Un santo para cada día: 23 de diciembre S. Juan Kety (Ilustre profesor y a la vez humilde párroco de pueblo)
Allá por la vigilia de Navidad de 1473 y en la ya floreciente Universidad de Cracovía, un grupo nutrido de concurrentes escuchaban atentos una alocución llena de sabiduría y de prudentes recomendaciones: “Velad cuidadosamente la doctrina, conservad el depósito sin alteración y combatid, sin cansaros jamás, toda opinión contraria a la verdad, pero revestíos en este combate de las armas de la paciencia, de la dulzura y la caridad , recordando que la violencia, aparte del daño que hace a nuestras almas, daña las mejores causas. Aunque hubiera estado en el error sobre un punto verdaderamente capital, jamás un violento hubiera conseguido sacarme de él; muchos hombres están sin duda hechos como yo. Tened cuidado de los pobres, de los enfermos y de los huérfanos”. Prosiguió el discurso, que sonaba a despedida, de quien había sido un clérigo santo y un sabio profesor que se llamaba Juan Kety y era conocido en todos los foros académicos de Polonia.
A este ilustre profesor universitario se le conoce también por Juan Cancio. Vino al mundo el 23 de junio de 1390 en el pueblo de Kety, próximo a Auschwitz y perteneciente a la diócesis de Cracovia. Fue hijo de Stanislaw y Ana, campesinos de sólidas convicciones cristianas. Se sabe que cursó sus estudios con brillantez en la Academia de Cracovia donde se doctoró en 1417 en filosofía y posteriormente en teología, en un momento en el que la universidad de Cracovia estaba en todo su esplendor. Ya ordenado sacerdote, en 1440, fue llamado para regentar un puesto de profesor de Sagradas Escrituras y ocuparse también de una materia perteneciente al campo de la física. Durante el tiempo que estuvo en la universidad habría de distinguirse por su profesionalidad y dedicación, que le hicieron merecedor de ser nombrado rector de la misma, la más alta dignidad a la que se podía llegar.
No pudo escapar de las intrigas de sus adversarios, que encontraron la forma de apartarle de las aulas universitarias para que fuera a ocuparse de una humilde parroquia del pueblo de Olkusz. Tuvo que ser doloroso constatar cómo en ocasiones no contaban con él en asuntos concernientes a la universidad, haciéndole de menos; aun así, nunca se le oyó un reproche, ni una queja, siempre sacando a relucir su sentido del humor, incluso en las situaciones adversas, lo que ponía bien de manifiesto su grandeza y nobleza de espíritu. Como hombre humilde que era soportó sin inmutarse el desprecio que suponía el ser apartado de su cargo, más aún se entregó a su nuevo ministerio de instruir a sus incultos feligreses con la misma diligencia con que antes había enseñado a los eruditos universitarios. Se sabe que fue un buen párroco, un excelente predicador, pastor dedicado a la grey que se le había encomendado y apóstol caritativo volcado con los pobres.
No tardaron en darse cuenta de que el profesor Kety era pieza necesaria para el buen funcionamiento de la universidad y le pidieron que volviera. Así lo hizo para seguir dando testimonio fehaciente de su profesionalidad. Se metió de nuevo en sus tareas académicas, sin olvidarse de sus deberes apostólicos y sin perder sus buenos hábitos de volcarse en ayudar a los demás, repartiendo su sueldo con los pobres. Consagrado a sus tareas académicas tenía como residencia un Colegio Mayor y es aquí donde le sucedió un caso que todavía se recuerda. Estando sentado a la mesa se percató de que un pobre estaba a la puerta pidiendo limosna y sin pensárselo dos veces se levantó para entregarle su comida y cuál no sería su sorpresa, cuando al regresar a su sitio se encontró con su ración intacta. Desde entonces en ese colegio se hizo popular la frase “Pauper venit” y durante mucho tiempo no faltó la ración correspondiente destinada al esperado huésped.
En la segunda época como profesor universitario, aprovechó Kety para realizar un viaje a Roma y a Tierra Santa dispuesto, si preciso fuera, a recibir el martirio, pero no fue menester, pudiendo regresar sano y salvo a su querida universidad para reincorporarse a su labor docente.
En la vigilia de Navidad de 1473, cumplidos ya los 83 años y viendo que su vida tocaba a su fin, quiso reunirse en la capilla de la universidad con el claustro y los alumnos para dirigirles su última alocución de despedida, a la que nos hemos referido al principio y que terminaba con estas palabras. “Dios eterno y todo poderoso que gobiernas y conservas por tu divina Providencia todo lo que has creado, recíbeme en tu inefable misericordia y consiente que, por la pasión y los méritos de tu Hijo, yo me reúna a Ti por toda la eternidad”
Reflexión desde el contexto actual:
El aroma de santidad que nos llega a través de Juan de Kety, lleva el sello de la intelectualidad y de la humildad. Conocer cada vez mejor a Dios y a Cristo para poder servirle en espíritu y en verdad, dándole a conocer a los hermanos. Resulta admirable ver como un hombre de la talla de Juan Kety no hiciera distingos entre las personas, sino que las medía en razón de su dignidad humana, que es igual para todos. No dejaba de ser la misma persona en el ambiente universitario que en el rural, porque, para él, merecía idéntica consideración un ilustre teólogo que una viejecita ignorante. Toda una lección digna del más ilustre profesor universitario, a la vez que un apóstol humilde y abnegado de Cristo