"Acoger al marginado, al inadecuado, al que no es nadie: eso es acoger a Dios" "El primero para el Evangelio es el servidor, el último"
¿Cuántas veces recorrió Jesús calles y aldeas predicando y reuniendo a tanta gente a su alrededor? Sin embargo, ahora Marcos (Mc 9,30-37) nos dice que él y sus discípulos «iban por Galilea, pero no quería que nadie lo supiera». Jesús elige el anonimato. No aparecerá más en público, abandonará definitivamente Galilea y se dirigirá a Judea para morir en Jerusalén. Ahora, en la calle, alrededor de Jesús sólo están los discípulos. Es un momento muy difícil. Jesús necesita estar cara a cara con ellos. Jesús enseña diciendo: «El Hijo del hombre es entregado en manos de los hombres, y le matarán; pero cuando le maten, resucitará al cabo de tres días».
Pedro -que le había reconocido como el Mesías- le había llevado aparte un poco antes y le había reprendido por estas palabras que profetizaban la cruz. Pedro quería un Mesías triunfante. Estaba destrozado: ¡Jesús le había llamado incluso Satanás! Y siguió hablando de un futuro de fracaso, de muerte, de un ser «entregado en manos de los hombres». Es un Dios rehén, un Dios cautivo, un Dios traicionado.
¿Y los discípulos? «No entendían estas palabras». No sólo eso, «tenían miedo de interrogarle». Se percibe una ruptura, una fuerte tensión. Jesús y sus discípulos caminan juntos, pero ya no se entienden. El discurso del Maestro les resulta inadmisible. Pero le temen y no se atreven a contradecirle. Después de todo, habían visto cómo había tratado a Pedro. El entendimiento está roto. Pero quizá hay algo más: los discípulos tienen miedo. Intuyen que el Maestro va hacia la muerte, como los perseguidos por su lealtad a Dios y a la justicia. Y tiemblan. Jesús está, en realidad, solo.
Caminan hacia Cafarnaún. Se detienen en la casa. ¿De quién? No lo sabemos. La mirada del evangelista omite todos los detalles logísticos. Nos encontramos inmediatamente dentro de la casa. Jesús y los discípulos permanecen juntos. El grupo no se separa, pero hay vergüenza. Jesús había visto que en la calle algunos discípulos hablaban entre ellos. Ahora pregunta: «¿Qué discutíais en la calle?». Marcos comenta: «Y se quedaron callados». El silencio es total.
Los discípulos «en el camino discutían sobre quién era el mayor». ¡Qué discusión! Jesús lo sabía, lo había oído. Los discípulos no habían entendido nada. Discutían sobre su grandeza, sobre quién era el más grande entre ellos. ¡Los discípulos del Jesús que siempre había rechazado la gloria y el poder! El fracaso de Jesús y de su enseñanza estaba certificado.
Pero Jesús, en su seca severidad, no tira la toalla. Se sienta. Llama a los Doce a su alrededor. De nuevo el grupo se constituye en torno a él, que reanuda su enseñanza: «El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Va contra la herida abierta de la vanagloria. Sencillo: el primero para el Evangelio es el servidor, el último. Pero las palabras ya no bastan.
Jesús llama a un niño y lo pone en medio de ellos. ¿Quién era este niño? No lo sabemos. Para algunos autores antiguos sería el hijo de Pedro. En aquella época, en aquella sociedad, el niño estaba marginado: puede ser tan mono y adorable como se quiera, pero no tiene ningún papel social, es insuficiente en sí mismo. Es un don nadie. Jesús lo recoge y lo abraza. La mirada de Marcos se centra en esta imagen humilde y poderosa. Entonces el Maestro puede enseñar: «El que acoge a uno de estos niños en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado». Jesús mismo fue un niño. Acoger al marginado, al inadecuado, al que no es nadie: eso es acoger a Dios.
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