Un santo para cada día: 14 de diciembre San Juan de la Cruz (Doctor místico y poeta de lo sublime)
| Francisca Abad Martín
Es el gran místico español del siglo XVI. Reformador, junto con Santa Teresa de Jesús, de la Orden del Carmelo. En palabras de Dámaso Alonso “se condensa en él uno de los mayores torrentes de luz y calor que haya producido el espíritu del hombre”
Juan de Yepes Álvarez nació en Fontiveros (Ávila) en el año 1542. Era el menor de tres hermanos. Hijo de Gonzalo de Yepes, de familia acomodada toledana, dedicada al negocio de sedas pero que, al casarse con Catalina Álvarez, huérfana y pobre, a la que había conocido en Medina del Campo, es repudiado por su familia y entonces montan un pequeño taller de tejidos en Fontiveros. Después de nacer su tercer hijo fallece el padre y después fallece Luis, el hijo mediano. Ambos están enterrados en la iglesia parroquial de Fontiveros. Entonces la madre, con los dos hijos se traslada primero a Arévalo y luego a Medina del Campo, donde montó un telar.
Juan trabajó desde los 15 años como enfermero en el hospital que regía un piadoso caballero, llamado Alonso Álvarez de Toledo, quien se hizo cargo de su educación, pagándole los estudios en el Colegio de la Compañía de Jesús que acababa de inaugurarse. Alternaba la atención al hospital con los estudios, con lo cual tenía que quitarle horas al descanso. En la casa vivían también con su madre, su hermano mayor ya casado y su mujer.
En 1563 vistió el hábito del Carmelo, en el Convento de Santa Ana en Medina del Campo, haciéndose llamar a partir de entonces Fray Juan de San Matías, siendo ordenado sacerdote en 1567. Como había destacado tanto en los estudios lo envían al convento de San Andrés en Salamanca, para que pueda completar sus conocimientos en esa famosa universidad.
Dios había inspirado a doña Teresa de Ahumada (Teresa de Jesús) la fundación de un nuevo convento en Ávila, el de San José, donde se viviese la pobreza y el seguimiento, según la Regla Primitiva del Carmelo. Su segunda fundación, en la rama femenina, sería en Medina del Campo, pero no se había atrevido con la reforma de los frailes, pues la primera dificultad era encontrar personas que quisieran llevarla a cabo. Al confiar su proyecto al prior de Santa Ana, el P. Antonio de Heredia, y viendo que, aunque mayor estaba dispuesto a colaborar, es cuando él le habla de un fraile joven, llamado Fray Juan, menudo de estatura y en apariencia “poca cosa”, quien deseando una mayor perfección estaba dispuesto a irse a la Cartuja. Tienen una entrevista y enseguida lo gana para su causa. Al llegar a su convento les dijo a las monjas: “¡Alégrense hermanas, ya tenemos fraile y medio!”.
Un caballero de Ávila le ofreció una casa en un pueblecillo llamado Duruelo y allí, entre Fray Antonio y Fray Juan, que a partir de entonces se habría de llamar Fray Juan de la Cruz, comenzó la reforma de la rama masculina del Carmelo. Desde ese momento Fray Juan comienza a “crecer” (aunque no en estatura). Su vida espiritual fue de “ascensión” constante. Escribe poemas místicos, de una belleza sublime, donde trata de explicar cómo es su experiencia con Dios. Tiene éxtasis y visiones, pero también “cruces” y no solo por su nombre. La detracción y la calumnia se cebaron con él y los “calzados” le tuvieron prisionero en su convento en Toledo, de donde escapó descolgándose por una ventana.
Pasada la tormenta fue llamado a desempeñar varios cargos en servicio de la Comunidad. Fue rector en Baeza, prior en Granada, Vicario General en Andalucía y prior en Segovia; en definitiva, estamos ante un hombre que desplegó gran actividad, pero sobre todo este fraile carmelita habría de ser recordado por su espíritu contemplativo, autor entre otras joyas místico-literarias, tituladas “Cantico espiritual”, “Noche oscura del alma”, o “Llama de amor viva”. De él se ha dicho que es el poeta místico más intenso de la literatura española. La crítica de su obra, con Dámaso Alonso a la cabeza, reconoce en ella una triple influencia, por una parte, tendríamos la tradición culta italianizante, por otra, la tradición popular española renacentista y finalmente como envolvente general, estaría la influencia bíblica que hace de catalizador general.
Los últimos años de su vida quiso pasarlos en la sosegada paz del espíritu por lo que se retiró al desierto de La Peñuela, falleciendo en Úbeda (Jaén) a los 49 años, en la madrugada del 13 de diciembre de 1591. Sus últimas palabras, al despedirse de los frailes fueron: “Me voy a cantar los maitines al Cielo”. La Iglesia lo canonizó en 1674. Sus restos mortales descansan en una urna de plata en la iglesia del convento de los Padres Carmelitas de Segovia.
Reflexiones desde el contexto actual:
Sabrosos y abundantes frutos de santidad y sabiduría fue lo que nos dejó en herencia este frailecillo de Fontiveros. Aparte de su ejemplaridad de vida y sus aportaciones valiosísimas en la reforma carmelitana, Juan de la Cruz nos ofrece una obra de enorme belleza y de una profundidad mística incomparable. Sus libros han sido traducidos a casi todas las lenguas cultas, para deleite de unos lectores enamorados de las bellezas espirituales, repartidos por todos los rincones de la tierra. Mejor que hablar de Juan de la Cruz es ponerse en contacto con sus escritos y a través de ellos, ir descubriendo su apasionante vida interior, llena de experiencias místicas, sublimes e intensas, profundas y serenas. Como bien dijera de él Juan Pablo II “su figura y sus enseñanzas atraen el interés de los más variados ambientes religiosos y culturales, que en él hallan acogida y respuesta a las aspiraciones más profundas del hombre y del creyente” En este momento crucial de nuestra historia, tal vez sea más necesario que nunca, ponerse a la escucha de este maestro incomparable del espíritu.