Dios y el misterio del sufrimiento, el mal
En la Pontificia Universidad Católica del Ecuador Sede Ibarra, donde actualmente soy Profesor, he desarrollado un Seminario sobre estas realidades y cuestiones que dan título a este artículo. Parece que todavía quedan personas y creyentes que tienen la convicción de que Dios nos envía, en forma de castigo, sufrimientos y males. Ya sea porque nos los merecemos por nuestros pecados, o bien porque quiere algo de nosotros, que nos portemos mejor, etc. Esa imagen de Dios castigador y justiciero que nos manda toda clase de dolores, un Dios que justifica el mal y que sostiene el sufrimiento e injusticia: no se corresponde con el Dios Revelado en Jesucristo. El Dios Padre con Entraña Maternas que nos ama incondicionalmente, que siempre perdona, acoge y libera. Un Dios de Amor y Misericordia como nos muestra la enseñanza de la iglesia, por ejemplo Juan Pablo II en DM y como está insistiendo, de forma especial, el Papa Francisco.
En una entrevista después del 11S, el entonces Cardenal Ratzinger lo dejo muy claro: “Dios no nos hace el mal; ello iría contra la esencia de Dios, que no quiere el mal. Pero la consecuencia interior del pecado es que sentiré un día las consecuencias inherentes al mal mismo. No es Dios quien nos impone algún mal para curarnos, pero Dios me deja, por así decirlo, a la lógica de mi acción y, dejado a esta lógica de mi acción, soy ya castigado por la esencia de mi mal. En mi mal está implicado también el castigo mismo; no viene del corazón, viene de la lógica de mi acción, y así puedo entender que he estado en oposición con mi verdad, y estando en oposición con mi verdad estoy en oposición con Dios, y debo ver que la oposición con Dios es siempre autodestructiva, no porque Dios me destruya, sino porque el pecado destruye” (Radio Vaticana).
Más tarde, ya como Benedicto XVI confirmaba esta enseñanza mostrando que “frente a la fácil conclusión de considerar el mal como un efecto del castigo divino, Jesús presenta la imagen verdadera de Dios, que es bueno y no puede querer el mal, y poniendo en guardia sobre el hecho de pensar que las desventuras sean el efecto inmediato de las culpas personales de quien las sufre, afirma: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo" (Lc 13, 2-3).... Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar para que se evite el mal, se crezcan en su amor… Dios quiere siempre y solamente el bien de sus hijos” (Angelus, 7 de Marzo 2.000).
En esta línea, San Juan Pablo II nos enseña que “Job, sin embargo, contesta la verdad del principio que identifica el sufrimiento con el castigo del pecado y lo hace en base a su propia experiencia. En efecto, él es consciente de no haber merecido tal castigo, más aún, expone el bien que ha hecho a lo largo de su vida. Al final Dios mismo reprocha a los amigos de Job por sus acusaciones y reconoce que Job no es culpable. El suyo es el sufrimiento de un inocente; debe ser aceptado como un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia" (Salvifici Doloris 11).
Como se observa, el Dios del Evangelio de Jesús y de la Iglesia es un Dios que no nos manda ninguna clase de mal y dolor para castigarnos, torturarnos o cosa semejante. Es el mismo ser humano con su vida y acción quien, al prácticar el mal e injusticia, se hace daño y se castiga a sí mismo. Como enseña la teología e iglesia, esta es la forma correcta de entender todos esos pasajes, de la Biblia y de la tradición eclesial, que muestran el sufrimiento y el misterio del mal en relación con Dios. Al no seguir el proyecto salvador de amor fraterno, paz y justicia liberadora con los pobres que tiene Dios para la humanidad, las personas y los pueblos nos vemos sumergidos en el sufrimiento, mal e injusticia. Somos nosotros mismos los que nos hacemos daño y nos castigamos por no acoger la salvación liberadora que, con su Reino de amor y justicia con los pobres, Dios nos regala y ofrece siempre en su fidelidad, misericordia y compasión eterna.
En esta línea hay que comprender, adecuadamente, la realidad del infierno que tampoco es un mal y un sufrimiento que Dios nos impone o con el que nos castiga. Sino que es la posibilidad verdadera que tiene el ser humano de elegir u optar por el mal en vez del bien, de rechazar el amor de Dios. Como nos enseña de nuevo Juan Pablo II, “Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre” (Audiencia, 28 de Julio de 1.999).
