"Esto es mi cuerpo..." (Jn 6,52-59)
Es interesante saber cómo la discusión de la Edad Media sobre el verbo “ser” en la frase “Este es mi cuerpo” ha llevado a divisiones y conflictos. Pero más interesante aún es saber que esta disensión entre católicos y protestantes es anacrónica: “Se puede pensar que el debate sobre el verbo ‘ser’ es un falso debate, ya que en arameo la cópula ‘es’ no se utiliza. Jesús pudo decir: ‘esto mi cuerpo’ […]” (A. Marchadour, La eucaristía en la Biblia, p. 38). Es decir, hemos pasado siglos peleando por comprender cómo se hace presente Jesús en la comunidad de fe, en lugar de celebrar que siempre ha estado en medio de nosotros, cada vez que “le comemos y bebemos”.
El texto del evangelio de Juan que hemos escuchado es complejo. Podría pertenecer a una etapa de redacción tercera luego de los primeros esbozos de la comunidad joánica (cf. S. Vidal, Los escritos originales de la comunidad del discípulo “amigo” de Jesús, p. 496). Calzaría perfectamente entre los “discursos de despedida” de los capítulos 15-17 pero ha sido colocado luego de la “multiplicación de los panes” (6,1-15) entre otros textos relacionados al alimento. Precisamente, esa metáfora del alimento es la que ahora nos ocupa. Siendo el pan y el vino sustancias básicas de la dieta mediterránea, Jesús las ha empleado para dar a entender cómo su Palabra y su Persona son sustento fundamental de todo aquél que le sigue.
Concretamente, en el texto encontramos una fuerte discusión en la sinagoga de Cafarnaúm desde el v. 22 hasta casi el final del capítulo. Luego de unas murmuraciones (“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”), las palabras de Jesús son introducidas por una solemne fórmula: “En verdad, en verdad les digo…”. Lo “verdadero” (alethinós) en el cuarto evangelio tiene un valor auténtico y permanente (cf. J. Beutler, Comentario al evangelio de Juan p. 184). En este caso, sentarse a la mesa y no comer sería una actitud falsa, sería como ser el invitado principal y negar la comida que ha sido preparada para tí.
¿Y cuál es el menú? Nada más grotesco que carne (sarx no soma) y sangre. Ya en los antiguos cultos mistéricos de Dionisio o Deméter se participaba en comidas para unirse con los dioses y asumir la inmortalidad pero, en el caso cristiano, se trataba de una unión que Pablo consideraba distinta. No se trata de un “copy and paste” de uno u otro bando sino de un ambiente religioso común con el mismo vocabulario y los mismos intereses (cf. A. Piñero, Guía para entender a Pablo, p. 305-306). Unirse con Jesús no es un acto mágico o místico: participar de la “cena del Señor” no es un acto esotérico, sino un symbolo real (disculpando el pleonasmo) de asumir una vida configurada en la entrega y el amor. Comer su carne y beber su sangre es la manera más plástica de decir “implicarse”.
Aun así este lenguaje, por fuerte que sea, pareciera no producir impacto en quienes hoy participan de dicha comida. Todo se ha reducido a actos vacíos de significado o a liturgias recargadas de oro e incienso que nos distancian de la mesa. Deberíamos pensar más en la dimensión de “banquete” que posee la fiesta del pan y del vino así como devolver a su justa comprensión la dimensión de “sacrificio” en dicha comida. No es sacrificio como si fuera una transacción bancaria “por nuestros pecados” sino en cuanto nos compromete a hacer lo que Jesús hizo: darlo todo por su misión y ese darlo todo es vivir-para. Se vive-para cuando le “lavas los pies” a los amigos. No hay narración más bella de “la institución de la eucaristía” que la joánica: eucaristía es dar gracias mediante el servicio.
Comer a Cristo es más que un rito sacramental. Comer a Cristo es comulgar con él, comulgar con su proyecto. Y esta comunión no se da solo en la liturgia sino, sobre todo, en la cotidianidad porque lo decisivo no es un rito sino la experiencia vital humana. Lo decisivo es tener hambre de Jesús: “alimentarnos de Jesús es volver a lo más genuino, lo más simple y más auténtico de su evangelio […] encender en nosotros el instinto de vivir como él” (Pagola, El camino abierto por Jesús. Juan, p. 106).
“Cuerpo y sangre de Cristo” es una poderosa expresión que significa “asumir a todo Jesús”, todo su evangelio, su buena noticia de amor, servicio y compromiso. Comer su cuerpo y beber su sangre es sentarse más en una mesa alegre y familiar que observar un altar distante. En esta cena todos/as están invitados, todos caben en la misma mesa, sin excepciones, porque es la cena del Señor resucitado y es él quien convida (Ch. Perrot, “Le repas du Seigneur”: La Maison-Dieu 123 [1975] p. 37).