La Casa Común (y IV) Todo está conectado
Este cuarto texto aportado por Joan Gimeno, reflexiona sobre cual es la verdadera posición del ser humano en la Creación.
| Joan Gimeno Prats
«El antropocentrismo moderno ha acabado colocando la razón técnica sobre la realidad». Así comienza la LS, 115. Es más, el antropocentrismo moderno ha colocado la Razón (la inteligencia) por encima de la Realidad (del Ser). Este es el verdadero drama. La Realidad, que comprende tanto todo aquello que es, como todo lo que no es, no puede y no está limitada per la Razón humana. Porque no es cierto que aquello que no pueda ser pensado no exista, que es lo que dice el paradigma moderno. Limitar la Realidad a la Razón y convertirla en un lenguage matemático es lo que nos ha llevado a sentirnos (como humanidad) amos y señores del mundo.
Si únicamente existe aquello que la Razón es capaz de demostrar con su método científico, nos convertimos en irresponsables aprendices de brujo que podemos cambiar y trastocar todo lo que queramos porque no tenemos a nadie a quien rendirle cuentas. El sueño prometeico -de hecho, el pecado original- ha sido incentivado incluso por una antropología cristiana mal entendida: desde el nominalismo de Guillermo de Occam o Duns Escoto hasta algunas corrientes del humanismo cristiano. Pero el cristianismo es Revelación y no un humanismo, tal y como defendía Raimon Panikkar y Dios y no el hombre es el valor absoluto y por tanto el límite.
Frente a la perspectiva humanista antropocentrada, el Papa Francisco recuerda que todo está interrelacionado. «No está de más insistir en que todo está conectado. El tiempo y el espacio no son independientes entre sí, y ni siquiera los átomos o las partículas subatómicas se pueden considerar por separado. Así como los distintos componentes del planeta –físicos, químicos y biológicos– están relacionados entre sí, también las especies vivas conforman una red que nunca terminamos de reconocer y comprender. Buena parte de nuestra información genética se comparte con muchos seres vivos. Por eso, los conocimientos fragmentarios y aislados pueden convertirse en una forma de ignorancia si se resisten a integrarse en una visión más amplia de la realidad» (LlS,138).
Y por eso, añade, los conocimientos fragmentarios y aislados, que no entiendan la Realidad como este todo conectado, pueden convertirse en una forma de ignorancia y, añadimos nosotros, en un auténtico peligro. Este es el verdadero problema. Cambio climático, pérdida de la biodiversidad, cultura de la rapidación (LlS, 18) y cultura del rechazo, problemas de falta de agua, realidades que nos hieren a nosotros como personas, a la tierra como la casa común que habitamos y a Dios como Creador, todo esto son las consecuencias desastrosas y terribles, desde luego, pero consecuencias al fin y al cabo, y por tanto, posteriores a la causa primera: la aceptación acrítica del mito moderno del progreso sin límites.
¿Necesitamos soluciones? Por supuesto que sí. Pero las soluciones no vendrán ni pueden venir de allá donde vienen los mismos problemas. Como afirma el Papa Francisco, se pretende solucionar con actividad humana los problemas que han sido causados por la misma actividad humana. Hay un exceso de intervención humana en todo, y muy especialmente en el ámbito de la naturaleza. La ciencia moderna fracciona y divide (no se si es casual que la palabra diablo, etimológicamente provenga del griego diabolos, literalmente aquel que separa, que divide, que pone conflicto entre dos partes, algo así como el conflicto que hay entre el hombre moderno y todo lo que le rodea: naturaleza, prójimo, Dios...). Esta misma ciencia que analiza (etimológicamente la palabra análisis es similar a la anterior, pues vendría a ser algo así como descomponer el tot en infinidad de partes), tampoco parece que pueda, metodológicamente, aportar la mejor solución a un problema que únicamente puede ser tratado de manera integral, cosmoteándrica.
¿Qué podemos hacer, entonces, además de rezar? La única solución pasaría por resituar al ser humano en su lugar en el mundo, en esa posición intermedia entre Dios y la Creación que es la que le corresponde, siendo conscientes de que no somos ni unos simios desarrollados (mito moderno) ni unos ángeles caidos (visión exclusivamente religiosa), pues cualquiera de estas dos opciones, menoscabaría nuestra parte humana o nuestra parte divina. Es, por tanto, imprescindible, un retorno a la pobreza franciscana (la que proponen el Santo y el Papa) en todos los sentidos, el material y el espiritual. Hemos de hacernos pobres, negarnos en todo aquello que la soberbia del antropocentrismo moderno nos ha hecho creer que poseíamos. Nuestro papel en el mundo ha de volver a ser el de unos jardineros pobres y sencillos que cuidan de la Creación y que colaboran con Dios para mantenerla y perfeccionarla. Sólo eso y a la vez, todo eso. Opción clara y radical: la transformación -metanoia- completa que nos propone Jesucristo en los Evangelios: dejálo todo y sígueme (Mt 10,25). Únicamente así, transformándonos a nosotros mismos radicalmente -es decir, desde la raíz- podremos volver a instaurar las relaciones armoniosas que quizá alguna vez presidieron el mundo.
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