Tal como afirma el Papa, el infierno es una posibilidad real por la que el hombre elije el mal, y no el bien, rechazando así el plan de salvación que, en el amor, Dios propone a toda la humanidad. Aunque, sigue enseñando Juan Pablo II, eso no quiere decir que haya seres humanos concretos y reales, con nombres y apellidos, que sepamos ciertamente que están el infierno. “La fe cristiana enseña el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, se nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios. La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer cuáles seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno -y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6)”.
Así entiende la teología, la escatología y el magisterio de la iglesia el misterio del mal e infierno: como posibilidad real y libre del ser humano al rechazar el amor que Dios siempre nos regala. Aunque como muestra el Papa, la iglesia desconoce y, por eso mismo, nunca ha declarado que haya un ser humano concreto y real en el infierno. En este sentido, como subraya Juan Pablo II, no se puede abusar ni manipular la fe con el miedo y amenazas obsesivas acerca del infierno. Ya que que, como afirma la iglesia, lo que prima es siempre la salvación en el amor y el perdón misericordioso que Dios regala permanentemente al ser humano. Y esto vale para toda la humanidad, para creyentes o no creyentes que, como nos enseña el Evangelio (cf. Mt 25, 31-46), si viven en el don del Amor y justicia con los pobres, que nosotros creemos que es Dios y su Gracia, también acceden a la salvación. Tal como enseña el Concilio Vaticano II, “esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (GS 22).
Por todo ello, como vemos, Dios no quiere ni manda el sufrimiento y el mal para castigar al ser humano. Lo que siempre desea Dios es salvarnos y liberarnos del misterio del mal, de todo sufrimiento. Misterio que hay que situar, constantemente, en la gracia del amor salvador de Dios. "Para poder percibir la verdadera respuesta al «por qué» del sufrimiento, tenemos que volver nuestra mirada a la revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo lo existente. El amor es también la fuente más rica sobre el sentido del sufrimiento, que es siempre un misterio; somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace descubrir el «por qué» del sufrimiento, en cuanto somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino" (Salvifici Doloris 13). De esta forma, Dios es el anti-mal y, como nos sigue enseñando Juan Pablo II (cf.Salvifici Doloris 28-30), siguiendo a Jesús y a su Evangelio, como el Buen Samaritano, debemos comprometernos y luchar contra todo sufrimiento, mal e injusticia. Y es que como hemos mostrado, más que a una explicación ante el mal y el sufrimiento, la fe nos llama a acoger el amor de Dios y a la responsabilidad, al compromiso por un mundo más humano y fraterno, a luchar por la paz y la justicia; contra todo sufrimiento opresión y mal. Con la confianza y esperanza de la vida plena, eterna que, en Cristo Crucificado-Resucitado, vence a cualquier sufrimiento e injusticia, a todo mal y muerte.
En una entrevista después del 11S, el entonces Cardenal Ratzinger lo dejo muy claro: “Dios no nos hace el mal; ello iría contra la esencia de Dios, que no quiere el mal. Pero la consecuencia interior del pecado es que sentiré un día las consecuencias inherentes al mal mismo. No es Dios quien nos impone algún mal para curarnos, pero Dios me deja, por así decirlo, a la lógica de mi acción y, dejado a esta lógica de mi acción, soy ya castigado por la esencia de mi mal. En mi mal está implicado también el castigo mismo; no viene del corazón, viene de la lógica de mi acción, y así puedo entender que he estado en oposición con mi verdad, y estando en oposición con mi verdad estoy en oposición con Dios, y debo ver que la oposición con Dios es siempre autodestructiva, no porque Dios me destruya, sino porque el pecado destruye” (Radio Vaticana).
Más tarde, ya como Benedicto XVI confirmaba esta enseñanza mostrando que “frente a la fácil conclusión de considerar el mal como un efecto del castigo divino, Jesús presenta la imagen verdadera de Dios, que es bueno y no puede querer el mal, y poniendo en guardia sobre el hecho de pensar que las desventuras sean el efecto inmediato de las culpas personales de quien las sufre, afirma: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo" (Lc 13, 2-3).... Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar para que se evite el mal, se crezcan en su amor… Dios quiere siempre y solamente el bien de sus hijos” (Angelus, 7 de Marzo 2.000).
