasta el polvo de sus caminos”. (Mt 10, 14) Y a todos informó y previno que quienes por amor a las enseñanzas recibidas les visitaran en la cárcel, les ayudasen en la enfermedad, les dieran un vaso de agua, les siguieran y amparasen... a Él se lo habrían hecho.

Es fantástico cómo al adentrarnos en un texto cualquiera de todo el Nuevo Testamento parecen surgir, como burbujas de champán que suben rápidas a la superficie de nuestro entender, miles de observaciones que estallan y nos acrecientan el interés. Por eso a mí me parece que en este archiconocido tramo de San Mateo falta hacernos algunas preguntas más. Por ejemplo: ¿A quiénes se dirigía Jesús? ¿A quiénes dedicó sus instrucciones? ¿Fue a todos nosotros indiscriminadamente...? Veamos.

Lo palmario es que Cristo alude taxativamente a los que predicarían su noticia. Y los señala con lenguaje concreto y específico : "a estos mis hermanos". (Mt 25, 40) Porque dice "estos" y no unos otros desconocidos, lejanos o indeterminados. No eran la gente, sino sus discípulos. Y los tenía ahí, a su lado. Es decir, son los Apóstoles, a los que la gente conocía y vio siempre acompañarle. ¿Y cuál era la razón de pedir esa singular protección? La principal, que esos hermanos suyos, que estaban allí mismo sentados a su lado, fueron formados por Él en su doctrina que crecería como semilla de mostaza anunciando sus promesas de vida y filiación divina. Obvio es que "estos mis hermanos" en lógica extensión eran y son también los sacerdotes y clero todo de la Iglesia de todos los tiempos, identificables por el Orden... y por la fidelidad al Evangelio.

De modo que, más lógico y consecuente todavía, los que por tentación del maligno no transmitieran lo oído tampoco merecerían ser recibidos, ni agasajados, ni reconocidos ni ayudados como discípulos suyos. Esos tales no serían "esos sus hermanos" sino impostores. Los que enseguida surgieron para entorpecer la labor de la Iglesia; la de entonces, la de hoy y la de siempre.

De aquí podremos sacar otra estupenda derivación moral: Los primeros beneficiarios de la Caridad, con mayúscula, fueron los pobres propios, los próximos, "estos", los nuestros, los de Él; los fieles necesitados y desvalidos de cada comunidad de su Iglesia. "Miradles cómo se aman..." está en concordancia con “esos sus hermanos” que merecían la inmediata atención de la auténtica caridad. Así, los pobres de la Iglesia, que para ella eran también los primeros de entre todos los pobres del mundo, encontraban refugio a sus fatigas en parroquias y hospitalarias familias cristianas. Sea subrayado que sin que esta primera realidad desatendiera la necesidad de los no cristianos, si se podía. Pero, teniendo presente la lección desprendida de las vírgenes prudentes de no dar a los de fuera lo que podría faltar para los de casa. (Mt 25, 1-13)

No juzgar para no ser juzgados (Mt 7, 1)
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Esta magnífica lección de realismo y caridad suele ahora aplicarse como mordaza y grilletes para nuestro andar por la vida. Esa sentencia de no juzgar para no ser juzgados, tirada cual pedrada, atonta a muchos cristianos, nos ata la lengua y agacha nuestra cabeza ante los sindiós... Pero, dígannos los misericordiosos de la nueva hipocresía si, al cruzar una calle, no miran antes a izquierda y derecha para prevenirse de que no les atropelle un autobús.

¿Cómo hemos de armonizar esas bobaliconas interpretaciones con un San Juan mandándonos que a ciertos individuos ni siquiera les saludemos? (2 Jn 10, 11) Pues por pura asepsia ante su enemistad hacia Cristo o, más propiamente, coherentes con ser librados del mal o de caer en tentación como desde niños lo hemos suplicado en el Padrenuestro.
Es muy repetida la propuesta de no juzgar esgrimida tan a menudo por los que sí que juzgan, ellos, y con qué arrogante ignorancia, a la Iglesia eterna y a los fieles cristianos.

Asombroso parece el olvido de que en los Evangelios hay muchas otras citas del bien juzgar y del sentido común, que no se pueden esconder. Así cuando por su buen juicio Jesús felicita a un fariseo, (Lc 7, 43); o cuando manda no juzgar por apariencias sino con juicio recto (Jn 7, 24). La necesidad de usar de juicio está sobradamente clara una vez que la caridad es su principal motor. San Pablo en la primera carta a los Corintios (c6, v2) marca nuestro deber con palabras muy diferentes a la maliciosa intención de los que nos quieren tontos. «¿...no sabéis que los santos juzgarán el mundo? Y si por vosotros va a ser juzgado el mundo, ¿seréis indignos de juzgar cosas menores? ¿O no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles...?»

Esto de no juzgar, sacado de contexto por los que solo quieren la inmunidad a sus descaros, lo que busca es desarmarnos, cegar la fuente de nuestros criterios arrojándonos la referencia evangélica sin más fundamento que nuestra ignorancia, sin más objeto que desautorizarnos.

Más adelante (1 Co 6, 10) y con respecto a la misericordia equivocada con ciertos pecados, el mismo San Pablo advierte: «No os forjéis ilusiones; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los varones que yacen con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los malhablados, ni los estafadores heredarán el reino de Dios.» Duras palabras que no estorban, en absoluto, a la caridad de desear su conversión a la moral cristiana.

Creo que 'no juzgar' se debe entender como no condenar. En particular teniendo en mente que tratamos del orden religioso, la emisión de sentencia se la dejaremos a Dios que conoce el fondo y la circunstancia de cada caso. Porque todo ser humano, mientras vive, puede rectificar; por obstinado que haya sido puede descubrir la luz. Hasta el último segundo, como el buen ladrón en el Gólgota.

Pero en nada ayudaremos a que eso ocurra "respetando" sus errores. Lo que deberíamos respetar es su alma, valor inmenso que en este tiempo poco citan fieles y curas, como si fuese materia de mentecatos.

________ NOTA _______

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