Laicos, ¿qué laicos? (yII)
El sínodo de la familia que ha impulsado el Papa pone a la Iglesia ante la realidad de los laicos y su papel en la iglesia, frente a quienes solo viven para salvaguardar las esencias doctrinales mientras se alejan cada vez más de la realidad del hermano, del prójimo.
La vocación cristiana conlleva la vocación profética. El pueblo de Dios sigue siendo un pueblo de profetas a través de los cuales Dios nos habla. Los laicos tenemos adormecida esta faceta del testimonio abducidos por la ortodoxia cuando la realidad es que debemos asumir una participación y presencia “en todos los campos desde su propia realidad laical, junto a los presbíteros” (J. A. Pagola).
Nuestra iglesia institución no es atractiva ni para los católicos. DemasiadA veves llamamos católico practicante a aquél que va a misa todos los domingos y fiestas de guardar, pero no viven el Evangelio en el día a día. “Por sus hechos los reconoceréis”. En este sentido, resulta necesario recuperar una celebración de la Misa con laicos y laicas, más activos y unidos como lo que es, la gasolina de nuestra vida. No es el presbítero quien “celebra” la Eucaristía, sino quien la preside haciendo presente a Cristo sacramentado. Y él debe fomentar una participación de los laicos con sentido de comunión, para evitar esa imagen de los templos cada uno en una punta, evidenciando alergia comunitaria.
Sin compromiso transformador a favor de un mundo más humano no hay Iglesia de Dios en la que nos reconozcan como Buena Noticia a la manera del Evangelio. La Iglesia oficial del Primer mundo es por poco creíble porque se comporta como una Iglesia encerrada en sus normas, ritos y cultos haciéndose fuerte en los templos, ha traído como consecuencia una huída social porque ya no somos Noticia, estamos sin vigor salvador, alejados de un Pentecostés que tememos más que anhelamos. No existen mártires en nuestro Primer Mundo, y casi no existen santos ni santas laicos… ¿Por qué será?
A la luz de todas estas ideas, el sínodo de la familia ha puesto encima de la mesa una brecha que llama a la reflexión general compartida entre clérigos y laicos antes de que la brecha se ahonde hasta límites difíciles de reconducir. Me parece absolutamente imprescindible organizar espacios de encuentro profundo y sincero entre las jerarquías eclesiásticas y el mundo seglar de la Iglesia, a base de diálogo y escucha sinceros que acerquen los abismos actuales. Pero desde el amor, que es lo esencial del cristiano, y a veces parece que todo lo demás es más importante que el amor, incluso al hablar de la familia.
Diálogo profundo y urgente que facilite un lenguaje de fe que entienda todo el mundo, con signos renovados de caridad y esperanza a partir del imperativo de buscar el Reino de Dios y su justicia.
Diálogo que ayude a asumir más comprometidamente todas las actitudes específicas de los laicos en la familia, en la empresa, en la vida, apoyados por los obispos y sacerdotes.
Diálogo sobre lo que esperan los laicos de los clérigos y de la jerarquía misma: anuncio y denuncia profética, ejemplo, sentirse escuchados y tenidos en cuenta, valorando su papel y actualizando el papel de la mujer, religiosa o laica; que la comunión no sea entendida como uniformidad, que los eclesiásticos sepan valorar los logros del mundo, sin encastillarse con criterios negativos y temerosos de perder poder terrenal apoyados en la fuerza del Espíritu Santo más que en la del miedo y el Estado vaticano. Con la audacia necesaria para ser profetas de la alegría y de la vida, con amor y coherencia, por un mundo más fraterno, no por un derecho canónico protagonista.
Diálogo sobre lo que esperan los clérigos de los seglares: el compromiso creciente en su implicación en la comunidad cristiana, que se formen para poder asumir las responsabilidades que se necesitan.
Diálogo fraterno, en fin, y escucha a todas las personas que han fracasado en el amor, o que aman sinceramente desde otras opciones poco ortodoxas, pero que al fin y al cabo, aman de corazón. Que estamos en el siglo de la Inteligencia Emocional y la Inteligencia Espiritual, del trabajo en equipo, con propuestas para dialogar con el mundo; nuevos lenguajes y prácticas de evangelización, participación y responsabilidad en permanente conversión, haciendo posible un mundo mejor al estilo del evangelio, donde las actitudes y los compromisos de amor deberían ser la ley más importante también dentro del Vaticano.
