En realidad, uno se enamora de los defectos. La perfección asusta, aliena, crea distancia. Y a veces aburre. ¿Cómo enamorarse de la belleza perfecta? Se contempla y se admira, sí, pero ¿cómo amarla? ¿Y entonces por qué? El defecto, en cambio, es un punto de apoyo, una forma que suscita curiosidad sin satisfacción. Es una posibilidad de compromiso, es un acceso. Cuando se ama a una persona, es porque se han conocido sus malas costumbres, sus aspectos desagradables, sus contradicciones.
Sin el defecto, el rostro permanece vago, distante, como un brazo sin lunar, como el pelo siempre en orden. Cuando todo está en orden, ya no hay lugar. El amor del cristiano es entonces una pasión por el defecto: cuidado y atracción por el indeseable, el marginado; los que son, de un modo u otro, en cuerpo o alma, incompletos, raros, extraños. En la percepción del defecto también hay esperanza de futuro, de promesa: existe la posibilidad de mejora, de cambio. La perfección, en cambio, no tiene futuro porque ya es eterna, es presente, no tiene fin.