La cultura de la mentira

El hecho de engañar (o intentar engañar) a los demás se ha generalizado de tal manera y hasta tales extremos que, sin miedo a exagerar, se puede afirmar que la mentira es ya un componente de la cultura que, entre todos, hemos construido. Y además una cultura de la mentira, el embuste y la patraña, en la que vivimos integrados de forma tan connatural, que ya, no sólo no nos sorprende que se nos engañe, y que engañemos, todo lo que cada cual pueda y le convenga, sino que la cosa ha llegado a tal punto que, si uno ve que puede sacar provecho a base de mentiras y, sin embargo, no miente, es mucha la gente (yo mismo, sin ir más lejos, hay veces que me sorprendo pensando así) que considera, de quienes se portan de esa forma que son inútiles que no saben vivir.

Por eso, en este momento, estamos asistiendo a la esperpéntica y grandiosa ceremonia de la confusión, la solemne liturgia de los embusteros, que unas veces nos pone de los nervios hasta la crispación más irritante; y en otros casos nos da por reír, al ver a esos señores (o señoras) tan perfumados y encorbatados diciendo solemnemente las tonterías más pomposas y ridículas que, a estas alturas de la vida, uno haya podio escuchar. Y es que - bien lo sabemos - vivimos tiempos en los que mienten los políticos, los hombres de la economía, de la cultura y de la religión, mienten los profesionales de la información, casi todos los ricos y los pobres, los funcionarios y los que no tienen otra función que echar embustes.... La lista es interminable, lo sabemos de sobra. Y en esto nos metemos todos. El que tenga las manos limpias, que tire la primera piedra.

Por esto, me parece que será importante pensar, por unos minutos al menos, en la gravedad de lo que está pasando. La mentira consiste en deformar la realidad. Antiguamente, los embusteros eran los tontos. Ahora, por el contrario, dicen que hay una proporción directa entre mentira y talento. A mí me parece eso no es así. Lo que ha ocurrido (y sigue ocurriendo) es que a quienes dicen la verdad siempre, y siempre se niegan a ser cómplices de trampas y embustes, se les ha ido marginando, como a gente peligrosa, problemática y conflictiva. El resultado ha sido que los embusteros son los que están triunfando. Y es así. En la política, en la banca, en la bolsa, en la empresa, en la Iglesia, en el convento, en las familias..., en todas partes. Y si, de pronto, aparece un hombre sincero y con los pantalones bien puestos (estoy pensando, por ejemplo, en el papa Francisco), se teme hasta por su vida. O si la cosa no llega a tanto, al hombre honrado a carta cabal se le pone como un guiñapo. Y se hace todo lo posible por quitarle la credibilidad (poca o mucha) que tenga. No soportamos a los hombres y mujeres transparentes, honrados y de los que no se puede esperar mentira alguna.

Muchas veces me he preguntado: ¿por qué mentimos tanto? ¿porque qué demonios vemos hasta con toda naturalidad que sean, con tanta frecuencia, los más embusteros los que ocupan los puestos más altos en la sociedad? Por supuesto, y ante todo, el hecho mismo de que los más embusteros sean los que más triunfan, eso mismo es una incitación constante a mentir. Porque mucha gente se ha persuadido de que precisamente el que más miente es el que más alto llega. Los políticos tendrían que pensar esto muy en serio: con sus mentiras nos están deseducando a todos. Y sin pensarlo dos veces, nos están diciendo a todos: ¡Mentid, muchachos, mentid!, que así - ya lo estáis viendo - se llega muy lejos en la vida. Y a base de mentiras, hacemos un país grande, con un futuro asombrosamente glorioso (en su podredumbre).

Esto ya es fuerte. Pero sólo con esto, nos quedamos a medio camino. Porque la economía capitalista (en su variante más fuerte, el capital financiero) ha cobrado tal fuerza y se ha organizado de tal manera, que solamente puede funcionar - y funcionar bien - a base de grandes mentiras. Por eso quienes invierten en bolsa deben saber que ese negocio rinde importantes beneficios solamente cuando se dan dos condiciones: primero, invertir grandes cantidades; segundo, no tener prisa. Esto es negocio sólo para gente que maneja mucho dinero; y que lo maneja sin urgencias. Porque hay que esperar la ocasión propicia en que los mercados te permiten engañar a alguien. Y entonces, sí. Entonces, los “entendidos” dan el zarpazo y te forras. Otro ejemplo: Paul Krugman, Nobel de economía en 2008, cuanta cómo Larry Summers (máximo asesor económico de Obama) se burló en cierta ocasión de los profesores de finanzas. Lo hizo con una parábola sobre los “economistas del kétchup” que “han demostrado que las botellas de kétchup de medio se venden, invariablemente, por exactamente el doble que las botellas de cuarto”, lo cual nos permite concluir que el mercado del kétchup es de una eficacia perfecta. Estamos, pues, hablando del gran negocio de la mentira.

Y todavía, una última cuestión. Uno de los fenómenos más característicos de nuestra cultura es “la necesidad de satisfacción inmediata” que nos han inoculado mediante técnicas muy bien estudiadas de propaganda y “comecocos”. Por ejemplo, en esta necesidad apremiante de satisfacción inmediata es en lo que se basa uno de los mecanismos más eficaces de las técnicas de la comunicación (internet, teléfonos y sus mil variantes, publicidad y comercio...) y, en buena medida, el aterrador negocio de las drogas en todas sus variedades.

Así vivimos en el inmenso mar de la mentira, como el pez que vive en su medio. Hasta el extremo de que ya no podemos vivir sin engañar y sin ser engañados. A lo mejor esto es lo que explica que, no obstante las burdas mentiras que nos endosan cada día, seguimos votando a los que nos engañan. Hemos llegado hasta el límite de lo inimaginable: han logrando que nos guste ser engañados. Por eso seguiremos votando a los embusteros, sean del color que sean, para poder de esa manera perpetuar el sistema.
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