¿Quién conoce a Dios?
A mucha gente, ni le preocupa ni le interesa esta pregunta. Los que no creen en Dios, los que piensan que Dios es un invento que nos hemos hecho los mortales, porque nos conviene y nos interesa, y también los que aseguran que de Dios no se puede saber nada porque no está a nuestro alcance, todos ésos, por supuesto, están en su derecho de pensar sobre este asunto lo que ellos consideren que es más razonable o más conveniente. Pero, lógicamente, a tales personas les dará igual saber o no saber quién conoce a Dios.
No pretendo, pues, convencer a nadie de que es importante creer en Dios o conocer a Dios. Lo único que pretendo, al escribir esta reflexión, es invitar, a quienes piensan que conocen a Dios (y yo me incluyo aquí el primero), a que nos preguntemos si realmente lo conocemos. O si nuestro presunto conocimiento de Dios, no pasa de ser una “representación”, que nosotros nos hemos hecho, de esa realidad última a la que llamamos Dios, pero que, en verdad, poco o nada tiene que ver con el Dios vivo y verdadero.
Todo esto viene a cuento de lo que se dice en la Primera Carta de Juan: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4, 8). Yo no sé - lo digo con toda sinceridad - si, al decir “Dios es amor”, con eso se pretende o no se pretende dar una definición de Dios. Sea lo que sea de ese asunto, lo que no admite duda es que quien no ama, no conoce a Dios. Por muy seguro que esté de todo lo que dice la Biblia, el Catecismo, los teólogos o los Concilios, el que no ama, no conoce a Dios. Ni, por tanto, sabe lo que dice cuando habla de Dios. Eso le puede ocurrir a cualquiera. Y es posible que me ocurra a mí.
El problema está en saber lo que la Primera Carta de Juan quiere decir cuando utiliza la palabra “amor”. El texto griego original pone el término “agápe”. Este término es raro en la literatura griega clásica. En los escritos del Nuevo Testamento, la palabra agápe es muy frecuente. En total, como sustantivo o como verbo, aparece 320 veces. Y se traduce: “amor” o, a veces, “caridad”. Pero la palabra “amor”, tal como se utiliza en el texto de 1 Jn 4, 8 (que estoy comentando), no se entiende si previamente no se tienen en cuenta tres cosas:
1. ¿De qué amor se está hablando ahí? ¿De amor de Dios al hombre? ¿Del amor del hombre a Dios? ¿O del amor de los seres humanos unos a otros? La Primera Carta de Juan habla del amor de Dios, del amor a Dios y del amor mutuo entre los mortales. Pero, cuando se refiere al amor como signo o señal de que conocemos a Dios, se refiere, sin duda alguna, al amor mutuo de unos a otros. En estos consiste la tesis central que defiende el autor de esta Carta, como se advierte enseguida leyendo detenidamente el capítulo cuarto de este escrito. Y así lo explican todos los buenos estudios y comentarios de la Carta.
2. Cuando hablamos del amor de unos a otros, nunca deberíamos olvidar que el amor es una palabra muy ambigua, que, a veces, puede ocultar sentimientos o deseos que nada tienen que ver con lo que es amar a otro ser humano. El verdadero amor existe donde previamente hay respeto, tolerancia, estima, ayuda, bondad, solidaridad, aguante, delicadeza. ¿Cómo es posible amar a alguien, si se le falta al respeto, si se es intolerante con esa persona, si se le trata con desprecio....? No nos engañemos. En este orden de experiencias, nos equivocamos o nos auto-engañamos constantemente.
3. Cuando decimos que “Dios es amor”, estamos pronunciando una oración gramatical predicativa, en la que el predicado es el “amor”, ya que eso es lo que se predica de Dios. Pero, por la gramática, sabemos que el papel del predicado es explicar al sujeto (“Dios”). Por tanto, lo que la Biblia afirma, en este caso, es que el amor a los demás es el signo o el argumento que demuestra que se quiere a Dios. La Carta lo dice con claridad meridiana: “Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20).
