La deuda y el abrazo: Antonio López Baeza.

El viernes 26 de octubre de 2012, a las 20:30 horas, en Archena (Murcia), su pueblo, recibió un homenaje el sacerdote y poeta Antonio López Baeza, homenaje al que fui invitado para participar en la mesa y en el que me siento muy honrado. Todo el que me conoce sabe de mi relación con Antonio y lo mucho bueno que he vivido con y por él, por eso intentaré que la emoción no me traicione y poder decir algo que se aproxime a la experiencia que su persona y su lectura ha producido en mi persona y en todos aquellos, creo, que lo han conocido y cuya lectura les ha supuesto una luz en medio de su existencia. La única manera de decir algo con sentido es pensarlo, por eso lo llevaré preparado con mucha antelación, dejo aquí el comienzo de mi intervención mañana.

Todos los aquí presentes sabéis de la bondad machadiana de Antonio. Es imposible conocerlo y no haber experimentado cómo su presencia permea en tu persona y cala hondo, justo hasta las junturas del alma, como la Palabra de Dios que decía Pablo, separando lo que te esencializa como hijo de Dios. En su presencia, todos, hemos experimentado que nos hacemos mejores personas, que nuestro corazón se caldea y que la vida va cobrando un nuevo color cuando la empezamos a ver a través de los ojos, ya cansados pero siempre alerta, de ese atisbador de lo eterno que es Antonio.

Los que lo conocemos y además solemos demorarnos en sus escritos, lo reconocemos en ellos al instante. Leer sus versos o su prosa es estar muy cerca de él, porque cuando leemos sus libros sucede aquello que decía Pascal, que no nos encontramos con un libro, sino con un hombre. Sus libros son la expresión aquilatada de su ser más profundo. En ellos ha volcado cuanto ha sido, sin ocultar nada que fuera esencial de su existencia, sin subterfugios, con absoluta desnudez y total transparencia. Los que lo conocemos lo reconocemos al abrir sus libros, que son un motivo más de encuentro con su persona, vehiculado por las palabras, verdaderas traductoras de la experiencia vital de este poeta amante de la belleza en cualquiera de sus manifestaciones.

Porque para Antonio escribir es vivir y vivir es escribir. No hay hiato posible. La escritura hace patente lo que en la vida está en estado de latencia; mediante las palabras emborronadas, el ser va siendo, se hace consciente de sí y cobra, recobra, la plenitud marcada en el origen por la voluntad amorosa de Dios, que nunca quiso crearnos sin contar con que nosotros tomáramos parte en nuestra propia recreación constante y diaria de nuestra vida como proyecto de sentido y más allá del sentido. La escritura, como epílogo de la lectura y prólogo de la propia vida, se convierte en un palimpsesto inacabado. Otros escribieron antes y otros escribirán después, borrando lo escrito y escribiendo sobre lo anterior, en un constante tejer y destejer a la espera de la vuelta del Amado.

Escribir, arar los surcos del sentido, es, en Antonio, tejer la propia vida en el telar de la humanidad con los hilos sueltos del pasado lanzados al futuro para que las generaciones venideras mantengan la llama de la esperanza del ser más profundo: la fraternidad universal. Escribir, restañar las heridas de la propia existencia, es, en Antonio, saldar la deuda universal con los que fueron y pasar el testigo a los que nos esperan, confiando en Dios como garante último de la existencia, y trabajando como si todo dependiera de nosotros. Escribir, hollar el tiempo dejando la estela de lo sido es, en Antonio, dejar el rumbo a otros náufragos sin esperar permanecer más allá de la propia experiencia, sabiendo que en todo hombre se vive, en cada experiencia humana con anhelos de universalidad, que en cada abrazo está presente el amante eterno en el que nos fundimos entrelazados.

Escribir, vivir, pero nunca morir, porque la muerte es la existencia inauténtica de los que no han sabido vivir como hermanos en medio de un mundo que es, siempre y solo, don absoluto, y, por tanto, deuda por saldar, que no amortizar. El mundo de hoy vive matando deudas, no saldándolas, y esa es su verdadera y única muerte. La vida, en tanto don, la asumimos como una deuda contraída con los que nos precedieron, con la naturaleza y con Dios mismo, garante último de la Gracia. Vivir es saldar la deuda haciéndonos acreedores del futuro, no herederos del pasado. Por eso mismo, vivir es abrazar cuanto me ha sido puesto ante mí para conferirle mi propia impronta y convertirlo en oblación.

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