En 1988, Juan Pablo II estuvo a punto de dimitirle Cuando Roma quiso cesar a Casaldáliga alegando que no cumplía con sus obligaciones de residencia
Se había extendido el rumor de que a Casaldáliga iban a cesarlo como Obispo. A Roma no le gustaba nada la Teología de Liberación que difundía, menos que fuera llamado a países latinoamericanos para dar conferencias y expandir sus ideas
La Sala Stampa dio la noticia a Antonio Pelayo y a mí, únicos periodistas presentes, leyendo una línea de comunicado, sin aceptarse preguntas
En Roma le fue leído un "monitum" a Pere Casaldáliga recordándole el cánon 395,1, primer aviso oficial para un inminente cese, caso de desobecerlo
En Roma le fue leído un "monitum" a Pere Casaldáliga recordándole el cánon 395,1, primer aviso oficial para un inminente cese, caso de desobecerlo
La última semana de septiembre de 1988, quien esto escribe estaba en Roma, en el Vaticano, enviado por el periódico en el que entonces trabajaba, para cubrir los actos de beatificación de Josefa Naval Girbés, la señora Pepa, de Algemesí (Valencia), una mujer seglar que en el siglo XIX tanto había hecho por la mujer y quien murió en loor de santidad.
Impulsó sobremanera su causa el canónigo e historiador de la catedral de Valencia Vicente Castell Maiques, quien a la hora de las medallas lo retiraron de en medio y ni siquiera le invitaron oficialmente a los actos de Roma. Nos fuimos juntos en el mismo avión a la ceremonia por nuestra cuenta. Él, a pesar de todo, tenía sus contactos en Roma y estuvo en un lugar destacado.
En las vísperas me acerqué a la Sala Stampa en la Via della Conciliazone del Vaticano para acreditarme como periodista. Llegué al mediodía, justo cuando un monseñor segundón de la oficina de prensa iba a dar el bolletino de la jornada. Llevaba un papelito pequeño en la mano, del tamaño de un papel de fumar, que leyó, apenas una línea, diciendo que el Papa Juan Pablo II había recibido a monseñor Pere Casaldáliga, quien tuvo que pasar por la humillación de varios dicasterios. No se aceptó preguntas tras el escueto comunicado. El Vaticano es así.
Querían pillarle en algo y al final le esgrimieron le había recordado la obligación de residencia de los obispos que figura en el Código de Derecho Canónico. Fue el primer aviso oficial para cesarle si desobedecía. El canon 395, 1, del Código dice: "Al Obispo diocesano, aunque tenga un coadjutor o auxiliar, obliga la ley de residencia personal en la diócesis”. Le leyeron un "monitum" recordándole el cánon. Se quedaron con las ganas de empaquetarlo.
Por esos días, se había extendido el rumor de que a Casaldáliga iban a cesarlo como Obispo. A Roma no le gustaba nada la Teología de Liberación que difundía, menos que fuera llamado a países latinoamericanos para dar conferencias y expandir sus ideas. Querían acallarle los lobbys del Vaticano como fuera, pero no pudieron pues se encontraron de frente con el Evangelio, que era lo que predicaba, el Evangelio de verdad, no el maquillado, ni encorsetado por los monseñores de Roma.
Lo único que pudieron esgrimir en su contra fue que no viajaba mucho, decían, y no estaba en el Obispado de su residencia, un canon inventado cuando los grandes abusos de la Iglesia Medieval, en que un Obispo tomaba posesión de su sede y nunca aparecía por allí, se preocupaba sólo de apropiarse de sus diezmos y rentas.
Aquel día en la Sala Stampa estábamos sólo dos periodistas y españoles. El otro colega presente era Antonio Pelayo, sacerdote y periodista, que lleva 30 años ejerciendo el oficio en Roma, ahora corresponsal de AtresMedia, de Antena 3. Él, más cerca del monseñor, intentó ver si en aquel diminuto papel había algo escrito, el monseñor se lo ocultó.
No hubo más explicaciones, ni más datos, Roma es así, sigue siendo así. Casaldáliga volvió a Brasil, a seguir haciendo lo de siempre, predicar el Evangelio y vivirlo, aún a riesgo de amenazas de muerte. De esto el Vaticano no se preocupó. Nunca fue un obispo ausente de su Diócesis, de su tierra y de su gente. Ni siquiera la abandonó cuando la edad y la enfermedad lo apartaron de sus obligaciones pastorales, de la misión que se le confió.
Predicó con la vida y la poesía. Su poesía reflejaba nítidamente la fuerza del Evangelio. Sus versos eran puro Evangelio. Sus restos descansarán entre los suyos, en la Diócesis que pastoreó. Al cesar no se marchó a su tierra, se quedó entre los que ayudó a vivir el Evangelio. Lo hizo por propia voluntad, no por mandato del Código de Derecho Canónico o de los monseñores de Roma. Su semilla, a lo Isaías, germinará en la Diócesis y pueblo que se le encomendó, donde él enfermó, envejeció y esperó a morir, donde él dispuso ser enterrado.
Entre sus poemas, bellos y llenos de vitalidad, Pere Casaldáliga, siempre devoto y enamorado de la Virgen María, dedicó uno a Ella y la Muerte, en el que se advierte un profundo regusto unamuniano: “Señora de la Muerte y de la Vida,/ puerta grande del Cielo, nuestra/ vida, dulzura y esperanza./ Cuando nos llegue aquella hora oscura/ de caer, con los muertos, en la fila implacable;/ cuando busquemos, al caer, desnudos de todo, .../ ¡vuelve a nosotros esos ojos tuyos,/ como una luz templada y a la espera, igual que una caricia/ sobre el rostro salvado para siempre,/ como el beso de Dios, por fin logrado.../ ...¡«Y después del destierro, muéstranos a Jesús»!/.
Ha muerto un santo de hoy, que un día Roma quiso defenestrar. Qué lejos están muchos de los monseñores del Vaticano de la realidad de la Iglesia que dicen gobernar. Cuánto la desconocen, sumidos en la irrealidad que ellos mismos han creado.