Spadaro: "La hora del cumplimiento de las promesas ha llegado. Ha llegado la hora esperada desde los primeros tiempos"
"Y allí en el desierto -lugar de prueba y de oración- Jesús permanece cuarenta largos días. Huye del pueblo y de todo posible triunfalismo mesiánico. Y está solo"
"No hay ningún ser amaestrado que le acompañe. No hay gatito, ni perro fiel: sólo fieras salvajes y presencias angélicas"
"Su precursor había sido enjaulado: era, pues, su turno. El tiempo de espera había terminado"
"Su precursor había sido enjaulado: era, pues, su turno. El tiempo de espera había terminado"
Un viento que empuja: esto es lo que Marcos nos hace imaginar (1,12-15). Porque el viento se ve aunque no tenga espesor ni sea un objeto. Se ve porque se mueve, arrastra, empuja, arrastra. El viento es el espíritu que impulsa a Jesús en el desierto. El espíritu no se puede tocar, pero se puede percibir sensiblemente porque imparte movimiento a lo que arrastra. El viento no mueve piedras, sino ramas y hojas. Jesús es siempre tan firme, pero ahora descubrimos que es dócil al viento que lo mueve desde dentro. No se balancea, no, sino que se deja llevar. Su decisión coincide con la dirección impresa en sus pies.
El cielo y la tierra se tocan, y el Espíritu como viento se adhiere a la escena del desierto: su irrupción compone un poderoso drama para la imaginación. Y allí en el desierto -lugar de prueba y de oración- Jesús permanece cuarenta largos días. Huye del pueblo y de todo posible triunfalismo mesiánico. Y está solo.
Marcos introduce de repente otra presencia: Satanás. Jesús y el diablo se enfrentan en el desierto. El espantoso escenario, sin embargo, merece aquí una mera mención. No se profundiza en la tentación. No sabemos más que esto: que Satanás le tienta, como podría tentar a un ser humano normal. El Hijo de Dios no es un superhombre. Hay una reserva en este cara a cara que es el drama de la historia, la síntesis de todas las oposiciones, la polarización máxima, la tensión metafísica que, como un relámpago, se descarga sobre esta tierra nuestra.
Fieras y ángeles: ahora vemos la escena poblada de estas criaturas. El Hijo de Dios no está solo, pues, sino reconfortado por su presencia. Jesús convive con ellas. No con animales domésticos, sino con fieras: zorros, lobos, chacales, hienas... y ángeles. Hay una profunda diferencia entre los salvajes y los malvados. No hay ningún ser amaestrado que le acompañe. No hay gatito, ni perro fiel: sólo fieras salvajes y presencias angélicas.
Junto a él sólo admite la garra rapaz y el toque divino: ¿se parecen en algo? La imagen es extraordinaria y sobrecogedora. Lo salvaje y lo santo no se repelen. Marcos, en efecto, nos dice que Jesús es "servido" por los ángeles, pero "vive" con las bestias: son dos cosas muy distintas. Existe, pues, una solidaridad y una familiaridad entre lo divino y lo salvaje. La presencia angélica es meramente de servicio, no de verdadera convivencia.
A continuación, el relato nos dice que Jesús fue a Galilea, donde había sido encarcelado Juan el Bautista, que vivía como un animal indómito, vistiendo pieles de camello y comiendo langostas y miel silvestre. Su precursor había sido enjaulado: era, pues, su turno. El tiempo de espera había terminado.
Jesús se dirigió a Galilea para iniciar su misión. Marcos recoge sus palabras esenciales, el núcleo de lo que dice: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en el Evangelio". La hora del cumplimiento de las promesas ha llegado. Ha llegado la hora esperada desde los primeros tiempos. Es precisamente el momento de convertirse, de romper con las ataduras del pasado para abrirse al futuro de Dios y creer en el Evangelio.
Pero, ¿qué "Evangelio"? Estamos al principio de la historia de Jesús, ¡y éstas son sus primeras palabras públicas! Jesús sólo pide confianza. Porque todo está a punto de suceder. Sus palabras son el redoble del tambor, el signo resonante de una presencia, la llamada a estar en guardia. Porque un "reino" se acerca, como un asalto. Y ya se siente el toque de la garra del ángel.
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