Un debate recurrente
En pleno Sínodo de la familia, si algo hay que agradecer es el espíritu de apertura en los temas que el Papa Francisco ha querido que se pongan encima de la mesa, es decir, todos los posibles, para rechazo de unos -los menos- alabanzas sinceras de otros y expectación contenida en la mayoría.
Se trata de poner a la Ley en su sitio pasándola por la prueba del algodón de la misericordia. No puede haber evangelio sin entrañas de misericordia en su aplicación: “Se os ha enseñado, pero yo os digo…” (Mt 5,21). Y a partir de ahí, poner al descubierto, en palabras del jesuita González Buelta, que el miedo a cómo va este mundo “bárbaro” acabe generando en la Iglesia deseos de orden, entendido como pura conservación, como defensa.
Yo soy laico, y me cuesta entender la cerrazón a que podamos ser sujetos consagrados para la eucaristía. Existen muchos laicos probados en el día a día que sin la radicalidad del presbítero, puede ejercer nuevos ministerios con la formación adecuada, reforzando la presencia sacramental en muchas comunidades renqueantes. Y estoy convencido, además, de que el nuevo carisma fortalecería a muchos sacerdotes que sentirían la savia renovada de su ministerio, hoy de capa caída por tantas decepciones y sinsabores. Tendría un nuevo colaborador que enriquecería la vida de las comunidades cristianas. Nadie me da una razón esencial para no dar este paso al frente ante la carencia de jóvenes en nuestras celebraciones y en los seminarios. Para mí que ese encastillamiento en el “no” a casi todo tiene mucho que ver con esos deseos de orden, entendido como pura conservación, como defensa, al que me refería líneas arriba.
Ya sé que de este Sínodo no van a salir novedades de esta envergadura, que ya me gustaría, pero al menos espero una nueva visión más humanizada de las realidades de dolor y amor en tantas personas que nos rodean. Si no somos capaces de abrirnos al Espíritu en nuestras propias maneras de manifestar nuestra fe frente a la realidad del Otro, al menos debiéramos mejorar en el respeto al diferente y en atemperar las condenas a diestro y siniestro como principal “solución” después de 2000 años de intensa teología aunque reducida en Roma a la ortopraxis, aquella que precisamente no bendijo nuestro Señor sino todo lo contrario.
Se trata de poner a la Ley en su sitio pasándola por la prueba del algodón de la misericordia. No puede haber evangelio sin entrañas de misericordia en su aplicación: “Se os ha enseñado, pero yo os digo…” (Mt 5,21). Y a partir de ahí, poner al descubierto, en palabras del jesuita González Buelta, que el miedo a cómo va este mundo “bárbaro” acabe generando en la Iglesia deseos de orden, entendido como pura conservación, como defensa.
Yo soy laico, y me cuesta entender la cerrazón a que podamos ser sujetos consagrados para la eucaristía. Existen muchos laicos probados en el día a día que sin la radicalidad del presbítero, puede ejercer nuevos ministerios con la formación adecuada, reforzando la presencia sacramental en muchas comunidades renqueantes. Y estoy convencido, además, de que el nuevo carisma fortalecería a muchos sacerdotes que sentirían la savia renovada de su ministerio, hoy de capa caída por tantas decepciones y sinsabores. Tendría un nuevo colaborador que enriquecería la vida de las comunidades cristianas. Nadie me da una razón esencial para no dar este paso al frente ante la carencia de jóvenes en nuestras celebraciones y en los seminarios. Para mí que ese encastillamiento en el “no” a casi todo tiene mucho que ver con esos deseos de orden, entendido como pura conservación, como defensa, al que me refería líneas arriba.
Ya sé que de este Sínodo no van a salir novedades de esta envergadura, que ya me gustaría, pero al menos espero una nueva visión más humanizada de las realidades de dolor y amor en tantas personas que nos rodean. Si no somos capaces de abrirnos al Espíritu en nuestras propias maneras de manifestar nuestra fe frente a la realidad del Otro, al menos debiéramos mejorar en el respeto al diferente y en atemperar las condenas a diestro y siniestro como principal “solución” después de 2000 años de intensa teología aunque reducida en Roma a la ortopraxis, aquella que precisamente no bendijo nuestro Señor sino todo lo contrario.