#8M2024 Súplica

Súplica
Súplica

Se levanta despacio procurando no despertarlo, los fluidos genitales escurren por su entrepierna. Así que fue a limpiarse y al mirarse en ese trozo de espejo, la imagen que le devolvió la hizo cuestionarse y sin querer las lágrimas la surcaron. Más con un manotazo rápido, se quito sus huellas.

Acababa de perder su virginidad, fue algo completamente diferente a como lo había esperado. Había sido llamada a filas hacía unos meses, aún sus pechos no habían crecido del todo y los aumentos que se ponía ni siquiera fueron tomados en cuenta por el hombre que la penetró.

Ambos en algún momento lloraron, dejando huellas que parecían quemar, con sollozos silentes, apenas contenidos e hipeos irregulares.

Hasta que el muchacho había terminado, le había confesado que era su primera vez y que se disculpaba por haber terminado tan rápido. Al ver su cara, se dejó caer sobre su cuerpo y lloró. Qué inicio tan desalentador. Como fondo tuvieron los estruendos de la infantería, además no sabía que había sido más difícil, la dureza varonil o la del piso. Aunque había cerrado los ojos, no pudo apartar el ambiente desolador que los envolvía.

No quería morir sin haber tenido por lo menos una vez. Ayer varios de sus compañeros sucumbieron al lado de ella. Sus cuerpos destrozados, sus miembros con jirones y uno de ellos aún con el vientre abierto, vivió lo suficiente para atormentado decir: ¡No quiero morir, no quiero, tengo 19!

Así que buscó al muchacho, le daba igual quien fuera y como una hambrienta se abalanzó a sus brazos y éste desconcertado primero, pero en seguida respondiendo, ni siquiera la desnudó completamente. Más tardaron los sollozos que el encuentro. Impávida había permanecido silente, no había podido decir nada.

Moría pedazo a pedazo con cada compañero que sucumbía a su lado. Por qué estaba ahí, donde había quedado el impulso pueril cuando los aleccionaban para proteger su territorio, dónde estaba éste, si lo único que veía eran escombros, trozos de carne sanguinolenta en el frente y el olor fétido de la sangre bajo los rayos intensos, hediendo, hiriendo su nariz.

Dónde había quedado, aquella joven que unos meses antes, se perfumaba para salir con sus amigos al antro y beberse unos tragos. Para cuando regresara a casa, hacerlo sigilosa y sus padres no se dieran cuenta de su embriaguez. Cuando sus máximos retos eran pasar todas las materias escolares  y tener algo de dinero en sus bolsillos.

Ni siquiera lo volteó a ver, quería olvidar lo acontecido en esos momentos. Quizá ni sintió algo, ni fue importante, porque ya era una muerta caminando.

Cuántas veces a cada instante, deseaba que los enemigos murieran, y cuando veía a alguno caer, se alegraba. Era uno menos, que podía otorgarle la disminución del lapso de su estar en esa guerra cruenta. Sabía que no estaba bien. Pues conocía la Palabra divina que decía: "El salario de la muerte es el pecado". Rom 6, 23a. Al principio aterrada, pero después buscando la muerte de sus enemigos, disfrutaba cuando los veía desmoronarse.

Así que cuando ella permaneció un tiempo interminable, herida,  pasando de la consciencia a la inconsciencia, sintiendo el dolor atroz, solo superado por el miedo, imploró la misericordia divina recordando: "Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos". 2Cor  38,5.

Cuando la recogieron, una sonrisa enmarcaba su rostro, por fin había encontrado la paz.

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