Comité de defensa de la vida
La primera reunión tuvo un apartado de descripción de la realidad. Sobre la mesa, los datos elocuentes del trabajador municipal nos revelaron como más espeluznante lo que ya sabíamos: esta triple frontera en la que vivimos es una especie de barra libre para múltiples modalidades de violaciones de los derechos humanos. Se estima que el 10% de los menores sufre abusos, en su mayoría en el ámbito del hogar con la consiguiente capa de silencio y secreto; el porcentaje sube al 20% cuando hablamos de embarazos adolescentes, causados por profesores, funcionarios o trabajadores ocasionales en una comunidad.
Las víctimas preferidas son niños, niñas y adolescentes, los más indefensos. La explotación sexual de menores (de 12 a 16 años) está a la orden del día. A veces son los mismos vecinos quienes te cuentan que en esa casa, las noches que la mamá sale, llega un hombre, fulanito, cuando la niña está sola… Esa mamá (si es que merece ese nombre ya) proxeneta ganará una buena suma. Iquitos se ha convertido en un punto clave de captación de chicas para la trata; Natalia, la trabajadora social que nos acompaña, dice que las niñas son llevadas allí desde la frontera para después derivarlas a otras regiones del Perú y hacerlas desaparecer.
Son vidas truncadas cruelmente. A las muchachas les quitan sus documentos, las encierran, les impiden todo contacto con el exterior y las obligan a prostituirse con la excusa de pagar la deuda que han contraído. Son esclavizadas y a menudo sus familias nunca más saben de ellas. Varias veces he oído a Gustavo Gutiérrez definir al pobre como el que muere prematuramente… A estas chicas les destrozan la vida bien tiernas.
El Papa Francisco, cuando en Puerto Maldonado habló sobre la trata de personas, dijo: Quisiera que se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos: "¿Dónde está tu hermano?" (Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? [...] No nos hagamos los distraídos. Hay mucha complicidad. ¡La pregunta es para todos! Es cierto que los primeros que están enfangados son las autoridades (como si el encargado de cuidar a los ratones fuera el gato), pero también es verdad que tanto atropello a plena luz el día es posible porque hay muchas “miradas para otro lado”, balones botados afuera y manos lavadas porque no es cosa mía.
Especialmente repugnante me pareció el tema del matrimonio servil. Mediante la oferta de falso padrinazgo, hay hombres que se llevan a una chica de algún lugar remoto del río: “Si dejas que tu hija se venga conmigo, no le va a faltar de nada, va a ir al colegio, etc.”. Y los papás, que son pobres y tal vez tienen ocho o nueve hijos, cobran y se dejan engañar… ¿o habrá gente tan ignorante como para creer esas patrañas? Recuerdo que cuando estábamos en Iquitos preparándonos para ir a la visita del Papa, le pregunté a un indígena: “¿Tienes familia en Iquitos?” “Sí – me dijo- una hermana”. “Ah ya. ¿Y vas a visitarla?” “Es que no sé dónde vive”. “Pues llámala por teléfono”. “No tengo su número; no la podemos ubicar en Iquitos”. Su hermana tenía 16 años cuando se marchó, con permiso de su familia, con un trabajador que había estado construyendo la escuela de su pueblo para ser su esposa. Hace dos años que no saben nada de ella. Se me paran los pocos pelos que me quedan.
Es algo gigante. ¿Qué podemos hacer frente al poder destructivo de la codicia humana? No mucho, pero al menos conversar, preocuparnos, informarnos y, en lo posible, prevenir, formar a otros, denunciar cuando se pueda e incluso acompañar casos si se nos presenta la oportunidad. Con esta modestia nació el comité para la defensa de la vida y los derechos humanos, personas que aspiramos a dormir mejor sabiendo que intentamos no ser cómplices con el silencio, haciéndonos los desentendidos o disimulados dando rodeos al pasar junto a alguien “ante quien se vuelve el rostro” (Is 53, 3).
César L. Caro