Ciudades vacías y ventanas para afrontar la cuarentena Hopper, el pintor que reflexionó sobre la soledad urbana
Investigador plástico de la intimidad de las personas (ofrecida en el interior de las casas) y de las ciudades modernas (que inmortalizó extrañamente desiertas), sus cuadros reflejan a veces la calidez de un instante, a veces la dureza de la falta de compañía
Repasamos algunas de sus obras, que pueden ser un recurso visual para acompañar nuestra quietud mientras atravesamos esta grave situación
Ahora que nuestras ciudades enfrentan el confinamiento doméstico, Edward Hopper, el pintor americano que reflexionó sobre la soledad urbana, aparece ante nosotros como el visionario que fue. Investigador plástico de la intimidad de las personas (ofrecida en el interior de las casas), de las ciudades modernas (que inmortalizó extrañamente desiertas) y de las emociones humanas, sus cuadros reflejan a veces la calidez de un instante, a veces la dureza de la falta de compañía.
Esa ambigüedad de su obra ha hecho que a Hopper se le analice tanto desde la teoría del arte como la del conocimiento. Lo mismo que a Magritte, el pintor surrealista de El imperio de las luces, tan estudiado desde una perspectiva filosófica.
¿Cómo describe el artista su sociedad? Las figuras que protagonizan sus lienzos, ¿meditan o sufren? Rodeadas de una atmósfera de profundo aislamiento, sus emociones pueden parecer silenciadas por la alienación o lo contrario: transmitir entereza y esa belleza de la espera como categoría estética.
Desamparados o solamente curiosos, los personajes miran el exterior por la ventana. También Hopper representa lo que hacen las personas en los interiores de sus casas, visto desde fuera, creando la existencia de un “mirón”. En un juego de espías, su obra muestra la actitud de las personas ad intra (la naturalidad de sus cuerpos, la calma de la inacción) al tiempo que transforma en material de reflexión también lo de fuera. La ciudad, con sus comercios, sus hoteles, sus carteles de publicidad y otros habitantes inertes del mundo urbano, como las carreteras o los edificios. Hopper, por cierto, había estudiado arte publicitario y había viajado a México en coche por los deslumbrantes paisajes estadounidenses, como harían Thelma y Louis…
En un juego de espías, su obra muestra la actitud de las personas ad intra (la naturalidad de sus cuerpos, la calma de la inacción) al tiempo que transforma en material de reflexión también lo de fuera
Dueño de un pop poético, queda en el aire si el pintor, consciente de los problemas de un entorno individualista, quiso denunciar cómo la ciudad, abastecida y desarrollada, nos va dejando solos, encerrados en pequeños mundos, o si lo que quiso transmitir, en un retrato colectivo, fueron nuestras semejanzas a pesar de todo: la necesidad de afecto, la capacidad de observación, la construcción de espacios personales, de nuestra mente a nuestra habitación.
Envuelto en esa ambivalencia hasta el final, el último cuadro de Hopper representa al pintor y a su mujer, con las manos entrelazadas, sobre un escenario al que no se le ve público. En una especie de función de despedida, entre la vida y el abismo. Un año después de morir él, fallecía ella, Josephine Hopper.