Pío XII, al proclamar la Asunción de María en 1950, concretó el sentido de esta fiesta: “Lo esencial del mensaje es reavivar la esperanza en la propia resurrección” Viviremos con María en el cielo (Asunción de la Virgen María 2ª lect. (15.08.2024)

María, “consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra”

Comentario:en Cristo todos serán vivificados” (1Cor 15, 20-27)

El capítulo 15 de 1ª Corintios, en su primera parte (vv. 1-11), subraya el hecho de la resurrección de Cristo, confirmada por testigos, como centro del evangelio de Pablo. La segunda parte (vv.12-34) proclama nuestra resurrección. La última (v. 35-58) analiza la condición del cuerpo resucitado. Leemos el núcleo de la segunda parte (vv. 20-27).

Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto” (v. 20). Jesús resucitado es “primicia”, primer fruto, de la cosecha de la vida que Dios da. Prenda y garantía no en sentido temporal, sino en sentido constitutivo del plan salvador divino.

Argumenta esta verdad de fe con la metáfora del “nuevo Adán”. El Génesis interpreta la historia como un proceso degenerativo: el pecado de Adán nos ha acarreado la muerte. La vida de Jesús puede interpretarse como un proceso contrario: su vida, expresión del amor de Dios, ha regenerado el proyecto divino: la resurrección: “Si por un hombre vino la muerte, por un hombre vino la resurrección. Pues lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados” (vv. 21-22).

Esta solidaridad de Jesús con la humanidad es una tesis paulina clara: “Dios resucitó al Señor y nos resucitará también a nosotros con su poder [su Espíritu]” (1Cor 6,14). “Sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él” (2Cor 4,14). “Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual modo Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto” (1Tes 4,14). “Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8,11).

María vive con Cristo resucitado. Pío XII, al proclamar solemnemente la Asunción de María en 1950, concretó el sentido de la fiesta: “Lo esencial del mensaje es reavivar la esperanza en la propia resurrección”. La Asunción de María no es un privilegio de la madre de Jesús. Lo celebramos como símbolo de nuestro destino. Es un mito concebirlo como traslado de un cadáver por los aires para reavivarlo en el cielo. No hay que pensar en ángeles aviadores que transportan un alma y un cuerpo, dejando la tumba vacía.

“Asunta” es ser asumida, absorbida, la persona en el misterio de la Vida divina. Sucede en toda muerte. Pablo lo explica así: “es preciso que esto que es corruptible se vista de incorrupción, y que esto que es mortal se vista de inmortalidad” (1Cor 15, 53). Es decir, en la muerte física somos absorbidos por la vida divina. La Asunción celebra nuestra fe de que María vive con el Resucitado. En María, “la Iglesia admira y ensalza el fruto sobresaliente de la Redención, y, como en una imagen purísima, contempla con gozo, lo que ella misma toda ansía y espera ser” (SC 103). Brilla en esta fiesta aquello de: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3). La Asunción realiza en María el proyecto divino, la esperanza cristiana: “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,40). María es “bienaventurada”, no por llevar a Jesús en su vientre y amamantarle, sino “por escuchar la palabra de Dios y cumplirla” (Lc 11,27-28), por llevarle “en su corazón más que en su seno” (San Agustín, “De sancta virginitate” 3: PL 40,398). Esta vivencia del Espíritu, el amor divino que María vivió, se ha consumado más allá de la muerte.

Oración:en Cristo todos serán vivificados” (1 Cor 15, 20-27a)

Jesús, hijo de María:

seguimos “perseverando unánimes en la oración,

junto con algunas mujeres

y María, la madre de Jesús,

y con sus hermanos” (He 1,14).

Pedimos lo mismo con María, tu madre:

“implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo...,

por el que ella en la Anunciación había sido actuada...,

y por quien, terminado el curso de su vida terrena,

en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial” (LG 59).

No podemos vivir sin tu Espíritu:

En él también nosotros,

después de haber escuchado la palabra de la verdad

-el evangelio de nuestra salvación-,

creyendo en él hemos sido marcados

con el sello del Espíritu Santo prometido.

Él es la prenda de nuestra herencia,

mientras llega la redención del pueblo de su propiedad,

para alabanza de su gloria” (Ef 1,13-14).

Hoy celebramos que tu Espíritu, Jesús:

llenó de “gracia”, amor divino, a tu madre

desde su “concepción” hasta la “asunción a los cielos”;

así caminó por tu camino de humildad y servicio;

así es “figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada;

consuelo y esperanza de tu pueblo,

todavía peregrino en la tierra” (Prefacio de la misa).

Hoy, con María, “imploramos el don del Espíritu Santo”:

queremos acercarnos al Padre en tu mismo Espíritu;

creemos que tu Espíritu habita en la Iglesia y en nuestros corazones;

pedimos al Espíritu escuchar y realizar sus “gemidos inefables

intercediendo por nosotros” (Rm 8,26);

concédenos respetar sus dones y funciones para la fraternidad.

Agradecemos y apreciamos sus frutos:

amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,

lealtad, modestia, dominio de sí” (Gál 5,22s).

Ellos alentaron la vida de María, tu madre:

por ellos percibe la “grandeza” del amor divino;

por ellos siente “alegría en Dios, nuestro salvador”;

por ellos cree al Amor que “mira la humildad” de toda vida;

por ellos reconoce “obras grandes de Dios en ella”;

por ellos agradece “su misericordia” constante;

por ellos confiesa la voluntad divina:

dispersar a los soberbios de corazón,

derribar del trono a los poderosos,

enaltecer a los humildes,

colmar de bienes a los hambrientos,

despedir a los ricos vacíos,

auxiliar a Israel, su siervo…” (Lc 1,45-55).

Que tu Espíritu, Jesús, sea centro de nuestra vida:

que sintamos su presencia como “dulce huésped del alma”;

que nos dejemos moldear nuestro corazón, como María.

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