La cosa está clara: SOLAMENTE CONOCE A DIOS LA PERSONA QUE RESPETA Y QUIERE A LOS DEMÁS. Todo lo que no sea eso es vivir engañado. Y pretendiendo (quizá sin darse cuenta) ir por la vida engañando a los demás. Además, esto vale para todo el mundo, desde el ser humano más importante, que haya en este mundo, hasta el más insignificante. De este principio universal no se escapa nadie. Ni hay motivo (social, político, económico, religioso) para quebrantarlo.
No pretendo, pues, convencer a nadie de que es importante creer en Dios o conocer a Dios. Lo único que pretendo, al escribir esta reflexión, es invitar, a quienes piensan que conocen a Dios (y yo me incluyo aquí el primero), a que nos preguntemos si realmente lo conocemos. O si nuestro presunto conocimiento de Dios, no pasa de ser una “representación”, que nosotros nos hemos hecho, de esa realidad última a la que llamamos Dios, pero que, en verdad, poco o nada tiene que ver con el Dios vivo y verdadero.
Todo esto viene a cuento de lo que se dice en la Primera Carta de Juan: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4, 8). Yo no sé - lo digo con toda sinceridad - si, al decir “Dios es amor”, con eso se pretende o no se pretende dar una definición de Dios. Sea lo que sea de ese asunto, lo que no admite duda es que quien no ama, no conoce a Dios. Por muy seguro que esté de todo lo que dice la Biblia, el Catecismo, los teólogos o los Concilios, el que no ama, no conoce a Dios. Ni, por tanto, sabe lo que dice cuando habla de Dios. Eso le puede ocurrir a cualquiera. Y es posible que me ocurra a mí.
El problema está en saber lo que la Primera Carta de Juan quiere decir cuando utiliza la palabra “amor”. El texto griego original pone el término “agápe”. Este término es raro en la literatura griega clásica. En los escritos del Nuevo Testamento, la palabra agápe es muy frecuente. En total, como sustantivo o como verbo, aparece 320 veces. Y se traduce: “amor” o, a veces, “caridad”. Pero la palabra “amor”, tal como se utiliza en el texto de 1 Jn 4, 8 (que estoy comentando), no se entiende si previamente no se tienen en cuenta tres cosas:
1. ¿De qué amor se está hablando ahí? ¿De amor de Dios al hombre? ¿Del amor del hombre a Dios? ¿O del amor de los seres humanos unos a otros? La Primera Carta de Juan habla del amor de Dios, del amor a Dios y del amor mutuo entre los mortales. Pero, cuando se refiere al amor como signo o señal de que conocemos a Dios, se refiere, sin duda alguna, al amor mutuo de unos a otros. En estos consiste la tesis central que defiende el autor de esta Carta, como se advierte enseguida leyendo detenidamente el capítulo cuarto de este escrito. Y así lo explican todos los buenos estudios y comentarios de la Carta.
2. Cuando hablamos del amor de unos a otros, nunca deberíamos olvidar que el amor es una palabra muy ambigua, que, a veces, puede ocultar sentimientos o deseos que nada tienen que ver con lo que es amar a otro ser humano. El verdadero amor existe donde previamente hay respeto, tolerancia, estima, ayuda, bondad, solidaridad, aguante, delicadeza. ¿Cómo es posible amar a alguien, si se le falta al respeto, si se es intolerante con esa persona, si se le trata con desprecio....? No nos engañemos. En este orden de experiencias, nos equivocamos o nos auto-engañamos constantemente.
3. Cuando decimos que “Dios es amor”, estamos pronunciando una oración gramatical predicativa, en la que el predicado es el “amor”, ya que eso es lo que se predica de Dios. Pero, por la gramática, sabemos que el papel del predicado es explicar al sujeto (“Dios”). Por tanto, lo que la Biblia afirma, en este caso, es que el amor a los demás es el signo o el argumento que demuestra que se quiere a Dios. La Carta lo dice con claridad meridiana: “Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20).
La cosa está clara: SOLAMENTE CONOCE A DIOS LA PERSONA QUE RESPETA Y QUIERE A LOS DEMÁS. Todo lo que no sea eso es vivir engañado. Y pretendiendo (quizá sin darse cuenta) ir por la vida engañando a los demás. Además, esto vale para todo el mundo, desde el ser humano más importante, que haya en este mundo, hasta el más insignificante. De este principio universal no se escapa nadie. Ni hay motivo (social, político, económico, religioso) para quebrantarlo.