En esta línea, San Juan Pablo II nos enseña que “Job, sin embargo, contesta la verdad del principio que identifica el sufrimiento con el castigo del pecado y lo hace en base a su propia experiencia. En efecto, él es consciente de no haber merecido tal castigo, más aún, expone el bien que ha hecho a lo largo de su vida. Al final Dios mismo reprocha a los amigos de Job por sus acusaciones y reconoce que Job no es culpable. El suyo es el sufrimiento de un inocente; debe ser aceptado como un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia" (Salvifici Doloris 11).
Como se observa, el Dios del Evangelio de Jesús y de la Iglesia es un Dios que no nos manda ninguna clase de mal y dolor para castigarnos, torturarnos o cosa semejante. Es el mismo ser humano con su vida y acción quien, al prácticar el mal e injusticia, se hace daño y se castiga a sí mismo. Como enseña la teología e iglesia, esta es la forma correcta de entender todos esos pasajes, de la Biblia y de la tradición eclesial, que muestran el sufrimiento y el misterio del mal en relación con Dios. Al no seguir el proyecto salvador de amor fraterno, paz y justicia liberadora con los pobres que tiene Dios para la humanidad, las personas y los pueblos nos vemos sumergidos en el sufrimiento, mal e injusticia. Somos nosotros mismos los que nos hacemos daño y nos castigamos por no acoger la salvación liberadora que, con su Reino de amor y justicia con los pobres, Dios nos regala y ofrece siempre en su fidelidad, misericordia y compasión eterna.
En esta línea hay que comprender, adecuadamente, la realidad del infierno que tampoco es un mal y un sufrimiento que Dios nos impone o con el que nos castiga. Sino que es la posibilidad verdadera que tiene el ser humano de elegir u optar por el mal en vez del bien, de rechazar el amor de Dios. Como nos enseña de nuevo Juan Pablo II, “Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre” (Audiencia, 28 de Julio de 1.999).
Tal como afirma el Papa, el infierno es una posibilidad real por la que el hombre elije el mal, y no el bien, rechazando así el plan de salvación que, en el amor, Dios propone a toda la humanidad. Aunque, sigue enseñando Juan Pablo II, eso no quiere decir que haya seres humanos concretos y reales, con nombres y apellidos, que sepamos ciertamente que están el infierno. “La fe cristiana enseña el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, se nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios. La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer cuáles seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno -y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6)”.
Así entiende la teología, la escatología y el magisterio de la iglesia el misterio del mal e infierno: como posibilidad real y libre del ser humano al rechazar el amor que Dios siempre nos regala. Aunque como muestra el Papa, la iglesia desconoce y, por eso mismo, nunca ha declarado que haya un ser humano concreto y real en el infierno. En este sentido, como subraya Juan Pablo II, no se puede abusar ni manipular la fe con el miedo y amenazas obsesivas acerca del infierno. Ya que que, como afirma la iglesia, lo que prima es siempre la salvación en el amor y el perdón misericordioso que Dios regala permanentemente al ser humano. Y esto vale para toda la humanidad, para creyentes o no creyentes que, como nos enseña el Evangelio (cf. Mt 25, 31-46), si viven en el don del Amor y justicia con los pobres, que nosotros creemos que es Dios y su Gracia, también acceden a la salvación. Tal como enseña el Concilio Vaticano II, “esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (GS 22).
Por todo ello, como vemos, Dios no quiere ni manda el sufrimiento y el mal para castigar al ser humano. Lo que siempre desea Dios es salvarnos y liberarnos del misterio del mal, de todo sufrimiento. Misterio que hay que situar, constantemente, en la gracia del amor salvador de Dios. "Para poder percibir la verdadera respuesta al «por qué» del sufrimiento, tenemos que volver nuestra mirada a la revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo lo existente. El amor es también la fuente más rica sobre el sentido del sufrimiento, que es siempre un misterio; somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace descubrir el «por qué» del sufrimiento, en cuanto somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino" (Salvifici Doloris 13). De esta forma, Dios es el anti-mal y, como nos sigue enseñando Juan Pablo II (cf.Salvifici Doloris 28-30), siguiendo a Jesús y a su Evangelio, como el Buen Samaritano, debemos comprometernos y luchar contra todo sufrimiento, mal e injusticia. Y es que como hemos mostrado, más que a una explicación ante el mal y el sufrimiento, la fe nos llama a acoger el amor de Dios y a la responsabilidad, al compromiso por un mundo más humano y fraterno, a luchar por la paz y la justicia; contra todo sufrimiento opresión y mal. Con la confianza y esperanza de la vida plena, eterna que, en Cristo Crucificado-Resucitado, vence a cualquier sufrimiento e injusticia, a todo mal y muerte.