A propósito del Arzobispo de Oviedo, Monseñor Don Jesús Sanz Montes OFM "Se trata precisamente de querer tener siempre la última palabra"
"El orgullo intelectual es característico de quienes en una discusión se preocupan más por hacer valer su idea que de comunicarse con los demás, de quienes, a pesar de darse cuenta de que el otro tiene razón, siguen defendiendo absurdamente su propia posición"
"Es necesario tener cuidado con la compulsión: querer tener la última palabra es a menudo un automatismo reflejo detrás del cual se esconde la inseguridad y la falta de autoridad"
"No hay sabiduría, bondad y verdad en el orgullo aunque pretenda ser, no digo que lo sea, en defensa de la Verdad con mayúsculas"
"No hay sabiduría, bondad y verdad en el orgullo aunque pretenda ser, no digo que lo sea, en defensa de la Verdad con mayúsculas"
Yo he solido pensar, quizá incluso de manera equivocada, que la persona orgullosa es la que se atrinchera en sus propias ideas.
En la antigua Grecia se llamaba "ubris": la actitud, considerada orgullosa, con la que el hombre intentaba liberarse de las duras leyes a las que lo sometían los dioses. Lo mismo ocurrió en la Edad Media cristiana, cuando quienes, queriendo afirmar sus intuiciones, iban más allá del principio de autoridad eclesiástica y del conocimiento impuesto por la fe de la época y eran acusados de soberbia intelectual e incluso enviados a la hoguera. Afortunadamente este "instinto de razón" venció prejuicios y resistencias y cambió el mundo.
Hoy, tal vez porque los caminos del conocimiento están abiertos, de esta "libido intelectual" sólo parece quedar el concepto de orgullo. Una voluntad minuciosa, intransigente, susceptible de imponer el propio pensamiento, tenga o no razón. Se trata precisamente de “querer tener siempre la última palabra”. Una actitud de la que muchos incluso se enorgullecen, como si fuera una demostración de valor y fortaleza mental, pero que causa mucho daño. Ya no tiene nada que ver con conocer y alcanzar un punto de vista objetivo, al contrario, se ha convertido precisamente en ese elemento regresivo contra el que siempre ha luchado el sano instinto de libertad.
El orgullo intelectual es característico de quienes en una discusión se preocupan más por hacer valer su idea que de comunicarse con los demás, de quienes, a pesar de darse cuenta de que el otro tiene razón, siguen defendiendo absurdamente su propia posición. Esto no es simple terquedad: es un ejercicio de estilo, petulancia verbal, agresión disfrazada. Algo que, en última instancia, nos impide tener un verdadero y fructífero intercambio con la realidad exterior: sólo consideramos nuestras propias ideas, nosotros mismos. Y, cuando el orgulloso no tiene ideas, espera que los demás digan las suyas, y luego afirma algo diferente u opuesto, para demostrar que la suya es la idea correcta, la definitiva.
Afortunadamente, aunque esta actitud está arraigada, cambiarla no es difícil. Necesitamos darnos cuenta de que donde hay orgullo no hay libertad y que quienes carecen de libertad no son tanto los que sufren la "última palabra", sino precisamente los que la afirman. Cualquiera que trate con una persona orgullosa, tarde o temprano, acaba dejándola en sus creencias y, por tanto, sigue siendo libre de pensar y expresarse como mejor le parezca con cualquier otra persona. El orgulloso, en cambio, permanece ahí, con su inútil afirmación de fuerza, como una vieja estatua de un líder que ya no importa a nadie. Abandonar el orgullo intelectual significa, ante todo, liberar el pensamiento.
Por supuesto, las primeras veces que renuncie a tener la última palabra tendrá un sentimiento de derrota, de inferioridad; pero si se aleja de la idea de comparación y debate entendido como un círculo en el que se juega el propio valor, se llega a la belleza del verdadero intercambio, del diálogo fructífero. Alcanzas la libertad de poder decir lo que realmente piensas, puedes cambiar de opinión y también puedes observar cómo muchas veces no hay una sola idea correcta, sino que pueden convivir diferentes posibilidades, puntos de vista que se integran a pesar de ser opuestos. Por tanto, no debemos imponer "la última palabra" y pretender tener más razón que el otro, sino escuchar, proponer, asociar, mezclar, extraer nuevas ideas. La integración siempre representa un mayor nivel de conocimiento y libertad. ¿Por qué no?
Cautivadas por la necesidad de tener razón y tener la última palabra, las personas orgullosas a menudo no se dan cuenta de los efectos negativos que producen en los demás. Hay una amplia gama de ellos. Incluso el episcopado (o arzobispado) se le puede subir a uno a la cabeza y hacerle creer que es lo que no es.
Yo creo que, un poco más debajo de la mitra, uno tiene que aprender a escuchar de verdad: muchas veces no escuchamos realmente lo que dice el interlocutor; sólo estamos esperando que él termine de expresar su opinión, para que nosotros podamos expresar nuestra opinión, incluso desde el ambón y después de la Palabra de Dios, y afirmarla hasta el final. Más bien, aprendamos a ponernos en estado de escucha activa: las palabras de los demás no sólo deben ser escuchadas acústicamente, sino acogidas con atención.
Es necesario tener cuidado con la compulsión: querer tener la última palabra es a menudo un automatismo reflejo detrás del cual se esconde la inseguridad y la falta de autoridad. Por lo tanto, si fortalecemos la autoestima, probablemente podremos prescindir del orgullo.
Aceptar la pluralidad: podemos incluso pensar que tenemos razón en una cuestión, pero no necesariamente tiene que terminar con un "ganador" o con una conclusión clara e inequívoca. En efecto, los mejores diálogos - excepto aquellos en los que hay que decidir algo - son a menudo aquellos con un "final abierto", que tienen una dinámica incompleta, capaz de suscitar otras reflexiones.
Es necesario prestar atención al contexto: el orgullo intelectual ciega e impide notar las señales no verbales. Si prestamos atención al contexto y a la situación del interlocutor, incluso podemos tener razón en términos teóricos, pero quizás la otra persona viva una realidad concreta diferente a la nuestra.
No es bueno razonar con teorías prefabricadas… por más que creamos que nos asista no se sabe qué infalibilidad divina, absoluta y verdadera. Asumimos que nuestras opiniones, eclesiásticas, son riesgosas (porque hay una distancia con la opinión de Aquél que dijo de sí mismo que era la Verdad) y que, por lo tanto, la verdad siempre está cambiando.
Mi maestro de novicios, que en paz descanse, solía decirme que el individuo orgulloso muestra un exagerado sentido de autoestima y autovaloración, cree que nunca se equivoca y casi siempre se considera superior a los demás; rara vez se disculpa, porque cree haber hecho todo perfectamente y, más bien, siempre espera una disculpa de los demás; rara vez le interesa escuchar las razones de los demás y le cuesta apreciar las razones a los demás.
Yo confieso que tratar con una persona muy orgullosa resulta doloroso porque sentimos que es una persona que presenta endurecimiento y distanciamiento emocional, y que la idea de “otro punto de vista”, no digamos se alternativa o de cambio, suele ser muy lejana.
Recuerdo tantas veces el final de la película de ‘El Nombre de la Rosa’ de labios del novicio Adso de Melk referidas a su maestro Guillermo de Baskerville “le haya perdonado las pequeñas vanidades que su orgullo intelectual le llevó a cometer”. No hay sabiduría, bondad y verdad en el orgullo aunque pretenda ser, no digo que lo sea, en defensa de la Verdad con mayúsculas.
Etiquetas