La vocación cristiana conlleva la vocación profética. El pueblo de Dios sigue siendo un pueblo de profetas a través de los cuales Dios nos habla. Los laicos tenemos adormecida esta faceta del testimonio abducidos por la ortodoxia cuando la realidad es que debemos asumir una participación y presencia “en todos los campos desde su propia realidad laical, junto a los presbíteros” (J. A. Pagola).
Nuestra iglesia institución no es atractiva ni para los católicos. DemasiadA veves llamamos católico practicante a aquél que va a misa todos los domingos y fiestas de guardar, pero no viven el Evangelio en el día a día. “Por sus hechos los reconoceréis”. En este sentido, resulta necesario recuperar una celebración de la Misa con laicos y laicas, más activos y unidos como lo que es, la gasolina de nuestra vida. No es el presbítero quien “celebra” la Eucaristía, sino quien la preside haciendo presente a Cristo sacramentado. Y él debe fomentar una participación de los laicos con sentido de comunión, para evitar esa imagen de los templos cada uno en una punta, evidenciando alergia comunitaria.
Sin compromiso transformador a favor de un mundo más humano no hay Iglesia de Dios en la que nos reconozcan como Buena Noticia a la manera del Evangelio. La Iglesia oficial del Primer mundo es por poco creíble porque se comporta como una Iglesia encerrada en sus normas, ritos y cultos haciéndose fuerte en los templos, ha traído como consecuencia una huída social porque ya no somos Noticia, estamos sin vigor salvador, alejados de un Pentecostés que tememos más que anhelamos. No existen mártires en nuestro Primer Mundo, y casi no existen santos ni santas laicos… ¿Por qué será?
A la luz de todas estas ideas, el sínodo de la familia ha puesto encima de la mesa una brecha que llama a la reflexión general compartida entre clérigos y laicos antes de que la brecha se ahonde hasta límites difíciles de reconducir. Me parece absolutamente imprescindible organizar espacios de encuentro profundo y sincero entre las jerarquías eclesiásticas y el mundo seglar de la Iglesia, a base de diálogo y escucha sinceros que acerquen los abismos actuales. Pero desde el amor, que es lo esencial del cristiano, y a veces parece que todo lo demás es más importante que el amor, incluso al hablar de la familia.
Diálogo profundo y urgente que facilite un lenguaje de fe que entienda todo el mundo, con signos renovados de caridad y esperanza a partir del imperativo de buscar el Reino de Dios y su justicia.
Diálogo que ayude a asumir más comprometidamente todas las actitudes específicas de los laicos en la familia, en la empresa, en la vida, apoyados por los obispos y sacerdotes.
Diálogo sobre lo que esperan los laicos de los clérigos y de la jerarquía misma: anuncio y denuncia profética, ejemplo, sentirse escuchados y tenidos en cuenta, valorando su papel y actualizando el papel de la mujer, religiosa o laica; que la comunión no sea entendida como uniformidad, que los eclesiásticos sepan valorar los logros del mundo, sin encastillarse con criterios negativos y temerosos de perder poder terrenal apoyados en la fuerza del Espíritu Santo más que en la del miedo y el Estado vaticano. Con la audacia necesaria para ser profetas de la alegría y de la vida, con amor y coherencia, por un mundo más fraterno, no por un derecho canónico protagonista.
Diálogo sobre lo que esperan los clérigos de los seglares: el compromiso creciente en su implicación en la comunidad cristiana, que se formen para poder asumir las responsabilidades que se necesitan.
Diálogo fraterno, en fin, y escucha a todas las personas que han fracasado en el amor, o que aman sinceramente desde otras opciones poco ortodoxas, pero que al fin y al cabo, aman de corazón. Que estamos en el siglo de la Inteligencia Emocional y la Inteligencia Espiritual, del trabajo en equipo, con propuestas para dialogar con el mundo; nuevos lenguajes y prácticas de evangelización, participación y responsabilidad en permanente conversión, haciendo posible un mundo mejor al estilo del evangelio, donde las actitudes y los compromisos de amor deberían ser la ley más importante también dentro del Vaticano.