¿Qué relación hay entre el espíritu humano y el Espíritu Santo de Dios?


Para algunos neurólogos, como el catedrático de Neurología de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense, el doctor Francisco J. Rubia, en el congreso de Parasicología científica que tuvo lugar en Guadalajara el 7 de abril de 2013, la palabra “neuroespiritualidad” quiere dar a entender que nuestro cerebro genera experiencias que se han denominado espirituales, religiosas, numinosas, divinas o de trascendencia. Estas experiencias se producen cuando se hiperactivan estructuras cerebrales pertenecientes a lo que se llama sistema límbico o cerebro emocional (Inteligencia Emocional). Que la materia cerebral pueda producir espiritualidad nos dice que tenemos una tendencia innata a la espiritualidad, sobre la cual se construye todo el edificio de las religiones. Espiritualidad es un concepto más amplio que religión, ya que no existe religión sin espiritualidad, pero sí espiritualidad sin religión, como es el caso del budismo, del jainismo o del taoísmo. Tenemos una tendencia innata a la espiritualidad generada por estructuras cerebrales, pero no una tendencia innata a la religión, como algunos autores sostienen, porque la religión es una construcción social que consta de múltiples factores. Para demostrar esto hace referencia por ejemplo a la epilepsia, que afecta sólo al lóbulo temporal del cerebro, especialmente vulnerable a la hiperactividad de las estructuras que allí se encuentran y en la que muchas células se activan al mismo tiempo provocando convulsiones. Las crisis suelen ser crisis parciales simples y complejas, dando a entender que los ‘místicos de las religiones’ las han podido padecer. En estas experiencias se pierde el sentido del tiempo y del espacio y la experiencia se considera más intensamente real que la realidad cotidiana, algo que está en relación con la hiperactividad de una estructura del cerebro emocional llamada la amígdala que es la que da sentido de realidad a los sucesos o estímulos que llegan del entorno. Sin embargo, hoy se pueden provocar esas experiencias de manera experimental estimulando eléctricamente una parte de la corteza cerebral conocida como el giro angular. Estos experimentos han sido realizados en Suiza, en el laboratorio de neurociencia de la Escuela Politécnica Federal de Lausanne, dirigido por el neurólogo Olaf Blanke. Concluyendo su exposición, se afirma que a lo largo de la historia, el ser humano ha vivido siempre en dos mundos: el mundo natural y el llamado mundo sobrenatural. El hombre ha buscado siempre evadirse del mundo natural y buscar el ámbito que ha llamado sobrenatural en el que pretendidamente se reunía con dioses, demonios, antepasados o familiares fallecidos. Desde el punto de vista neurocientífico, el ámbito de lo sobrenatural no es un mundo que existe fuera de nosotros mismos, sino que es un producto, como gran parte de lo que consideramos realidad exterior, de la actividad de nuestro cerebro. Por eso, si decimos que el mundo de lo sobrenatural es el mundo de los espíritus, chocamos de nuevo con el concepto de “espíritu” que no debe ser una hipótesis científica porque no puede comprobarse ni falsearse, siguiendo los criterios del filósofo austríaco Karl Popper. En este sentido, las llamadas experiencias espirituales habría que nombrarlas de otra manera, como por ejemplo “experiencias supralímbicas”, habida cuenta que pueden ser inducidas por estimulación del sistema límbico o cerebro emocional. El prefijo “supra” quiere indicar que se trata de experiencias supremas desde el punto de vista subjetivo. Desde que se conoce que el cerebro produce espiritualidad se plantean dos posibilidades: la postura de creyentes que puede argumentar que Dios ha colocado en el cerebro humano estructuras que permiten la experiencia espiritual y el contacto con la divinidad, o que éstas son fruto de la evolución, como el resto del organismo, por el proceso de selección natural, lo que llevaría a preguntarse qué valor de supervivencia tendrían estas estructuras. Si las estructuras son fruto de la evolución, lo cual parece obvio, todavía queda la posibilidad de que un diseño divino lo haya hecho posible utilizando los mecanismos de la evolución para llegar al hombre y que fuese éste el que pudiese tener las experiencias espirituales y de esa manera poder comunicarse con los seres espirituales. Pero también es posible la postura contraria, a saber, que estas estructuras son las que han generado las creencias en seres espirituales como un producto accesorio de otras funciones ligadas al cerebro emocional. En este segundo caso, la espiritualidad resultaría ser una facultad mental como cualquier otra que se ha desarrollado en respuesta a una determinada presión medioambiental. Si esto es válido para todas las facultades mentales, también lo es que los rasgos universales que el ser humano posee sirven para aumentar las probabilidades de supervivencia del organismo, ya que la naturaleza suele eliminar lo superfluo. Como todas las facultades mentales se necesita un entorno apropiado para que se desarrollen. Es lo que ocurre con el lenguaje, la música o la inteligencia, para mencionar sólo unas pocas. De ahí que haya personas más espirituales que otras, dependiendo de que tengan más o menos desarrollada esta facultad (Inteligencia Espiritual); el entorno, esto es, la cultura y la sociedad en las que la persona se encuentra, jugarían un papel esencial en su desarrollo. Por esa razón existen y han existido individuos con una gran espiritualidad, como por ejemplo los fundadores de religiones, y otros en las que esa espiritualidad parece estar ausente.
