Un santo para cada día: 18 de mayo Santa Rafaela María de Porras (Fundadora de la “Congregación de Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús”)
En la vida de Rafaela, como en la vida de cualquier humano, existió un acontecimiento con el que no se contaba y a partir de aquí la vida de esta mujer va a cambiar de rumbo
La vida está llena de sorpresas y cuando menos te lo esperas un acontecimiento con el no contabas te descoloca, te hace reflexionar y comienzas a ver la vida de otra manera. La providencia de Dios gravita sobre todo cuanto acontece, nada sucede sin que haya detrás una razón que lo explica. Los humanos hablamos de casualidades y decimos que las cosas suceden porque suceden; no es así, lo que hay es ignorancia por nuestra parte que nos impide conocer los hilos que mueven todo el tinglado, pero para Dios omnisciente, todo tiene sentido y sabe muy bien porque sucede todo lo que sucede. En la vida de Rafaela, como en la vida de cualquier humano, existió un acontecimiento con el que no se contaba y a partir de aquí la vida de esta mujer va a cambiar de rumbo.
Nace Rafaela el 1 de marzo de 1850 en Pedro Abad ( Córdoba). Sus padres se llamaban Ildefonso Porras y de Rafaela Ayllón, que llegaron a tener 13 hijos. La familia Porras Ayllón era una familia de terratenientes bien acomodada, así pues la infancia de Rafaela se desarrolló dentro de la normalidad, donde hubo alegrías y tristezas, risas y llantos, como suele suceder en todas las familias. Cuando tenía solo cuatro años se desató una epidemia del cólera en la comarca que acabaría con la vida de su padre, fue el suceso más triste de su infancia que con la ayuda de su madre y sus hermanos mayores pudo ir superando, recuperada del golpe pudo volver a la normalidad y realizar los primeros estudios. Llegada la juventud comienza a frecuentar Córdoba y Madrid de la mano de su hermana mayor que la acompaña en la puesta de largo en sociedad. Muchacha atractiva, afable, educada, de clase bien, comienza a frecuentar los teatros, los foros, las tertulias entre amigos de su rango, se la ve en ambientes distinguidos en Córdoba o en Madrid, como cualquier otra joven de su condición, pero en su interior bullía un sentimiento que la mantenía unida a Jesús, haciéndole la promesa un 25 de marzo de 1865, de que siempre sería de Él. Todo trascurría sin grandes cambios en la familia, hasta que un día sucedió algo inesperado y trágico como fue la muerte de Dª Rafaela, su madre.
La joven se encontraba sola con su madre y según nos cuenta, fue ella misma quien la cerró los ojos cuando tenía 18 años y cogida de su mano prometió al Señor no poner afecto en criatura alguna. Se le habían abierto los ojos de alma y no dejaba de preguntarse ¿Yo para que nací? De pronto se encontró con que no sabía qué hacer, vio que estaba sola, vacía y que ya nada tenía sentido, acababa de perder la razón de su vida, porque su madre lo era todo para ella. A partir de esta experiencia crucial ya nada volvió a ser lo mismo, su existencia iba a dar un giro de 180 grados. Rafaela y su hermana se consuelan mutuamente de la pérdida irreparable y en sus corazones va madurando una determinación: “Bastante tiempo hemos sido servidas, se dicen, hora es de que sirvamos a los pobres por amor de Dios. Después de cuatro intensos años de vacilaciones y lucha, sintiéndose incomprendidos por sus familiares más directos deciden hacerse religiosas e ingresar en el Instituto de María Reparadoraen Córdoba. Estando en este convento y con la ayuda de arzobispo Zeferino González las dos hermanas fundaron el Instituto de Adoratrices del Santísimo Sacramento e Hijas de María Inmaculada, fue el origen de la congregación por ellas fundada y que habría de ser reconocido y aprobado en 1887 por el Papa León XIII con el nombre de la Congregación de Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, de la que Rafaela sería nombrada superiora General en 1887. Los logros conseguidos hasta ahora eran motivo suficiente como para mirar el futuro con optimismo; pero el camino que faltaba por recorrer iba a ser duro
En el seno de la congregación comenzaron a surgir desavenencias, unas veían las cosas de una manera y otras religiosas de la congregación las veían de otra. La M. Rafaela no era de las que a toda costa tratara de imponer a las demás sus puntos de vista, que dicho sea de paso, no eran aceptados de buen grado por sus más estrechas colaboradoras, entre las que se encontraba su propia hermana Pilar cofundadora y ya se sabe lo que pasa en estos casos, vino la desunión. Naturalmente esto fue motivo de un sufrimiento interior atroz para la Superiora General, que ella misma lo califica de auténtico martirio, pues era de temperamento pacífico, no belicoso y lo único que buscaba era concordia entre todas las hermanas “aunque me costase a mí la vida”. En este estado de tensión constante no se podía vivir había que elegir entre dos alternativas: una hacer valer su condición de Superiora o renunciar al cargo y que fueran otras las que marcaran la ruta a seguir. Rafaela elige la segunda opción después de haber considerado humildemente que sería lo mejor para la naciente Congregación.
La M. Rafaela había escogido el escarpado camino de la renuncia personal por el bien de la Congregación. El viernes de marzo de 1893 firmaba la renuncia al cargo y la Santa Sede se lo admitía. Comenzaba desde este momento una nueva vida para ella en el olvido y el silencio, a partir de ahora solo se tenía que preocuparse por ser santa porque como ella decía: “Si logro ser Santa, hago más por la congregación, por las hermanas y por el prójimo que si estuviera empleada en los oficios más apostólicos”. En esta idea viviría silenciosamente la sierva de Dios el resto de su vida en Roma, hasta que un 6 de enero de 1925, hacia las seis de la tarde, dulcemente, exhalaba su último suspiro.
Reflexión desde el contexto actual:
La M. Rafaela no solamente nos dejó una Congregación entregada a satisfacer las necesidades de los más vulnerables sino una experiencia personal que nos lleva a pensar que Dios nos habla a través de los acontecimientos cruciales de nuestra propia vida y hay que tener los oídos y los ojos bien abiertos para saber interpretar su mensaje. No es cierto que Dios permanece en silencio, sino que nosotros no sabemos interpretar los signos que nos envía