Viviendo en el bote
“¿Y han venido sentados?” – preguntó uno de los policías del puesto de Carolina, donde era noche cerrada cuando llegamos. Y es que en los largos días de navegación por el inmenso Yavarí, los barcos grandes de los israelitas son como lanchas donde la gente cuelga sus hamacas para viajar acostados; nosotros, sentados. Con el motorista, don Rey (se llama como su embarcación, o a la inversa) en la popa con sus dos motores de 5 y de 9 CV y sus tanques de gasolina (uno de ellos un bidón con 60 galones, alrededor de 200 litros), éramos cuatro personas en un reducido espacio de dos metros cuadrados, rodeados por mochilas, hatos de carpas y colchonetas, bolsas con víveres, cocina, balón de gas, botellas de agua, platos, peroles y nuestras prendas colgadas secándose al viento.
¿Qué cómo se pasa el día entero así? Primero obedeciendo a las rutinas: preparar el café del desayuno, lavar los cacharros, cepillarse los dientes, lavar la ropa… Las tazas y los calzoncillos los metes en el agua resistiendo el empuje de la nave, y ahí enjabonas y enjuagas rapidito. A veces una olla o un balde se escapan de las manos y hay que dar la vuelta para recogerlos. Un rato central del día es preparar la comida. Se reduce la velocidad del bote y se protegen los quemadores de la cocinita con un plástico para que no se apaguen. Como casi no nos podemos mover, no puede haber turnos: cocinar es necesariamente un trabajo de equipo. Sentados con el fuego en medio, uno cuece los espaguetis, otro corta cebolla, otro pela plátano verde, otro abre latas de anchovetas… La dieta es breve (por usar un adjetivo fino), pero sabe rico rodeados por la belleza única del Yavarí.
Largas horas de singladura, flanqueados por murallas verdes de altos árboles, adentrándonos en el silencio cada vez más rotundo del río, empatado con el ronquido de los motores que ya no adviertes… Me acomodo con un chaleco salvavidas como cojín y leo… Han caído las últimas novelas de Ken Follett, Vargas Llosa, Luis Landero y la mitad de Javier Marías… Disfruto como enano y el tiempo se desliza. Hay momentos en que entramos en un furo, uno de esos pasillos de agua en medio de la selva, o pasamos junto a un caserío o se cruza un bote; pero a medida que remontamos el Yavarí y pasamos al Mirim, va calando inexorable la hegemonía de la ancha soledad.
Y así trascurren las jornadas, maceradas por la paciencia, adornadas en todo momento por una naturaleza fascinante. La aleta juguetona del bufeo, el sello de Diosito, me recuerda que jamás estamos solos. Bajo la lluvia, con el agua invadiendo el bote y mojándonos inevitablemente, girando entre los árboles plantados en el agua, esquivando palos, con una hélice de pronto floja, o en la oscuridad, donde todo se torna más incierto, el misterio de Bondad nos acompaña.
De pie en la proa, impregnado del estallido de hermosura del sol poniente, pienso que esto que hago es lo que siempre he deseado, con todas las limitaciones que distancian los sueños de la realidad. Salir, ir, más allá, más lejos, a las fronteras de lo humano, donde Diosito respira por sus heridas y padece y camina y espera. Llegaremos a Limonero, a Yarina, a Nueva Esperanza, y allí buscaré la mirada de la luna para sentir, en el bosque lleno de espíritus, la seguridad del amor incluso en este fin-del-mundo.
César L. Caro