Ante lo descrito hasta aquí, ¿cuál es la misión del Espíritu Santo? El Espíritu Santo no se identifica con la conciencia, aunque la conciencia humana represente una intensificación especial del espíritu de vida. Gracias al Espíritu Santo existimos como una nueva creación, somos capaces de superar la conducta egoísta, de romper la repetición obsesiva de formas de conducta heredadas, de sustraernos de la espiral de la violencia y de escapar del mecanismo de echar siempre la culpa a otros, un mecanismo que necesita siempre un chivo expiatorio. Comunicarnos el conocimiento de Cristo, un conocimiento que se recibe en la fe del bautismo y que exige que se viva una vida espiritual que esté acorde con él. Así, la persona espiritual es la única capacitada por el Espíritu Santo para recibir a Cristo y contemplar a Dios. Es a esta a quien se le revela la dimensión espiritual de las Escrituras. El Espíritu Santo es el don del amor divino, creando vida y dando testimonio de la verdad, que fundamenta la libertad. En el Espíritu Dios sale de sí, Dios da espacio a la creación, Dios es el poder santificador-sanador que concede vida a todas las criaturas, mantiene esa vida, la renueva y la consuma. El Espíritu Santo de Dios fundamenta la vida nueva en verdad y libertad. Es el Espíritu quien concede gratuitamente la vida verdadera, que no puede producirse, pero sí recibirse, conservarse, y también puede perderse y recuperarse. El Espíritu hace posible la inclinación, la dedicación, la relación, la comunicación, la comunión. Vivir por el Espíritu de Dios significa: aceptar la vida como regalo, dar espacio a otra vida, vivir en relación, dejarnos liberar y liberar a otras personas, a pesar de todo compromiso propio aguardar de Dios la consumación.
El apóstol Juan nos da un criterio de discernimiento: "Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios; ese es el del Anticristo. El cual habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo. Vosotros, hijos míos, sois de Dios y los habéis vencido. Pues el que está en vosotros es más que el que está en el mundo. Ellos son del mundo; por eso hablan según el mundo y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error" (1Jn 4, 1-6). Para Juan, al Espíritu de la verdad le corresponden las siguientes funciones: enseñar y hacer que se recuerden las palabras de Jesús; dar testimonio del Hijo, lo cual significa al mismo tiempo: convencer al mundo de su pecado de incredulidad y juzgar al señor del mundo. Así, el Espíritu como representante de Cristo, es testigo de la verdad de las palabras de vida y, con ello, es ayuda para los creyentes ante la incredulidad del mundo. El que cree, se experimenta a sí mismo como nacido de nuevo por el vivificante Espíritu de Dios; por el Espíritu del Padre y del Hijo, se experimenta como capacitado para una vida que está en consonancia con Dios, que es Espíritu y vida, luz y verdad, que es amor. En la oración, la fe y el bautismo, el Espíritu Santo confiere principalmente el poder para confesar sin temor la fe, y dirige a la Iglesia por su camino misionero. (Cf. B. J. HILBERATH, Pneumatologia, Herder, Barcelona 1996)
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