Visita a las Carmelitas Descalzas de Fuente de Cantos (Badajoz), varias de ellas peruanas Transculturación recíproca
Jóvenes de la sierra sur del Perú, crecidas en la fe sencilla y candorosa del pueblo menudo, que escucharon la llamada de su Esposo y lo siguieron con todas las consecuencias y dejando atrás su tierra y a los suyos.
Constatamos divertidos que ellas hablan como los españoles, mientras que yo hablo como los peruanos. En realidad es una especie de intercambio de culturas que se nota en todo, hasta en el estilo de cocinar y en la siesta. Soy un español que se hace loretano, ellas son apurimeñas ya extremeñas.
Aquel mensaje inesperado (ver 1 de mayo de 2021) dio paso a la visita prometida, y por dos veces. Para exponerme a su alegría, recibir su catarata de generosidad y sentirme pura y limpiamente querido. Conocer a las Carmelitas Descalzas de Fuente de Cantos fue para mí una experiencia conmovedora; pero sentirme parte de sus vidas es un delicado agasajo de Diosito.
Ya referí que son ocho religiosas en un monasterio del siglo XVII, precioso y restaurado. Las españolas, más mayorcitas, son las madres Mª José, Teresa y Josefina. Mª José es de Calzadilla, pueblo vecino de Fuente de Cantos, y llegó al convento en burro con apenas 18 años. En cambio las peruanas vinieron “del fin del mundo”, como el Papa (y en avión, claro): las hermanas Rosario (que es la superiora) y Mª Carmen llevan en España 18 años; cuatro años más tarde llegaron Teresita y Ángeles, y poco después Mª Ana, que es la más chivola.
Nuestro encuentro comienza con la Eucaristía, adornada con sus cantos, que me traen el recuerdo infantil de las melodías de las monjas encerradas de cerquita de mi casa en Mérida. Luego me hacen pasar a la clausura, me muestran su hogar y comenzamos a conversar. Enseguida me siento muy cómodo, el diálogo fluye entre risas, nos estamos conociendo pero todo es natural y espontáneo. Me cuentan cosas de sus pueblos en Apurímac, unos a más altura que otros, de sus familias, de cómo fue cruzar el charco para ser religiosas contemplativas. Y yo les hablo de mi familia, de los años como cura en la diócesis, de cómo fue cruzar el charco para ser misionero.
Cuando me dicen sus nombres de antes de ingresar a la comunidad dan un salto cualitativo en la confianza y me quedo un poco sobrecogido. Y de veras me gusta llamarlas así: Petronila, Eli, Jeny, Armandina, Anita. Jóvenes de la sierra sur peruana, crecidas en la fe sencilla y candorosa del pueblo menudo, que escucharon la llamada de su Esposo y lo siguieron con todas las consecuencias y dejando atrás su tierra y a los suyos.
Constatamos divertidos que ellas hablan como los españoles, mientras que yo hablo como los peruanos. Petronila contesta una llamada con “¿diga?” y yo con “¿aló? Todas dicen “vale”, “venga”, “hombree”; y yo “chao”, “ahorita”, “pituco” o “buenazo” con ese, porque el seseo ya se me ha instalado como una aplicación en el “celular”-“móvil” para ellas. En realidad es una especie de intercambio de culturas que se nota en todo, hasta en el estilo de cocinar (me pusieron almuerzo de solemnidad): soy un español que se hace peruano, ellas son apurimeñas ya extremeñas.
En esta transculturación*, una adopción de la forma de vivir del pueblo al que servimos, descubro un vínculo muy profundo, entre ellas acá y yo allá, de ida y vuelta, sin dejar nunca de ser quienes somos, pero de hecho siendo otros por amor y vocación. Las hermanas vibran con la gente, están deseando reanudar la misa pública, escuchan, aconsejan, comparten dolores y esperanzas, conocen muchas vidas que luego presentan y procesan ante el Señor en sus horas de oración silenciosa. Ellas son misioneras al cien por cien. Y al encontrarnos, conectamos, no podía ser de otra manera.
Hasta duermen la siesta, como buenas españolas. Y cosen: me muestran sus máquinas, están haciendo manteles, corporales y purificadores para la catedral de Indiana, les he encargado camisas clergyman que necesito para Roma y que insistirán en regalarme. Viajan al Perú cada cierto tiempo, o si tienen algún acontecimiento familiar; son contemplativas, pero al mismo tiempo (y quizá por eso) abiertas, actuales y “normales”.
Antes de volver a mi selva regreso a Fuente de Cantos con mis papás. Nos ofrecen tremendo aperitivo, pasa volando una hora de charla, y ellos quedan impactados por esa felicidad sin fisuras. “Tenemos dos celulares padre; uno más simple para el público y otro mejorcito para comunicarnos con nuestra familia… y con usted”. Esta noche, a la hora de su recreación, las llamaré desde el aeropuerto; seguramente me ayudará... Gracias hermanas. Un abrazo y siempre mi cariño. Su misionero.
* El diccionario de la RAE define a este término como “recepción por un pueblo o grupo social de formas de cultura procedentes de otro, que sustituyen de un modo más o menos completo a las propias”.